La poderosa atracción de la derrota en un clásico del siglo XX
Por Horacio Otheguy Riveira
El largo viaje del día hacia la noche, de Eugene O´Neill, es la primera tragedia del teatro norteamericano sobre una historia autobiográfica: transcurre a comienzos del siglo XX, fue escrita en 1941, pero retenida por el autor hasta que se estrenó en 1956, autorizada por su viuda. Un desgarrador conflicto de familia disfuncional: tema obsesivo de novelistas y dramaturgos de Estados Unidos, que aquí se explaya con detalles de singular belleza creativa en la dimensión de personajes absolutamente atrapados por el círculo de sus frustraciones y resentimientos.
El angustiante y dulce placer de la derrota no sólo es una especie de alegoría literaria, es una realidad psicológica palpable en todo el gran teatro norteamericano, y en él su maestro primero e indiscutible es este Eugene O´Neill (1888-1953) que debutó en 1920 con una obra olvidada (Más allá del horizonte): fue un gran éxito de público y crítica que le deparó el primero de sus tres Premios Pulitzer. Una carrera mimada por el éxito mientras iban creando su propio camino sus herederos naturales en el gran teatro del país: Arthur Miller, Tennessee Williams, Clifford Odets, Edward Albee, Tracy Letts o Sam Shepard, quien curiosamente en este momento está siendo representado en Madrid: True West, una función con muchos puntos en contacto con este Largo viaje, en una dimensión mucho más ligada a un teatro contemporáneo menos realista.
Un paisaje egocéntrico del que no se puede salir
A pesar de tanto éxito, con varias obras adaptadas al cine (El deseo bajo los olmos, Extraño interludio, El repartidor de hielo…) Eugene O´Neill nunca pudo desprenderse de la omnipresencia del desastre familiar. En todas las obras plantea situaciones y personajes de aquellas angustias, pero sólo en este Largo viaje del día hacia la noche expresa con precisión el drama original, con tal carga autobiográfica que se resistió a estrenarla en vida. Y eso a pesar de la euforia con la que la dio por concluida, según la dedicatoria a su esposa Carlota Monterrey, «en el duodécimo aniversario de nuestra boda»:
… te doy el guión original de esta obra de viejas penas, escrito con lágrimas y sangre. Un regalo inadecuadamente triste, al parecer, para celebrar una fecha de felicidad. Pero tú comprenderás. Lo hago como un tributo a tu amor y ternura que me dio la fe en el amor que me permitió hacer frente a mis muertos. Estos doce años, mi amada, han sido un viaje hacia la luz, en el amor.
Un carpetazo entusiasta que rápidamente trocó en una de sus depresiones habituales, ya que pronto dejó constancia notarial de que la obra no se estrenara hasta 25 años después de su muerte. Lo que su viuda no cumplió, autorizando su estreno sólo tres años después (aprovechando la cláusula que el propio Eugene dejó: «autorizo a adelantar la fecha en caso de necesidad económica»). Fue una bendición para los teatreros del mundo, e incluso para el cine, ya que el director Sidney Lumet (el director con más versiones teatrales para cine y televisión en una larga carrera) plasmara con Katherine Hepburn en 1962.
La obra teatraliza una jornada en el verano de 1912 en la casa en la playa familiar, propiedad del padre, un actor de fama, gracias a la representación de El conde de Montecristo y otras obras románticas, incapaz de desprenderse de su pasado de niño pobre al borde de la miseria, tacaño y frustrado por no haber hecho Shakespeare, su autor preferido; está enfrentado constantemente a los seres que más ama y a los que no puede dejar de reprochar algo o mucho de su existencia.
Se pasan todo el año viviendo en hoteles, tras las giras de papá. Estas son las vacaciones, el único tiempo en que cada día es un largo viaje hacia la noche en el que repetirán sus verborreas, sus circulares monólogos mal entrelazados en diálogos donde los cuatro parecen huir hacia alguna clase de libertad pero que en realidad son incapaces de intentar escapar, sólo pueden encerrarse una vez más en sus angustiosas y «confortables» permanencias en la desolación y la angustia, sin el menor atisbo de esperanza de cambio. El confort del dolor cuando se vive atrapado en el pasado, y se teme cualquier ruptura, como un vértigo que aterroriza.
El padre austero, la madre drogadicta, un hijo muerto de pequeño, y los hijos supervivientes que no despegan, borrachos cada uno a su manera: uno con tuberculosis y el otro, actor dependiente de su padre. Todos con pequeñas y grandes frustraciones, y una criada encantadora e ignorante que escucha y «roba» su poco de whisky como para formar parte de esta extraña letanía familiar y estar ella misma menos sola.
Un círculo que necesita repetirse y llegar a las cuatro horas de duración en la obra original, aquí en una versión que la deja en dos horas y media, plasmando el espíritu de la historia en un ambiente poético con grandes cortinajes donde se proyectan imágenes que oscilan entre el mar y las nubes que anuncian una fuerte tormenta liberadora que no llega.
Todo está impregnado de la taciturna agonía del día que viaja hacia la noche, viajando también hacia la temible oscuridad de los remordimientos (fuera de texto, en la propia vida del autor, uno de sus hermanos murió alcoholizado y dos de sus hijos se suicidaron). Lo trágico sin melodrama desbordado, acompañando la elegancia de toda la obra del gran escritor.
Intérpretes muy buenos, de reconocida y justa trayectoria que se entregan al difícil texto con justa medida, con sentimientos contenidos, sin efectos, logrando un grupo familiar desgarrador en una pista de singular representación dentro de la representación, con unos libros apilados al fondo y en una mesita, botellas de whisky.
O´Neill se vive con la distancia que él deseaba. Ya no son necesarios los muebles viejos de una casa venida a menos, basta con unas sillas blancas y ese veneno de la vida y el teatro sonando con la llamada del faro, ese sonido que angustia tanto a la esposa y madre sacrificada, una y otra vez en busca de la droga que la aísle del horror de su pensamiento, que nuble su conciencia y le permita deambular como una ciega alrededor del salón, alrededor de la pista, alrededor del escenario, cada uno de ellos sangre y corazón de Eugene O´Neill, a quien se rinden todos los intérpretes con dedicación y gran profesionalismo para ofrecernos un acontecimiento teatral tan singular que más que una función del siglo XXI parece un rito religioso de todos los tiempos, bañado por la tragedia de toda la familia a través de la impotencia de la madre que busca reiteradamente las palabras que antaño le daban consuelo y fuerza en busca de la fe tradicional, en busca de María, Madre de Dios, intentando recordar, en un nuevo círculo de torpeza y dolor, a través de un lenguaje teatral de gran riqueza.
Como quería el autor: toda tragedia una vez llegada al escenario, es un puente de amor para avanzar con los anónimos espectadores hacia alguna clase de liberación:
El deber del hombre ante la vida es seguir adelante. La vida es para todo hombre una solitaria celda cuyos muros son espejos.
Es esta una representación muy dura en la que los protagonistas Mario Gas y Vicky Peña no conmueven en ningún momento, fieles al criterio del autor, que exigía unas composiciones contenidas, prolijas, muy lejanas de los furibundos melodramas de la época, procurando que el drama circular y morboso de sus personajes se mantuviera alejado de la angustia que sobrellevan. Los otros personajes pueden permitirse desahogos más espontáneos, al margen del pozo negro en que flota este matrimonio henchido de amor y resentimiento. Y los actores lo ejecutan admirablemente: Juan Díaz, el hijo enfermo (tan formidable en el papel principal de El hijoputa del sombrero), Mamen Camacho, la criada que anima la función en una escena cara a cara con su neurótica señora y Alberto Iglesias.
A pesar de los fallos y decepciones de la puesta en escena demasiado plana, monocorde, este Largo viaje merece la pena, y nunca mejor dicho, porque se trata de introducirse en un mundo triste, de derrotados apresados en sus angustias y nostalgias, que es, en definitiva, lo que el director de esta función deja muy claro en la escena final.
El largo viaje del día hacia la noche
Autor: Eugene O´Neill
Versión: Borja Ortiz de Gondra
Director: Juan José Afonso
Asistente del director: Laura Ortega
Intérpretes: Vicky Peña, Mario Gas, Juan Díaz, Alberto Iglesias, Mamen Camacho
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz
Iluminación: Juan Gómez Cornejo Sánchez
Vídeo: Eduardo Moreno
Lugar: Teatro Marquina
Fechas: Desde septiembre 2014