Boyhood (2014), de Richard Linklater
Por Jordi Campeny.
Se puede ser a la vez enorme y pequeño, trascendental y anodino, memorable y huidizo, presuntuoso y sencillo. Lo es la vida, lo son algunas personas, lo es el tiempo. Lo es Boyhood: una cápsula temporal de doce años, una mirada inolvidable al tiempo que transcurre (sin aspavientos, sereno), la simbiosis perfecta entre cine y vida.
Richard Linklater, este prolífico y errático director que se ha situado ya definitivamente en el territorio de la excelencia, había desafiado previamente las convenciones del cine y la fugacidad del tiempo con su maravillosa e inmarchitable trilogía Antes de… en la que, en el transcurso de veinte años (reales), captó tres momentos de la vida de una pareja ofreciéndonos tres películas que no eran sólo las películas en sí, sino también las elipsis temporales entre ellas. Si alguien no se ha zambullido aún en las peripecias íntimas de Jesse y Céline, por favor, que lo haga. La recompensa emocional para el espectador es extraordinaria.
Se ha superado Linklater con Boyhood; el proyecto es más asombroso todavía. Y el poso emocional que deja es aún mayor si cabe. La película se rodó a lo largo de doce años, de 2002 a 2013, una media de una semana de rodaje por año, siguiendo a los mismos actores, viéndolos crecer, dudar, tambalearse. Vivir. Boyhood narra la anodina peripecia vital de Mason (Ellar Coltrane) desde los seis a los dieciocho años, la de sus padres (Patricia Arquette y Ethan Hawke) y su hermana (Lorelei Linklater). En más de una década (insistimos, a tiempo real) se van sucediendo pequeños grandes cambios: mudanzas, aciertos, relaciones que se tambalean, dudas, iniciación, sorpresa, primeros amores, errores, extrañeza, autoafirmación, leves abismos… Todo ello desfila ante nuestros ojos durante casi tres horas de metraje, y constituye un viaje íntimo y épico por la niñez, adolescencia y entrada a la edad adulta. Por si fuera poco, al terminar el periplo y encenderse las temibles luces de la sala de proyección, uno se siente con ganas de saber más; de seguir acompañando a los personajes en sus andaduras. De verles crecer más y seguir creciendo nosotros con ellos.
Lo más grande de Boyhood es, paradójicamente, su pequeñez; su inquebrantable voluntad por evitar la trascendencia. Y, evitándola, finalmente, la consigue. Las secuencias que constituyen esta importantísima película son meros retazos anodinos de vida, que en su aleatoriedad, en su desarmante sencillez, acaban conformando un catálogo de lo que realmente es importante. Cuando la vida pasa, sin aparentemente pasar nada, es cuando está pasando realmente todo.
Son múltiples los elogios que cabría dispensarle a este proyecto; desde la concepción inicial a su desarrollo, su manejo magistral de las elipsis, su tono coherente e insoslayable, sus inolvidables personajes con una magnífica Patricia Arquette en el epicentro, su belleza callada y luminosa. Su capacidad para mecerte y hacer que tres horas (que doce años) sean sólo un suspiro; para no darte cuenta mientras la disfrutas de lo que acabas percatándote a su término (quizás horas después): que Boyhood es mucho más que una película, incluso más que una obra maestra (aunque parezca obstinada en no parecerlo). Es un zarpazo de pura vida; una fuente de inagotable verdad. Boyhood somos todos y cada uno de nosotros: lo que fuimos, los pequeños miedos y extrañezas de la niñez; y lo que seremos, el miedo a que todo este embrollo acabe (o no) mereciendo la pena.
Se ha dicho y escrito mucho ya sobre Boyhood; desde que es la obra magna de su creador hasta que constituye un innegociable hito cinematográfico. Más allá de todo ello (cada espectador decidirá si está o no de acuerdo; probablemente muchos no lo estén, puesto que la película se aleja radicalmente de todo convencionalismo cinematográfico), lo que sí parece incontestable es que Richard Linklater ha conseguido, por primera vez en la historia del cine, ganarle la partida al temible y caprichoso paso del tiempo. Lo ha retenido entre sus manos. Y nos lo ha regalado.
chapeau