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Almas bellas, actos sucios: «El Napoleón de Notthing Hill», de G. K. Chesterton

Portada de la primera edición de "El Napoleón de Notthing Hill".
Portada de la primera edición de «El Napoleón de Notthing Hill».

Por Ignacio González Orozco

G. K. Chesterton (1874-1936) fue un enemigo acérrimo del “arte por el arte” y de cualquier otro ejercicio formal con atisbo de frivolidad. Conservador en el ámbito moral, pero liberal y humanitario en su análisis del hecho colectivo (inspirado por la doctrina social de la Iglesia católica, cuya credo abrazó tardíamente, en 1922), todos los escritos del autor londinense revelan firmes convicciones acerca de la justa disposición de las cosas materiales y espirituales, pero sin caer en la tentación de condenar las excentricidades que se resisten a tal orden, por considerarlas propias y definitorias de la naturaleza humana. De ahí que haya pasado a la historia, entre otros muchos méritos, como maestro de la paradoja.

A partir de esta premisa de contradicción, la ironía se convierte en el mejor vehículo descriptivo de los asuntos de la especie. Y así, con independencia de nuestro grado de conformidad con las numerosas sentencias que tachonan sus páginas, Chesterton entreteje un discurso gratificante por su propia destreza literaria y agilidad intelectual, del que hizo sobrada demostración en El Napoleón de Notthing Hill, novela publicada en 1904.

El relato se proyecta decenas de años en el tiempo, hasta 1984, para ubicar su trama en un utópico contexto de paz universal; un mundo donde la violencia doctrinal de las revoluciones ha sido amansada por una “evolución” mundialmente aceptada. Toda vez que los tratados han eliminado las rivalidades económicas entre las naciones, esa sociedad futura y utilitarista prescinde de los ejércitos, lo cual parece de por sí todo un triunfo del espíritu. Y en el caso del Reino Unido, la monarquía hereditaria ha dado paso a otra por sorteo, en la que cualquier individuo, con independencia de su origen y clase, puede convertirse en rey… Figura aparentemente decorativa (de los asuntos públicos se encarga el estamento funcionarial), pero cuyo cargo, investido aún de poderes formales, encarna una amenaza latente para la estabilidad interior del país.

En ese océano de paz y automatismo político aparentemente imperturbable, la molicie perturba los corazones de las gentes más entusiastas: “cuando la cuerda de la monotonía está muy tirante, se rompe con un sonido que parece una canción”. Una canción a la postre sanguinaria, que prefiere “una vida corta y alegre” a la oferta deslucida de la longevidad cansina y huera de emoción. Sin embargo, el detonante involuntario de la perturbación que habrá de trastocar las convenciones vigentes no será un poeta ni un guerrero, sino un pobre payaso, Auberon Quin, a quien la (mala) fortuna asigna el trono británico.

Sujeto de pocas luces, Quin se mueve con torpeza entre la realidad y la fantasía, cabalgando el hilo de funambulista de un sentido del humor que pretende ser sarcástico, pero no pasa de ridículo. Para el rey, la socarronería es “la nueva religión de la humanidad”. Y con las ínfulas de un Schiller de tercera división, hace de su magistratura un juego para subvertir la monótona perfección de la maquinaria estatal, ajena a la libre creatividad de las voluntades humanas, puesto que “la seriedad –dice– enloquece a los hombres”. Así, dicta el monarca la conversión de los barrios de Londres en municipios dotados de pendón, escudo y milicia propios, y nombra prebostes que gobiernen autónomamente cada uno de ellos, con la misión de promover el patriotismo local. Las fuerzas vivas de la ciudad se mesan los cabellos de horror e indignación… Salvo el joven poeta Adam Wayne, preboste de Notthing Hill, quien se convertirá en el gran aliado de Quin.

En todo este alocado proceso de regresión a las banderías medievales, Auberon da sobradas muestras de una excentricidad no por pueril menos arrogante, desentendida de los sentimientos de quienes la padecen. Lúdica necedad la suya, pero tan insoportable como la de un niño caprichoso y recalcitrante. Sin embargo, Adam Wayne es muy diferente, aunque también crea luchar contra la vulgaridad y monotonía de los tiempos que le han tocado en suerte: pertenece a la categoría de “alma bella”, la que convierte su sensibilidad estética en norma de conducta y de manera narcisista “arde consumiéndose en sí misma” (Hegel). Como tal, no soporta la ausencia de poética, ideales y heroísmo de una vulgar sociedad de comerciantes, funcionarios y menestrales.

Las ansias de sublimidad, de mundana trascendencia que arrebatan a Wayne, se proyectan en el sentimiento patriótico hacia Notthing Hill, único referente posible del muchacho pobre que siempre ha sido, anclado de por vida a las calles de su barrio. A esa circunstancia biográfica suma Chesterton un rasgo físico que parece devaluar los ideales del personaje, por vincularlos a una deficiencia perceptiva: Wayne es tan miope que a siete metros de él, “los soles rojos, blancos y amarillos de las lunas de gas se agrupaban y fundían entre sí como un bosque de árboles radiantes: el principio del bosque encantado.” Armado de efusión (y de aberraciones ópticas), pero también de espadas y alabardas, el muchacho insignificante de otro tiempo logrará contagiar a sus convecinos de ese ardor guerrero que encumbrará Notthing Hill a la cabeza de los destinos de Londres, hasta que la pedestre matemática haga prevalecer la supremacía de la cantidad sobre lo que Wayne entiende por calidad. Será el final heroico de preboste y rey, por una vez comprometido con la cruda realidad.

¿Se desprende alguna moraleja de las aventuras del Napoleón de Notthing Hill? Tal vez sea esta: siempre hay algo peor que una farsa. En la línea defendida por Camus, la maldad no es tan aviesa como absurda; más aún, resulta estúpida en su génesis. Obra de personajes insignificantes, según Hanna Arendt. Con independencia de la intencionalidad de sus fines originales, cualquier sinsentido puede convertirse en algo deletéreo, cuando se le suman la voluntad de un iluminado y la decepción de un colectivo (sin esta, el primero nada es), aleadas en el metal de la ira. Hipnotizado queda el insatisfecho al son de la poesía épica; tanto quien aguarda sus endechas de modo inconsciente, como el que admite sin empacho tal querencia… ¡Embriagadores versos que preconizan loables fines mientras promueven medios deplorables, por deberse a los pálpitos de emociones desbocadas, sustraídas a los dictados del raciocinio! En un destello de clarividencia, Auberon se lamenta: “Creía que era una broma, y he creado una pasión”.

Enfocado el caso desde una perspectiva contraria, pero convergente, cabe decir: oneroso es el peso de la razón, sobre todo si coarta nuestros sueños más acariciados tildándolos de absurdos. Para vencer ese obstáculo interior suele apelarse a instancias superiores: “sois liberales, sabios y cosmopolitas, que es todo lo que el diablo puede daros… y todo lo que pudo ofrecer a Cristo, que lo rechazó”, objeta Wayne a sus enemigos. Y con la intención de justificar en público lo que ni a golpe de fideísmo logran aprobar en su fuero interno, tantos y tantos exaltados pretenden hablar como filósofos cuando en realidad no sobrepasan la “autoinculpable minoría de edad” que Kant arrojó sobre nuestra conciencia, casi como una afrenta.

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