Claudio Magris o cómo repensar Europa

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

En 1935, cuando Europa ya había sido el escenario de la Gran Guerra y la Segunda todavía parecía improbable, demasiado lejana para poder hablar de ella, Husserl afirmaba: “Europa no es un sentido geográfico, no desde el punto de vista de los mapas, como si fuera posible delimitar el conjunto de los hombres que coexisten aquí territorialmente como humanidad europea”. Estas palabras, pronunciadas en una conferencia, concluían con la tajante defensa por parte de Husserl de una vida espiritual europea, pues, como él mismo afirmó en aquella situación: “es manifiesto que bajo el rótulo de Europa lo que está en juego es la unidad de una vida espiritual, de un hacer y de un crear: con todos los objetivos, intereses, preocupaciones y organizaciones”. Tras la guerra del ’14, tras la evidencia de la imposibilidad de una unidad europea y la realización de alianzas coyunturales como respuesta a un momentáneo y pasajero enemigo común, las palabras de Husserl expresan el deseo de una unidad, de una Europa, todavía por crear, basada en objetivos, intereses y preocupaciones comunes. La idea de una nueva Europa recorre paralela a la idea de una Weltliteratur, de una literatura universal: las dos se construyen en torno a la necesidad de una unión que, sin embargo, no borre las diferencias; la Europa de Vico como la de Husserl es una Europa hecha de naciones, de patrias y estados diferentes, pero unidas en un mismo espíritu. Aquella pluralidad que se debería esconder tras el sustantivo de literatura, es la misma que se debe esconder tras el rótulo de Europa, un rótulo que, como sostiene Magris en toda su obra, no debe borrar el concepto de frontera, sino que lo debe hacer propio. La frontera forma parte de la idea de Europa, forma parte de una Europa unida – no se entienda aquí, ninguna alusión a los distintos organismos políticos- donde la frontera representa ese punto de unión, ese limes que separa al tiempo que une, haciendo de su identificación un simple dato geográfico, pues en la dialéctica unión/separación la frontera resulta difícilmente trazable. La frontera que une las naciones es la misma que ha hecho que esta unión se verificara en circunstancias de hostilidad, que fuera el enfrentamiento a unir los diferentes estados; la interrelación continua entre las diferentes naciones se ha caracterizado por largos y frecuentes periodos de hostilidad y, sin embargo, a través de esta hostilidad, considera Kant, se han fomentado nuevas relaciones, se ha concretado la idea de una Europa de relaciones. Si, por un lado, Immanuel Kant sostenía que las guerras habían supuesto a lo largo de la historia un intento “de promover nuevas relaciones entre los Estados y, mediante la destrucción o cuando menos desmembración de todos ellos, configurar nuevos cuerpos políticos”, por el otro lado, ya en el siglo XX, Edmund Husserl considera que, pese a la hostilidad entre las naciones, “todas comparten, (…) un parentesco especialmente íntimo en el espíritu que discurre a través suyo, superando las diferencias nacionales”..

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La propuesta de Magris difiere de las palabras de Husserl en cuanto el comparatista italiano no propone una superación de las diferencias nacionales, sino la aceptación de las mismas, es decir, la tolerancia de dichas diferencias en cuanto conformadoras de la identidad de cada nación. Los estados europeos son, por tanto, el resultado, no solamente de la historia común, sino también de las diferencias que, aun distanciándolos, los acerca, dado que es a partir de dichas diferencias que los estados se desarrollan, siguen su trayectoria a lo largo de la historia. La historia, diría Magris, no ha terminado y, por tanto, el diálogo, la interrelación entre las naciones no ha llegado a su fin; si las fronteras geográficas no son nunca eternamente estables, tampoco lo son las fronteras del diálogo, que continúa más allá de los momentos de hostilidad o de paz. Kant veía en las guerras la posibilidad de establecer nuevas relaciones internacionales, de crear nuevas instituciones con el utópico fin de una paz perpetua; “la paz entre hombres que viven juntos”, afirmaba el filósofo, “no es un estado de naturaleza –status naturalis-“, pues “el estado de naturaleza es más bien la guerra”. La interrelación de los hombres y de sus países debía conducir a la creación de una foedus pacificus que garantizara una paz perpetua, es decir, una paz no temporal como la que aseguraban, y siguen asegurando, los tratados de paz. “Para los Estados”, concluye Kant en su tratado sobre la paz perpetua, “en sus mutuas relaciones, no hay, en razón, ninguna otra manera de salir de la situación anárquica, origen de continuas guerras, que sacrifircar, como hacen los individuos, su salvaje libertad sin freno y reducirse a públicas leyes coactivas, constituyendo así un Estado de naciones –civitas gentium”.

historiaLa respuesta ilustrada de Kant proponiendo la reducción de la “salvaje libertad sin freno” y la instauración de “leyes coercitivas” resulta insufiencte – así como social y politicamente discutible- si el camino hacia una unidad transnacional no es motivado por un cambio en las concepciones del otro, de lo ajeno y, por lo tanto, en un cambio en la aceptación de las diferencias, asumiéndolas como parte de la individualidad de cada ciudadano y de cada estado. En relación a ésto, Magris escribe que “a Europa le compete, culturalmente, el contenido de renovar la conciencia y la defensa del principio de valor”, es decir, Europa debe renovar, volver a hacer válida “esa exigencia de principios universales que constituyen, desde hace más de dos milenios, la esencia de su civilización”; los principios universales que Europa reclama necesitan del diálogo, convertido para Magris en sinónimo de tolerancia, así como la reconstrucción de una memoria común, que sin olvidar Auschwitz, convertido en el episodio estructurador de la historia y del devenir político-social y cultural del siglo XX, no pase por alto las otras atrocidades del siglo XX. La memoria propuesta por Magris puede definirse como una memoria no excluyente, no selectiva, pues, en el intento de unir los Estados, registra lo particular y lo colectivo, todo aquel pasado que, desde un ámbito puramente estatal o desde un ámbito transnacional, ha determinado el aquí y ahora de los diferentes Estados así como la interrelación entre ellos. “La memoria”, escribe Magris, “es el fundamento de toda identidad, individual y colectiva, que se basa en el conocimiento libre de sí mismos, incluidas las contradicciones y carencias propias y no en la represión de las mismas”, la memoria custodia la libertad, la hace posible así como evita su vulneración, pues es en la memoria de lo individual y de lo colectivo donde no solamente se conforman las identidades, sino que en ella el diálogo y, por tanto, el carácter tolerante del mismo se hacen posibles: en la asunción de una historia común escrita a partir de las diferencias como de semejanzas, el diálogo se convierte en un diálogo entre iguales haciendo posible la relación sinonímica entre tolerancia y diálogo. A partir de la tolerancia frente al otro, el diálogo se convierte en libre interrelación y no en imposición o subordinación; la sociedad de la memoria y del diálogo es una sociedad anónima, una sociedad que hace de las singularidades un “todo” y de este “todo” un anónimo, una sociedad de la igualdad y del nivelamiento basado en la responsabilidad del juicio individual. Frente a un ratio convertida en sede indiscutible de los valores y en la custodia de la eticidad, frente a una ciencia que bajo su propio nombre ha legitimado toda propia interpretación de la realidad excluyendo otras y obstaculizando toda posible crítica, Magris propone el concepto de laicidad, entendida como la continua confrontación de valores, credos y opiniones distintas. “El pensamiento laico significaba respeto a las ideas de los otros y de su libertad de expresarse”, recuerda Magris de aquella Europa de las luces, donde la razón todavía no se había cosificado y vuelta indiscutible, sino que todavía significaba la continua puesta en discusión y, por tanto, el pensamiento laico “significaba sobre todo la duda dirigida también a las propias certezas, la capacidad de no sentirse nunca portadores de una iluminación definitiva y de desmitificar tal pretensión”. Es necesario un regreso a la razón, pero no a la razón convertida en mito, sino a la razón crítica, a aquella que es puesta siempre en discusión, una razón basada en una crítica constante y, por tanto, una razón nueva, reelaborada a partir de los “extravíos”, en palabras de Husserl, de la Aufklärung. La razón reclamada por Husserl es la misma que reclama Magris, es una razón basada en la autocomprensión y en la aceptación universal, así como en una ciencia nueva, es decir, una ciencia distante de los métodos positivista y dirigida a ese espíritu universal que desde Vico ha sido reclamado. Sin embargo, la pregunta que se plantea es cómo revalidar aquella razón perdida y, sobre todo, qué papel juegan las naciones y sus literaturas en la construcción de esta ratio y, por lo tanto, en la construcción de este espíritu universal, de esta unión transnacional que desde Kant hasta Magris se sigue reclamando. Lo que está en juego, decía ya en 1935 Husserl, “es un espíritu nuevo, proveniente de la filosofía y de sus ciencias particulares, un espíritu de crítica libre y de estipulación normativa de tareas infinitas que permea de parte a parte la humanidad (…) cada una de estas naciones, precisamente por tender a sus propias tareas ideales en el espíritu de la infinitud, ofrece lo mejor de sí misma a las naciones con las que se ha unido”. La filosofía y sus ciencias se convierten en el baluarte en el cual construir el espíritu nuevo de las naciones, la literatura se convierte en la portavoz de este nuevo espíritu, la literatura como el relato de la interrelación entre Estados, de la aportación y de la mutua influencia; la literatura como sismógrafo registra y dirige el cambio, pues como había visto Goethe desde Weimar, es precisamente desde la literatura, desde la conceptualización de una Weltliteratur, que se hace posible hablar de Welt en su universalidad. Haciendo de la propuesta goethiana el primer paso hacia la construcción de este nuevo Welt, la obra de Magris se convierte en los pasos siguientes, en la consolidación de un Welt fronterizo, cruzado de fronteras móviles, que, al tiempo que delimitan, unen.

“El poeta”, afirma Magris, “es aquel que entona su palabra al ritmo de este espíritu poético universal, ensimismándose con él y siguiéndolo en su fluir, que lo conduce al secreto de todas las formas y de cualquier devenir, siguiéndolo a lejanos países desconocidos y a épocas remotas”. La pregunta sobre las fronteras, sobre la Weltliteratur y sobre la nueva razón universal se ha convertido en la pregunta sobre el poeta, sobre aquel que hace de su palabra la primera respuesta a las preguntas planteadas.

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