Nosebundo inducido por substancias
Por Ana March.
Sin prejuicios la conciencia nunca se subordinaría al acto. Para actuar, para llevar a cabo hasta la más simple de las actividades, es necesario contar con unos niveles mínimos de insensatez. Cuando opera la clarividencia y cada hecho se descompone en un sinfín de impulsos medibles y razonables, cuando cada detalle se convierte en un millar de estímulos y cálculos, es imposible concretar nada, pues hasta el acto más insignificante contiene la totalidad de los actos -todas las posibilidades-, y puede conducirnos a una mirada fractal, a un bucle analítico de cuyas fauces es imposible salir sin el auxilio de algún prejuicio, sin algo de inconsciencia. Quizás por eso a los casos extremos, a quienes han perseverado en la clarividencia, les ha sido reservado el exilio de la locura.
Escribía Cioran al respecto que no se abusa sin riesgo de la facultad de dudar. Pero ¿qué es lo que pasa cuando la conciencia abusa del análisis, y qué cuando se pierde todo sentido de la dosificación y la proporción de lo que es o no real? ¿Qué clase de prejuicios e insensateces atizarán al razonamiento para instigarlo a doblegarse, bajarlo al mundo y conducirlo al acto? La ópera prima del gaditano Raúl Sánchez, Nosebundo inducido por substancias (Ediciones Paralelo, 2014) desanda ese cenagal en el que se mezclan la lucidez y la locura para hacernos testigos de la experiencia rigurosamente intensa de una enfermedad mental. De la asfixiante experiencia de alguien que, inducido por substancias, emprende un trance definitivo que le impide regresar de las cosmogonías del simbolismo, alguien para quien el detalle más insignificante, el vuelo de un mosquito, el chirrido de una puerta, desemboca en una pesadilla, en una lucha sincrética donde el sentido juega sus cartas a vida o muerte. Alguien que arde sin que medie otra posibilidad.
Nosebundo, Carlos y Alpavese, dialécticos activos y virulentos, son las caras poliédricas del personaje principal, tres alegorías de una misma irritación, de un mismo espíritu combativo, bajo las cuales un joven transita y nos presenta el intervalo racional que lo separa del mundo. Pero el mundo, vemos, a veces se desdibuja y se escurre bajo sus pies para luego reinventarse deformado. Sólo el silencio, único código que delimita sus divagaciones, persiste, atrapándolo en un letargo metafísico y espasmódico que somete su cuerpo a la resignación de la muerte y al exilio definitivo de la locura, hasta que la escritura acota este viaje interminable por la imaginación, y tiende un puente por medio del cual sobrevivirse.
Nosebundo inducido por substancias es un relato a cámara lenta de una herida, la de alguien que no se resigna al mundo, a su barullo y confusión, a sus grandes dosis de mediocridad y dolor, pero que antepone al desorden que el mundo representa la coherencia de sus fracasos y derrotas. Como si la cordura tuviese que ser entregada en sacrificio, la ofrenda que expugna la culpa de no adecuarse, algo a lo que renunciar por explorar más allá de las capas superficiales, y descubrir el resplandor del diletantismo de la propia humanidad, primero en quienes le han engendrado, un padre y una madre torpes emocionalmente. Y luego en el mundo. Una conspiración monumental que trabaja para restituir al joven a las filas de los convencionalismos y la servidumbre. Entonces la culpa, el remordimiento, la destrucción del Ser que aparecen para el protagonista como única salida a la claridad, a la clarividencia, al dolor de ver.
El espesor del fracaso puede medirse con el conocimiento en materia de dolores que le aporta su experiencia, y que el autor sabe transmitirnos de manera diestra y asfixiante, con una voz original y desnaturalizada de toda retórica, con un ritmo taquicárdico que pone a prueba nuestros reflejos. Así, vemos que para Carlos no hay opción de postrarse a la insensatez del mundo para refugiarse, quizás por eso su vida se convierte en un continuo deslizarse hacia su propia ausencia y estulticia, intimidado por la sombra monumental de sus divagaciones, prefiere las delicias de la letargia y las pastillas que le extinguen el impulso de precipitarse hacia el Ser. Es eso o la poesía. Es eso, o el arte como terrorismo, como modo de resistencia, el único lugar donde entregarse a la esperanza. Y allí el autor, fracturando el ya fracturado relato intimista que nos proponía, nos presenta el discurrir de un grupo de amigos en los callejones de una ciudad dormitorio, diálogos fecundados por el estricto rigor del parque y la litrona, donde el rasgo común es el ardor insatisfecho, la inaprensible transfiguración del hambre de vida como resorte de la rebeldía. El hachís, el ácido lisérgico y el misterioso impulso de la trascendencia ahorman el discurrir de este grupo de jóvenes de realidad marginal, que busca la manera de llevar a cabo acciones terroristas utilizando como artefacto explosivo un poema.
En definitiva, Raúl Sánchez hace su aparición en la escena literaria con un artilugio poliédrico de sólido engranaje y precario equilibrio, estrambótico, que hace mutar el virus de la prosa y logra sobrevivir a sus propios excesos. Desistiendo de la extravagancia de contar una historia, nos cuenta cientos, engarzando múltiples fracturas para componer una pieza única y original que se aleja de los conformismos imperantes. Un objeto literario no terrestre, que posee gravedad propia, y se adapta al delirio y al humor en estado puro, pero también a la desesperación y la tristeza. Una zona autónoma no apta para radicales de la mediocridad.
Información del libro:
Nosebundo inducido por substancias. Autor: Raúl Sánchez. Editorial: Ediciones Paralelo. 319 págs. Año 2014. Precio: 10,00€