Entrevista a Julio Espinosa
Por Carlos Alberto Gamissans López.
Habla pausado, como si en la próxima palabra que va a decir se concentraran todas las experiencias (vividas, leídas y escritas) que ha atesorado. Lo hace con la sabiduría propia de quien ha escudriñado a conciencia la obra de los maestros literarios de todos los tiempos. De improviso estalla en una risa que alcanza las mesas vecinas del bar donde tomamos café, y me da por pensar que estoy ante una de esas personas que parecen inmunes a la depresión, al que imaginas soportando situaciones que hundirían a cualquiera con su sonrisa amplia, sólida y contagiosa.
Julio Espinosa Guerra (Chile, 1974) no es solo poeta, aunque sus obras han ganado varios galardones como el Isabel de Portugal o el Villa de Cox. También es narrador y trabaja actualmente en su tercera novela. Además es crítico y editor de la revista de poesía Heterogénea, con la que pretende aupar nuevas voces de la literatura hispanoamericana. Por último (o quizá no), dirige e imparte clases desde hace siete años en la Escuela de Escritores de Zaragoza.
Llegó a España con 26 años y todavía se pregunta si es un extranjero, pues está convencido de que “vivimos en el plano ficticio del lenguaje”, patria común que conecta lo que en vano trata de separar el océano. ¿Y qué es lo que separa la palabra común de la literaria? ¿Por qué dedicarse a escribir pudiendo ir al centro comercial o ver la televisión? Responde convencido que la literatura “enriquece la realidad y le aporta matices mediante recursos como la metáfora, la reflexión y el simbolismo que la vida diaria no ofrece”.
El cosmos de todo escritor gira en torno a la búsqueda de un lenguaje propio. El principal reto es lograr que cada obra lo renueve, sin anquilosarlo: “El autor típico del siglo XX, que siempre escribe en el mismo tono y sobre los mismos lugares, ha muerto”. Julio pretende metamorfosearse en cada libro sin perder su esencia, tanto en poesía como en narrativa. Así, define su primera novela, El día que fue ayer, como “realista, influida por autores como Delibes o Marsé”; la segunda, La fría piel de agosto, publicada en Chile por Alfaguara, como “hiperrealista: los colores son más vívidos, las situaciones son más violentas, el sexo es más brutal, el dolor es más dolor”; la tercera, en cambio, se trata de “realismo mágico y contiene un mensaje más amable, sobre cómo podemos superar el pasado sin olvidarlo”. Con ella cerrará una trilogía acerca de la dictadura chilena, “cuya angustia ha marcado mi vida”. Para siguientes obras ya piensa en diferentes temas y perspectivas: parodia, distopía… “y a lo mejor un día termino escribiendo sobre vampiros”, añade mostrando irónicamente su dentadura.
Julio lleva trabajando en poesía y narrativa desde su primera juventud. De hecho, reconoce que “escribí dos novelas sin tener idea de cómo hacerlo”. Nunca llegaron a publicarse, pero “la narrativa requiere un largo aliento, pues el oficio y la experiencia vital cuentan mucho; hay que dejar que la obra decante”. La poesía es diferente, como demuestra que “los buenos narradores suelen serlo a partir de los cuarenta, mientras que los poetas ya lo son a los 20 o 25, alentados por la frescura de su juventud”.
Su obra poética no resulta menos ambiciosa ni camaleónica. En su penúltimo exponente, Sintaxis asfalto, predominan los poemas breves; en el último, La casa amarilla (2013, Pre-Textos) sublima su infancia y la destila con versos largos que define “casi como prosa poética, de esencia verdadera sin importar cuán ficticios sean los hechos”. Entiende la poesía como “búsqueda pura del lenguaje”, aunque ello implique un alejamiento del lector, y aconseja “sospechar del poeta best seller”.
“Desde Homero ya está todo escrito”, asegura el autor chileno, de modo que el ideal del autor debe ser la construcción de un lenguaje que sostenga la obra más allá de los sucesos narrados: “Lo extraordinario es mantener la atención sin que en apariencia ocurra nada”, si bien admite que “el argumento es mucho más importante en un cuento que en una novela”. Se considera un escritor “intuitivo”, que encuentra “placer en la corrección, aunque implique entrar a machete en una selva y mostrarse cruel con uno mismo”. El objetivo es que la obra parezca inspirada y que “el lector no sé dé cuenta del artificio, pues entonces ya no es tan bueno”.
Julio no deja que la conversación devenga en un tono doctrinal, pero reconoce que “le gusta enseñar” y que en sus clases en la Escuela de Escritores no se guarda nada: “Ojalá surjan alumnos mucho mejores que yo”. Ahora está satisfecho del nuevo itinerario de novela, un curso que dura tres años dirigido a quien desea dedicarse de lleno a la escritura: “Vivimos una época en que la gente hace cualquier cosa menos persistir”. Para ser novelista no queda otro remedio, “aunque hay algo inefable que no se puede enseñar: el lenguaje que cada uno guarda dentro de sí”.