ärtico (2014), de Gabriel Velázquez
Por Miguel Martín Maestro.
A Velázquez le gusta el frío, y el agua, el frío de sus personajes doloridos y angustiados, el agua de sus personajes que se escurren de la vida como líquido. Ärtico parecería una ampliación de la historia de Iceberg, su anterior película, ambientes, personajes, localizaciones golpean la memoria como si se tratara del mismo momento, de las mismas vidas, y aunque sabemos que no es así, la evocación del recuerdo nos remonta a aquella adolescente y aquella pareja de chicos refugiados en una caseta a orillas del Tormes, Salamanca como paisaje al fondo, paisaje con figuras, errantes en este caso.
Cuatro adolescentes en pleno tránsito a esa edad en la que te toca tomar esas decisiones que van a marcar tu vida, una quinta que sólo merece un par de apariciones puntuales para ser objeto de desprecio y enmarcar lo que va a ser una vida acabada antes de empezar por ser madre a los 16 años. Lucía, Simón, Debi y Jota son los cuatro perdedores destinados a incrementar las estadísticas de la pobreza en el primer mundo, sin estudios, sin trabajo, sin recursos, viviendo a salto de mata y desconociendo que, cada vez que apuntan con sus carabinas, en realidad, se están disparando al pie.
En la primera parte de la película asistimos a la presentación de cada uno de ellos, como personajes de una obra de teatro que van asomando a escena uno a uno, que se enfrentan al público para ser rápidamente identificados, mirada a cámara, desolación en sus ojos, ninguna esperanza por delante, su nombre y un rótulo con una frase que les define, Simón para el que “tener un hijo a los 16 me arruinó la vida”, Lucía a quien “ni mi madre vino a verme a la cárcel”, Debi “estoy sola pero me voy a comer el mundo” y Jota “sin familia no eres nadie”.
La rabia consume su existencia, su impotencia para abandonar la marginalidad les introduce en una espiral de difícil abandono, ellos a costa de la propiedad ajena van parcheando y consiguiendo algún ingreso, ya sea asaltando un palomar, robando una piara de cerdos, o un grupo de caballos, cooperando con delincuentes de estampa más bien siniestra y peligrosa, ellas trapicheando con cocaína, usando los carritos de los bebés que cuidan por horas para hacer los pases de la sustancia. Jota vive solo en una cabaña al lado del río, y echa de menos a su familia, Simón tiene casa pero necesita huir de ella, obligado a compartir vida con una compañera a la que no quiere, sin independencia económica y sujeto al despotismo paterno, Lucía y Debi en alguna institución de acogida, sin salida y mucho menos cuando Debi queda embarazada, en definitiva, solas y sin apoyo.
Y el frío, en la historia pasan los meses, pero lo único que sentimos es el frío, un frío que equivale al desamparo de los personajes, incrementado por esa fragilidad que les proporciona su edad, pero que al mismo tiempo nos aleja de la compasión porque ya no son niños. La naturaleza se transforma, para ellos, en refugio y supervivencia, pero no estamos en un Walden ni en una Arcadia, todos ellos anhelan abandonar esa vida, pero desconocen cómo.
La muerte ronda su existencia, se sienten condenados antes de comenzar a madurar, en ese ambiente no se engañan, quieren escapar pero notan cómo cada vez se hunden más y más. La naturaleza y su reflejo en imágenes se torna más preciosista cuanto más desentonan los personajes y más se deslizan pendiente abajo, del mismo modo que se escala a la cubierta de la catedral de Salamanca, para alcanzar la cima pero no sentirse parte de ella, la naturaleza revela su grandeza y hace cada vez más pequeños a sus habitantes. Caen hojas y caen copos de nieve, esa caída del ánimo, de la esperanza, la desolación que se transforma en depresión femenina y en violencia masculina, machos encelados incapaces de aceptar una derrota o una contrariedad, hembras sometidas a la voluntad inflexible de quien se cree el dueño de su destino.
La crudeza del final sienta como un puñetazo en el estómago, duro y cortante, nadar para ahogarse en la orilla, como los desgarradores gritos de Debi en la soledad de la ribera, un paisaje idílico para un suceso estremecedor, Velázquez asume el origen de Iceberg para conseguir una variación perfeccionada en Ärtico, si los icebergs dejan ver una pequeña parte de su masa, Ärtico se transforma en una llanura helada, la de la dehesa salmantina y zamorana donde se ha rodado la película, con ese golpeteo sincopado de la mano sobre la madera que, como un ritmo inexorable, marca el propio ritmo de los protagonistas, un ritmo que crece como crece la velocidad de hámster en la rueda de su jaula, el ritmo crece y crece hasta que el corazón revienta.
Una pequeña película muestra de la brutal vitalidad del nuevo, o joven, o arriesgado, cada uno que use la etiqueta que prefiera, cine español, ese que apenas se ve, apenas se compra y que apenas puede subsistir más allá de la indomable voluntad de sus creadores necesitados de contar sus historias sin cartas marcadas, sin sentimentalismos de telenovela o sin guiños y gracietas para el público cómodo, creadores como Velázquez, que asumen el riesgo de que el espectador se sienta desamparado, sin armas para defenderse, desprovisto de argumentos para enfrentarse a tanto dolor y a tanto desarraigo emocional. “C’est la vie mes amis”, y nadie dijo que fuera fácil vivir, ni morir.