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Amarás al famoso sobre todas las cosas

Por Miguel Abollado. Hace un par de semanas leí un artículo escrito por Andreu Buenafuente en la revista Interviú titulado Famoso anda suelto. En dicho artículo, el conocido presentador cuenta las situaciones a las que se debe enfrentar en el día a día por el simple hecho de ser famoso. Con serenidad, con cierta amargura, y también, creo, con bastante humildad, nos cuenta el acoso insoportable e inadmisible (esto lo digo yo, extrayendo conclusiones) al que es sometido por todo tipo de gente en cualquier situación o lugar. Sal en una foto, fírmame un autógrafo, escucha mis alabanzas, o mis gritos, acepta un regalo, hazme otro a mí, recomiéndame, saluda, venga, anda, otra foto más.
El artículo resulta desolador. No me parece que este señor tenga que pagar a nadie el precio de su fama. Él es famoso porque es un muy buen comunicador, y gracias a eso, y a currárselo durante muchos años, primero en la televisión catalana, después en Antena3 y La Sexta, ahora es uno de los rostros más reconocibles y admirados de este país. Y yo me pregunto, ¿eso nos da derecho a poder acosarle y no dejarle vivir? Creo que no. Él no es más que tú o que yo. No quiere serlo. Él hace lo que le gusta, y él no busca ser conocido, ser famoso, pero, por su profesión, y por su trayectoria, eso ha resultado inevitable. Si en lugar del mundo del espectáculo le hubiera gustado la arqueología, no habría tenido que escribir el citado artículo, porque nadie sabría quién es Andreu Buenafuente.

Al igual, supongo, que todo el mundo, a lo largo de los años me he cruzado unas cuantas veces con gente conocida. Por casualidad, porque los veo por la calle, o en un avión, porque son amigos de amigos míos, porque se sientan a mi lado en el cine o en el teatro. He vivido en la Cava Baja durante cuatro años, y algunos dias, cuando bajaba a comprar el pan, eso parecía una película de cine español. Pero nunca se me ha ocurrido pararles para darles el coñazo. Porque no nos engañemos, eso es lo que hacemos, dar el coñazo. Ni más ni menos. Siempre me he dicho que seguiría así de correcto hasta que me un día me cruzara con Sabina, o con Maribel. Pero la Verdú se me sentó una vez justo delante mío, en los cines Renoir, y no me atreví a decirle ni media. También, digo yo, ¿y qué coño le iba a decir? ¿que la admiro, que la quiero, que la deseo? Consideré esa opción, claro, aunque al final me conformé con observarla disimuladamente cada vez que la pantalla se encendía e iluminaba su preciosa cara con flashes intermitentes.

También me crucé una vez con Sabina hace algunos meses, y me quedé tan flipado que no me atreví ni a acercarme. Claro que un tiempo después, una buena amiga mía que lo conoce bien me contó lo que le pasó una vez que quedó con él. Fue a buscarlo a su casa (Sabina vive muy cerca de Sol), y al salir a la calle, no pudieron ni andar cien metros por la acera. A la tercera vez que alguien lo llamó maestro y le paró para pedirle una foto, le sugirió a mi amiga que mejor cogieran un taxi. Una vez dentro, ella le preguntó si eso era normal, y él asintió, supongo que con cara de pocos amigos.

Y bueno, tras escucharla me alegré de no haberle dicho nada.

Os contaré otra anécdota. Una vez me invitaron a un concierto en el Teatro Real. Mi amigo Javi trabaja en la radio, y de vez en cuando se estira y nos invita a algún conciertillo. Esta vez tocaban Los Secretos, y les habían invitado a él y a Mar (su compañera de programa) a presentar el evento. No es que me entusiasmen Los Secretos, pero tampoco tenía muchos planes, y sabía que luego iba a haber sarao en la planta de arriba, así que unos canapés y algunas birritas ya caerían. Eso era mejor que quedarse en casa viendo Informe Semanal. Pues bien, antes de empezar el concierto, estuve en el hall de entrada hablando con ellos (con Javi y Mar, no con Los Secretos), y se acercó una chica morena del brazo de un tipo extraño a saludarlos. Vaya, pienso, cómo se parece esta chica a AmaralPero no puede ser, continúo divagando, porque el otro tiene pinta de ser su novio, y su novio es Juan Aguirre, claro (el guitarrista de Amaral), y ese no es Juan Aguirre. Purita matemática, vamos. Cuando se me acerca Mar, le comento, entre risas, que si ha visto cómo se parece… (la señalo con la cabeza) a la cantante esa… (se me olvida el nombre). Ella se empieza a reír, y me contesta, claro que se parece, hombre, porque es Amaral. Hostias, si ya lo decía yo. A continuación, riéndose cada vez más me pregunta: ¿Puedo contar esto en mi programa? Cuenta, cuenta, si total no me voy a enterar.
Pues bien, después del concierto, tal y como imaginaba y ansiaba (porque fue largo y tedioso), nos invitaron a los salones de arriba a ponernos hasta arriba de cerveza. También había canapes, creo, y otras bebidas raras que no eran cerveza. Allí estaban los famosos Secretos, alguna otra gente de la farándula, y mucha niña mona, pero ninguna sola. También, y para rematar, algunos acopladillos con cara de muertos de hambre echando el ojo sin ningún disimulo a las bandejas de comida. Me refiero, entre otros, a mí, y a alguna que otra amiga de Mar que conocí aquella noche, y que curiosamente también se parecía a Amaral.

Charlamos, nos reímos un poco, bebemos cerveza, señalamos a los flipadillos de la vida, hacemos el payaso. En fin, lo de siempre en estos casos. Entonces me dice Javi, anda ven, que te presento a Amaral. ¡Coño! Vamos allá. Le doy dos besos, hola soy Miguel, yo soy Eva, cómo tu por aquí, pues ya ves, ¿y tú? pues qué te voy a contar. Como la vi de buen rollito, no se me ocurrió otra cosa que contarle lo del hall de entrada. Por supuesto se empezó a descojonar de la risa. No sé, me cayó bien, y me pareció sencilla, simpática, guapísima. Sin quitarle el ojo al novio (¿o era él a mí?), (definitivamente se confirma que Juan Aguirre no es su novio), continuamos un rato hablando de cualquier cosa. Todo iba de perlas, hasta que llegó la primera fan a pedirle una foto. Tras la primera, llegó la segunda, el tercero, el cuarto…

Después ya no volvimos a hablar. Bueno sí, nos cruzamos en un salón de baile, yo volvía del baño, y ella iba. Me preguntó dónde estaba (el baño, no yo), le respondí, me sonrió, me guiñó el ojo, y siguió su camino.

Lejos de mi intención está el ponerme de ejemplo, no creo que yo pueda ser ejemplo de nada (de hecho estuve a puntito de regalarle uno de mis libros a Amaral), pero creo que tendríamos que ponernos en la piel de toda esta gente antes de entrarles de frente, así, sin miramientos ni respeto alguno. Evidentemente habrá muchos que les gustará; gente  menos mediática, o viejas glorias de algo, que sin desearlo están ahora anclados en el olvido, y lo mismo hasta agradecen un poco de atención. Pero yo estoy hablando de gente que no puede salir a la calle. Que es gente normal y corriente, como tú y como yo, y que les gustaría salir a pasear, o a cenar a un restaurante, sin que un desconocido le salude, o le acose, o le pida una foto, o mucho menos le pida favores. Porque no olvidemos que son personas a las que no conocemos, y por supuesto ellos a nosotros tampoco.

Dos semanas después de que mi amiga me contara su particular paseo con Sabina, me lo volví a encontrar. Esta vez estaba comiendo con cinco o seis amigos y su mujer en la terraza de un restaurante muy conocido cerca de mi casa. Parecían contentos. Yo también lo estaría si fuera a comer allí, pensé. Pasé a un metro de su lado, lo miré de reojo, sin inmutarme, me acordé de tantos momentos que me ha regalado desde que alguien me habló de él cuando tenía catorce años, pero también me acordé de la historia que me contó mi amiga, y seguí mi camino.

Este hacerse mayor sin delicadeza.
Será eso.

Pero nos volveremos a ver las caras.

 

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