Llenar el vacío (2012), de Rama Burshtein
Por Miguel Martín Maestro.
La cinematografía israelí aporta cada año una media docena de películas a nuestras pantallas, con una estética y cadencia reconocibles, y muy unidas a la realidad social y política del país. Los tiempos de Amos Gitai han pasado y ahora nos encontramos con otra generación, la de Ari Folman, Eitan Fox, Eran Riklis, Aharon Keshales, Guy Davidi… unos con la ficción y otros con el documental, unos con el drama palestino como telón de fondo y otros con la convivencia entre laicismo e integrismo religioso, unos con el drama y otros con la comedia buenista para reflejar una situación angustiosa en Gaza, pero con toques de humor.
La intérprete de esta película, que se estrenó recientemente, ganó la copa Volpi en Venecia en el año 2012. Otro claro síntoma del esclerótico mercado audiovisual español. Y no es que la película contenga un catálogo de excelencias tales que su no visión suponga un hueco irrellenable en nuestra cultura cinematográfica, pero lo cierto es que, como toda esa pléyade de acontecimientos deportivos que se televisan continuamente, qué menos que aquellas películas premiadas en los cuatro grandes (no hablemos ya de Locarno, Rotterdam, Toronto) tuvieran distribución en pantallas y esta distribución fuera rápida, porque ¿qué lleva a estrenar esta película ahora?
Esta cinta no implica un choque entre culturas, sino un choque entre historia y espectador, ambientada completamente en el seno de la comunidad religiosa más tradicional de Tel Aviv, uno siente que el tiempo se ha detenido, como aquellos amish de la película de Peter Weir, o la comunidad retratada por Carlos Reygadas en su momento, asistimos a unos meses de choque emocional contenido en el seno de una familia en la que el nacimiento del primer nieto supone la muerte de la hija que lo ha concebido. Hadas Yaron interpreta a Shira, la más joven de las hermanas de la muerta, destinada a casarse con un joven de su edad en un matrimonio concertado. En la familia conviven el padre, rabino de la comunidad, la madre, que lucha contra la soledad que puede provocar el matrimonio de su hija más joven y un nuevo matrimonio de su yerno con una viuda belga buscada como sustituta de Esther, la hermana muerta en el parto, las tías, y todo ello, prácticamente, en el interior de las paredes de la casa familiar, inmersas en el calendario permanente de ceremonias religiosas y con una clara segregación por sexos entre hombres y mujeres, tanto en casa como en la sinagoga.
El retrato de esa sociedad, que parece vivir por y para la vida religiosa, choca frontalmente con cualquier atisbo de libertad. No queriendo, Shira afrontará el reto de convencer a su cuñado para que se case con ella y, de esa manera, hija y nieto permanecerán en el hogar familiar. No hay espacio para la alegría ni para la risa, la vida se transforma en sufrimiento y sacrificio, obviamente querido y deseado, pero visto desde fuera, el reto es inasumible. Todos los que intervienen carecen de libertad para dirigir su vida, todo se mueve alrededor de la Torá y sus intérpretes, es un mundo cerrado impermeable en el que el mayor anhelo de la mujer es poderse tapar el pelo, sinónimo de haberse casado, o incluso, llegada una edad que se considera inapropiada para la soltería, tapárselo igualmente para que cesen las preguntas incómodas. “Ojalá seas la siguiente” es la frase que se dirige a la hermana soltera en todas las ceremonias.
Relato íntimo, pausado y cadencioso, primeros planos y planos cortos en espacios con luz matizada, semipenumbra para reflejar esos estados de ánimo lánguidos y aparentemente aburridos. Esperas atormentadas y un sinfín de frustraciones, tanto de ellas como de ellos. La cámara se muestra absolutamente objetiva y neutral, no hay juicios, ni buenos ni malos, ni dirigismo en el relato. No se sabe si es una loa a esta forma de vida o una crítica, y eso es un buen mensaje, no se advierten las costuras maniqueas, aun cuando para mí resulta insoportable enfrentarse a esa vida y mucho más ser partícipe de la misma. Una banda sonora acertada al mezclar tradición y modernidad pone el contrapunto a una historia delicada y trascendente en cuanto marca la vida y el futuro de mucha gente a su alrededor, sin estridencias. Un fundamentalismo religioso, que como casi todos, anula al individuo, lo aísla y lo convierte en uno más dentro del grupo con un papel predeterminado.