Es que soy de ciencias
Cuando echo la vista atrás -hace ya unos cuantos planes y leyes de educación- y recuerdo mi etapa en el instituto, siempre me viene a la mente aquella división brutal a la que parecía que la vida se resumía: matemáticas y lengua castellana.
Aquellas dos asignaturas eran los dos soles sobre los que el resto de asignaturas orbitaban. Incluso materias díscolas, como era el caso de dibujo artístico, educación física o música tenían algo que ver con aquellas dos madres del conocimiento en las que se entroncaban todas las enseñanzas que recibíamos.
Justamente de aquella división frontal nació una rivalidad sin precedentes, que se extendía más allá de lo puramente académico, para convertirse en algo social y que era capaz de determinar amistades y grupos de influencia. Ciencias y letras.
Esa rivalidad absurda nunca quiso entender aquel dicho con base científica de “los polos opuestos se atraen”. Nunca quiso aplicar el concepto de “transversalidad” que ahora está tan de moda. Porque quizá era dar a entender que todo está tan interconectado que alguien que busca aprender nunca dejará de estudiar. Nunca, ni con 90 años. Y eso sería un mazazo moral para tantos niños, que los psicólogos se echarían encima. O quizá era todo lo contrario: terminar de estudiar cuanto antes, ponerse a trabajar y dejar de tratar de aprender y dejarse llevar hacia el dogmatismo.
Políticas de analfabetización aparte, si algo me sorprende en mi vida universitaria -además de que no haya fiestas a la americana ni ceremonias de graduación con discursos grandilocuentes con lanzamiento de birretes al aire incluidos-, es el nulo interés por escribir correctamente. Si bien en una carrera de humanidades o ciencias sociales, tanto profesores como guías de aprendizaje enfatizan en la necesidad de cuidar la expresión oral y escrita y respetar sus normas, en las carreras científicas todo eso es ignorado y casi menospreciado.
Se comete el error de pensar que un alumno de arquitectura, ingeniería o física no tiene por qué saber escribir si es capaz de razonar un problema complejo, con la intervención de decenas de fórmulas, conceptos matemáticos y geométricos y expresando las unidades según rige el Sistema Internacional de Unidades. Lo que no piensan es que, una vez resuelto, ensayado y comprendido el problema y hallada la solución, ese mismo individuo debe realizar un informe, un proyecto o una presentación para que el mundo entero (no solo sus compañeros de titulación) sea capaz de comprender, a grandes rasgos y de manera funcional, el significado y las posibles aplicaciones de sus descubrimientos.
Es por eso que, aun siendo mi cuarto año de carrera, me siguen sangrando los ojos cada vez que veo una falta de ortografía en un proyector, unos apuntes e incluso en un examen. Mi mente enferma y trastornada quiere alzar la voz, corregir el error sobre el enunciado de examen o enviar una sugerencia al correo electrónico del profesor. Sin embargo, la respuesta se basará en excusas del estilo: “se me pasó al transcribir al ordenador”, “las tildes en mayúsculas es una norma reciente y llevo 30 años dando clases en esta escuela” o “no es un error grave, es solo una tilde”.
A veces pienso que aquellos polvos trajeron estos lodos, y que puede ser que aquella rivalidad de antaño siga activando un resorte dentro de los profesores de estas carreras, que les haga no dar la mínima importancia a algo tan vital para cualquier persona como es expresarse de forma correcta en su idioma, tanto de manera oral como escrita.
A decir verdad, no sé si en las carreras de humanidades y ciencias sociales se empeñan en lo contrario, y no les exigen conceptos básicos de ciencias. No lo sé, aunque no me extrañaría. Aunque con tanta especialización, me cuesta pensar que sí lo hagan. Especialización absoluta y transversalidad funcional. Dos opuestos que no se atraen. No como las ciencias y las letras, que no son las madres de todo, como se empeñan en situarlas los planes políticos de educación sesgada. Ambas son hijas de una madre mucho mayor, que las abarca a ambas: el conocimiento.
Así que a ver si entre todos, y dejando tonterías adolescentes a un lado, somos capaces de integrar ambas en la medida de lo posible, y conseguir de los alumnos futuras personas íntegras. Hace mucho tiempo que terminaron los recreos. Y es hora de dejarse de rivalidades que terminan cuando suena la campana. Que para rivalidades y adrenalina, ya están los deportes.
Nunca dejes de soñar.