Boy Eating the Bird’s Food (2012), de Ektoras Lygizos
Por Miguel Martín Maestro.
Presumir de conocer el cine griego es una pedantería como otra cualquiera, que se esté hablando de los nuevos realizadores procedentes del país no es casualidad. En épocas difíciles se agudiza el ingenio, tanto para sobrevivir como para crear. Si realmente existiera un acceso libre (no por gratis sino por no estar sujeto a mercado) a la cultura sería deseable tener opciones para comprobar qué se cuece en sociedades acostumbradas a ser nuevos ricos y padecer ahora estrecheces que atentan contra los fundamentos del estado democrático, amparadas por ideologías basadas en el dinero y no en la política con mayúsculas. De forma casual llegó a nuestras pantallas Yorgos Lanthimos y su Canino y su Alps, precedido por el reconocimiento internacional derivado de premios en festivales de categoría A. Esa punta de lanza del nuevo cine griego, una vez perdido el estreno paulatino de las películas de Theo Angelopoulos, ha permitido a otros directores griegos exponer sus creaciones en el ámbito internacional con cierta repercusión, y ahí está este chico que comía comida para pájaros, título que hace honor literal a la primera escena de la película. Premiada en el festival de cine europeo de Sevilla, ahora dirigido por el cesado director del festival de Gijón ya que, conforme a la dinámica de los tiempos actuales, no hacía suficiente publicidad del “cine asturiano”, y rodeada de un aura de escándalo (no lo entiendo, será que soy difícilmente escandalizable) pudimos disfrutar de la misma después de más de año y medio en que fue visible en plataformas de internet dentro del necesario festival Atlántida. Es de suponer que el escándalo vendrá de poder verse a un hombre masturbándose en pantalla, o de que haya escenas realmente duras para estómagos sensibles en esta sociedad de ruina en el estado del bienestar, pero una cosa es tomar conciencia de lo que sufren muchas personas a diario y que eso suponga un escándalo. En pocos días seguimos la quiebra absoluta de un buen chaval, la Grecia que debió vivir “por encima de sus posibilidades” y que ahora se alimenta de alpiste, o tiene que cambiar la bombilla de habitación porque no tiene ninguna más, o que se desmaya por no comer en plena prueba para conseguir un papel de contratenor en una representación musical, todo ello con un estilo formal que me recuerda a los Dardenne, cámara nerviosa, primeros planos extremos y cortados, cámara a la altura de la nuca del protagonista y desde su espalda… Estamos ante un joven preparado, pero sin trabajo, que vive de alquiler pero no tiene ingresos, que es desahuciado y no tiene dónde dejar sus cosas, de un joven que se ocupa de un anciano vecino gracias a cuyo desvalimiento podrá comer alguna cosa a hurtadillas cuando entra en su casa a ayudar, y donde no dudará pasar una noche tras la muerte del anciano cuando carece de techo y con el cadáver como única compañía, y que por razones no expuestas, ha roto con su familia, aunque está claro que el problema es su padre. Tiene una pequeña manía, seguir a una chica de la que sinceramente creo enamorado y a la que ha visto trabajando en un hotel, a ella también le atrae la idea, juega a ser perseguida, y cuando al final ella cede y le invita a casa para acostarse juntos se produce la confesión de la verdadera confusión mental que sufre el protagonista, su vacío absoluto, como si su cabeza flotara sin rumbo y sin contenido, cortando de raíz el “rollo” y viéndose de nuevo en la calle, eso sí, con un tupper donde la chica le habrá dejado algo de comida. Una obsesión mueve al protagonista, cuidar de su pájaro, única pertenencia digna de ser cuidada y alimentada, tanto que esa imagen de una jaula envuelta en la bandera de Grecia entre escombros no puede ser casualidad y ni tan siquiera una metáfora, es la realidad de un país cercano a nosotros, por cultura y situación económica, pese a quien pese, algún político ha dicho que España no es Grecia, pero hay mucho españoles que viven como muchos griegos.