Por Ignacio G. Barbero.

0,,17262545_303,00Todo trabajo asalariado consiste en llevar a cabo una labor a cambio de una compensación económica. El trabajador vende un talento propio, una parte de su ser, durante el tiempo que ha de dedicar a su asignada tarea. El ejercicio de la prostitución sigue exactamente este mismo esquema: la trabajadora suministra un servicio y solicita por él una cantidad de dinero determinada. Ese servicio es «prestado» por una dimensión particular de su persona, su capacidad sexual, a lo largo de un período temporal limitado.

A pesar de esta plena similitud, la profesión «más antigua del mundo» es denostada y reprobada sin cesar. Buena muestra de ello es el frecuente uso de palabras o expresiones intencionadamente hirientes y difamatorias que incluyen una referencia explícita y peyorativa a esa condición laboral: “Hijo/a de puta”, “eres una puta”, «me cago en tu puta madre», etc. Sorprende enormemente esta manera de dirigirse a otra persona, pues no hay nada censurable en ser una puta; no es diferente, en esencia, de ser una profesora, un escritor, un médico o una delineante proyectista. Sin embaro, esta igualdad laboral no es reconocida, como solemos ver, oír y expresar. El reconocimiento implícito de la desigualdad, por el contrario, es vehemente y rotundo; y puede ser sintetizado en dos tesis principales.

En primer lugar, se defiende que hay marcadas distinciones entre la prostitución y el resto de trabajos, ya que en algunas ocasiones, debido a explotadores sin escrúpulos, las putas no ejercen libremente su profesión y viven completamente sometidas. La llamada “trata de blancas”, por la que todos nos echamos las manos a la cabeza, es el ejemplo paradigmático de este argumento.

En segundo lugar, se afirma que, en el fondo, ninguna mujer quiere prostituirse. La mayoría de las prostitutas ejercen su profesión por necesidad extrema, porque no les queda otra salida y necesitan dinero, pero no por “gusto” o porque les apetezca dedicarse a ello.

La primera tesis expone a las claras un prejuicio, en mi opinión, muy común: que la explotación en el trabajo es algo propio de algunas profesiones y no de otras. Eso no se ajusta a la realidad, porque hay explotación en toda labor profesional como tal; en mayor o menor medida, con mayor o menor intensidad, más o menos evidente, pero desde que vendemos nuestra fuerza de trabajo a otro/a que nos dice lo que tenemos que hacer, sea un jefe o un chulo, estamos siendo enajenados. Por ello, si menospreciamos la prostitución porque puede darse -y se da en ocasiones- un severo y condenable abuso hacia las trabajadoras que la practican, hemos de menospreciar el resto de profesiones, sean estas cuales sean, porque puede darse en ellas -y se da- lo mismo.

La segunda objeción parte de la idea de que una persona es una puta, en la mayoría de los casos, porque no puede hacer otra cosa y su estado económico precario la ha obligado a emplearse como tal. Sería interesante analizar en qué medida uno trabaja por amor al arte y no lo hace para ganar dinero y, al fin y al cabo, sobrevivir. Trabajar por necesidad es lo que hacemos (o intentamos hacer) todos los mortales. Por la necesidad de comer. A veces nos gusta lo que hacemos por dinero y a veces no (eso depende de cada uno/a), pero no se puede argumentar con validez que ejercer determinadas profesiones es mejor, en esencia -salario aparte-, que ejercer otras. O todo trabajo es defendible o toda labor es denostable. Establecer una jerarquía laboral no tiene ningún apoyo racional justificable.

Si profundizamos en el origen de estos prejuicios, discriminaciones y clasificaciones, hallamos un núcleo moral social y culturalmente asumido que promueve la expulsión de la prostitución del ámbito del trabajo legítimo y de las «calles». Núcleo que se manifiesta en dos reacciones ante la realidad de las putas diferentes pero complementarias: la culpabilización y la victimización.

Con la culpabilización manifestamos que vender la capacidad sexual, y hacerlo sin remilgos, no es bueno ni loable. Quien lo haga desacata lo que “debe ser” una mujer civilizada y, por tanto, no está dedicando su vida a ejercer una profesión de verdad. Esa mujer queda, por tanto, estigmatizada a los ojos de los miembros de la sociedad en la que vive y trabaja.

Con la victimización tratamos a la prostituta como un“ser humano desvalido” al que hay que rescatar; ella tiene que ganarse la vida de esa manera porque no puede hacer otra cosa, pero en realidad no quiere. Hemos de sacarla de ese infierno; nosotros sabemos bien qué es lo mejor para ella.

Esta doble presión patriarcal y machista desposee a la puta del control pleno de su cuerpo y de la libertad para hacer con él lo que le parezca oportuno. La masa social y la ley son las que acaban decidiendo, en consecuencia, qué uso debe hacer toda mujer de su vida corporal y sexual, perdiendo ella toda autonomía en ese ámbito. Y es esta enajenación, esta represión, la que reproducimos diariamente cuando desconsideramos a las prostitutas haciendo comentarios despectivos sobre su condición laboral o usando su nombre peyorativamente para descalificar a otra persona.

La prostitución es un trabajo tan válido y respetable como cualquier otro. No lo olvidemos la próxima vez que cruce nuestra mente la palabra «puta», no lo olvidemos nunca.