El Yo en la literatura contemporánea (IV)
Todo se debía a la actuación humana,
pero el efecto era a veces tan inmenso
que el hombre ya no se reconocía en él.
Ernst Jünger, El teniente Sturm
Por Francisco Arbós
En los últimos tiempos, la órbita del antiguo gigante soviético ha adquirido un inusitado protagonismo. La terrible crisis política que azota estos días Ucrania, y que la ha sumido en un lamentable estado de guerra –así caen los aviones–, ha abierto de par en par esa caja de Pandora en la que los ex integrantes del frente estalinista parecían haber aparcado la mayoría de sus históricas rencillas. Se han desempolvado odios ancestrales y conflictos étnicos y políticos cuya resolución resultaba a todas luces demasiado precaria. La Guerra de Chechencia, el conflicto de 2008 en Osetia del Sur, o la creación de la rocambolesca República de Transnistria –el estado fantasma de Europa–, han aparecido de nuevo en el recuerdo de quienes habíamos dado por zanjado el asunto del desmembramiento de la Unión Soviética. De alguna manera, intuimos que aquella histórica supeditación al primogénito ruso, heredero del Imperio de los zares y luego de la “dictadura del proletariado” –que de proletaria no tenía nada–, se ha transmutado en una suerte de reverencia condicionada por las circunstancias económicas. También culturales, por supuesto, pues no en vano el 60% de los habitantes de Crimea son rusófonos y se sienten mucho más cercanos a su hermano mayor que la civilización occidental. Sea como sea, la cuestión que nos planteamos hoy tiene, en realidad, muy poco que ver con la política y la economía y mucho con la filosofía del hombre. También, por supuesto, con la literatura.
No hay más que dos concepciones de la ética humana, y las dos son polos opuestos. Una de ellas es cristiana y humanitaria, declara sagrado al individuo y afirma que las reglas de la aritmética no deben aplicarse a las unidades humanas. La otra concepción arranca fundamentalmente del principio de que un fin colectivo justifica todos los medios, y no solamente permite sino incluso exige que el individuo esté absolutamente subordinado y sacrificado a la comunidad (la que puede disponer de él, ya como de una cobaya que sirve para un experimento, o como el cordero que se inmola en los sacrificios).
Con esta brutalidad se expresa Gletkin, uno de los tres personajes principales de la obra más célebre de Arthur Koestler (Budapest, 1905 – Londres, 1983), El cero y el infinito (1941; Debolsillo, 2011*), para resumir su propia versión histórica de una dicotomía, colectivismo vs. individualismo, que ha recobrado parte de su fuerza pretérita en el debate político contemporáneo. Mediante El cero y el infinito, ese judío “bajito y fortachón”** que había combatido desde diversos frentes la locura del nacionalsocialismo alemán nos ofrece, ahora, las miserias fraguadas en el otro extremo de la senda totalitarista. Y lo hace a través del camarada Nicolás Salmanovitch Rubachof, un antiguo colaborador de Lenin, héroe de la Revolución, ex comisario del pueblo y ex miembro del Comité Central del Partido, cuya suerte ha desembocado lastimosamente en una de esas cárceles provinciales donde solían pudrirse los supuestos traidores y los cabezas de turco. Lo que Koestler nos propone en esta novela es que asistamos como espectadores privilegiados a un colosal combate en forma de diálogo entre tres maneras distintas de interpretar la revolución comunista. La del anciano Rubachof, antiguo ideólogo del régimen cuya estampa solía aparecer junto al gran líder en sus fotos de familia; la de Gletkin, un antiguo subordinado del protagonista reconvertido en juez de instrucción cuyo impertérrito cinismo le evita la incomodidad de sentirse en deuda; y la de Ivanof, una especie de Neanderthal del régimen cuyo memoria ha olvidado a fuerza de palos cualquier pasado ajeno a la revolución. En ese combate, lo que parece claro desde el principio es que Rubachof lleva las de perder, que nada podrá evitar el triunfo virtual de esa nueva biopolítica que pretende el sometimiento del cuerpo al poder del Estado, su corrección y encauzamiento hacia unos ideales cada vez más “desballestados” y, tal vez precisamente por ello, dispuestos a ensuciarse las manos con la sangre de sus súbditos insurrectos. Muerte o sometimiento, esa parecía ser la nueva directriz.
Todos hemos oído hablar de las purgas estalinistas, aquellos oscuros procesos judiciales encargados por el Número Uno del Partido para reprimir cualquier atisbo de oposición, incluso de quienes habían levantado junto a él el edificio de la Gran Rusia Soviética. Todos hemos sabido –y algunos leído– las desventuras de quienes se atrevieron a atestiguar sus penalidades en aquellos centros de represión y aislamiento siberianos. El primer caso que nos vendría a la cabeza es el de Aleksandr Solzhenitsyn, ese capitán del ejército soviético detenido en el frente de la Prusia Oriental, durante la Segunda Guerra Mundial, por haber escrito una carta crítica con Stalin, y cuyo Archipileago Gulag (1973) se ha transformado, con el paso del tiempo, en un verdadero documento histórico. Pero, ¿hay algo relevante más allá de la mera comisión de genocidio? Es decir, ¿vale la pena rebuscar en sus entrañas cuando lo único que parece sensato es condenarla sin paliativos? En ocasiones la naturaleza de los hechos nos deslumbra con tal fuerza que apenas conseguimos vislumbrar lo que se encuentra en la recamara, allí donde se guardan los explosivos. Y es precisamente allí, en ese oscuro habitáculo, donde la razón humana puede llegar a convertir la tortura y el sometimiento de un semejante en un acto de justicia y libertad. Es allí donde la retórica cobra toda su fuerza destructora, donde las ideas son golpeadas a conciencia para forjar dispositivos de destrucción masiva, donde una proposición tan generalmente aceptada como “los males hay que arrancarlos de raíz” puede ser el origen de un exterminio amparado por la razón. «Querer suprimir la posibilidad del error, del azar, del absurdo y de factores irracionales inexplicables en el destino histórico ha llevado al sistema, pese a su rigurosa solidez intelectual interna, a apartarse de la realidad hasta verse totalmente impermeable a ella», escribió Mario Vargas Llosa en una ocasión sobre la deriva soviética.
El desarrollo de la trama de El cero y el infinito es intencionadamente previsible. El camarada Rubachof es impulsado a confesarse traidor –una traición que, por supuesto, él no comparte– mediante el sometimiento del cuerpo, la amenaza de la tortura. Sin embargo, lo que trasciende en este libro no es la historia, no son los hechos, sino las palabras de quienes los protagonizan. Como decía antes, se trata de un combate dialéctico brillante entre tres “generaciones” distintas de camaradas comunistas, en el cual por supuesto existe la posibilidad de tomar partido. Y, por extraño que parezca, la elección no resulta tan fácil como cabría pensar. Porque Rubachof no es un opositor en sentido estricto. No duda del sustrato filosófico sobre el cual se fundamentan las tesis del Partido, ni de la conveniencia de ponerlas en práctica con mano dura y sin contemplaciones, interpretando a su manera las “enseñanzas” de Maquiavelo****. Él mismo ha ordenado la liquidación de quienes amenazaban al bien colectivo, creyendo que la vida de un individuo solo tenía valor al servicio de la Historia, nunca al servicio de sí misma. Por ello, tampoco ha dudado en sacrificar a ciertas personas próximas cuando se trataba de escoger entre su vida y la de ellas, pues la suya, al encontrarse al servicio del Partido y de la Historia de manera permanente, siempre tenía mayor valor. Y si asomaba algo de conciencia en su interior, algún eco de ese “yo” que aprendió a eliminar en favor del “nosotros”, sabía reducirlo a una molesta bruma en su cabeza. Su oposición se limita a una cuestión de criterio en cuanto a la manera de “exportar” la Revolución.
Pero en 1937, año en que muy probablemente se desarrolla la trama, el Número Uno cree que para llevar a cabo la revolución mundial debe exterminarse primero el gran enemigo alemán, ese otro totalitarismo que amenaza la los cimientos del régimen soviético precisamente por parecérsele tanto. En dicho contexto, cualquiera que ose reclamar la exportación del modelo, aún cuando goce de gloria y crédito, ha de ser sometido o exterminado. Está en juego la infalibilidad del líder, la elevación de su criterio a la categoría de verdad absoluta, el poder de la razón como arma de conquista política. Y así es como el camarada Rubachof acaba confinado en una oscura celda a la espera de un juicio que no tiene opciones de ganar. Todo lo que puede hacer es salvar la vida mediante una retractación en público o morir en silencio.
Nosotros hemos llevado tan lejos la lógica, que para arreglar una simple divergencia de criterio no conocemos otro argumento que la muerte.
El cero y el infinito no acaba de ser una novela literaria. Es, tal vez, un ensayo novelado, a la manera de George Orwell o de Aldous Huxley. Sobre todo a la de Orwell, quien consideraba a Koestler una “figura excepcional de su tiempo” y que compartió con él una curiosa relación de amor y odio con el comunismo. Ambos sucumbieron al principio a sus encantos para acabar rechazándolo con firmeza al ver lo que hacía de él el estalinismo. El cero y el infinito es un ensayo político y filosófico de primerísimo orden que además tiene la virtud de no albergar pretensión literaria alguna: el lenguaje es vertical y sin florituras, y la trama avanza de manera lineal sin interrupciones innecesarias. Lo que queda al final de su lectura es un regusto amargo, la sensación de que nuestra identidad está supeditada a demasiado condicionamientos exteriores. Incluso a los que parecen, mediante la letra grande, adalides de una justicia universal. De nuevo se formulan en nuestras cabezas las preguntas de rigor. ¿Es realmente beneficioso para el bien común la aniquilación de las identidades individuales? ¿Qué estado puede construirse en base a la anonimidad? ¿Qué ser humano puede progresar cuando su identidad ha quedado reducida a un número? Podemos responder a todas estas preguntas con multitud de tópicos sobre la libertad, pero… ¿No formarán parte de otro montaje urdido por la “gubernamentalidad neoliberal” para someter nuestra identidad a otro régimen totalitario cuya denominación desconocemos? ¿Somos realmente más libres en esta democracia moderna que parece manejada por una mano invisible? Tal vez valga la pena olvidar estas preguntas de tan difícil resolución y adentrarse en la obra cumbre de Koestler para discutir con sus guardias custodios, los camaradas Gletkin, Rubachof e Ivanof. Ofrece una buena oportunidad de descubrir una pequeña parte de la inmensidad de matices que aguardan entre el cero y el infinito.
El nivel de vida del pueblo es inferior al que tenía antes de la Revolución; sus condiciones de trabajo son más duras, la disciplina es más inhumana, la jornada y exigencias peores que en las colonias donde se emplean culíes indígenas; hemos hecho llegar hasta los niños de doce años la pena capital; nuestras leyes sexuales son más mezquinas que las de Inglaterra; nuestro culto al Jefe, más bizantino que en las dictaduras reaccionarias (…) Hemos montado el más gigantesco aparato político, en el que los confidentes han venido a ser una institución nacional, y lo hemos dotado con el sistema más refinado y más científico de torturas mentales y físicas (…) La energía de esta generación (…) está completamente desangrada y ya no queda de ella más que un pingajo de carne de sacrificio que yace en su torpor”.
*Última edición, en libro de bolsillo. La última edición en rústica para librerías la sacó Destino en 1986. La traducción es la misma para ambas ediciones, de Eugenia Serrano Balanyà, en realidad la única existente y que hiciera para la primera edición de 1964. De ahí que los nombres de los personajes permanezcan en su versión castellanizada.
**Así lo define Mario Vargas Llosa en “Almas inflexibles, El cero y el infinito de Arthur Koestler”, artículo publicado en la revista Letras Libres en junio de 1999. A este artículo pertenece también la cita del cuarto párrafo.
***Gamal Abdl Nasser, el histórico presidente egipcio, confesó en un mitin ofrecido en 1953 que el entonces líder de los Hermanos Musulmanes, con quien se había reunido en secreto, le había pedido que obligara a las mujeres a llevar el velo. «¿Cómo quiere que obligue a diez millones de mujeres a llevar un velo?», se pavoneó de haberle respondido para alegría de un público entregado.
**** Todos ven lo que pareces, pocos tocan lo que eres, y esos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de los muchos, que tienen además la majestad del Estado de su parte. Y en las acciones de los hombres, y más aún en las de los príncipes, cuando no hay un tribunal al que recurrir, lo que cuentas es el fin. Trate, por tanto, un príncipe de vencer y conservar el Estado: los medios siempre serán juzgados honrosos y encomiados por todos, pues el vulgo siempre se deja llevar por la apariencia y el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo, careciendo los poco de sitio donde la mayoría tiene donde apoyarse.
Fragmento del capítulo XVIII de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo