Como lobos e tigres y leones: «BREVÍSIMA RELACIÓN DE LA DESTRUCCIÓN DE LAS INDIAS», de fray Bartolomé de las Casas
Por Ignacio González Orozco
En la nómina de personajes controvertidos de la historia española, fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) tiene usía. Sevillano de origen pero de ascendencia francesa (aireada hasta el delirio por sus detractores, como muestra de una pretendida contaminación antiespañola desde la misma cuna), se sabe que su padre, Pedro de Las Casas, viajó con Colón a las Indias. Y allí, en la isla de La Española se estableció como encomendero el joven Bartolomé, tras cursar estudios en Salamanca. La contemplación de las sevicias que los colonos infligían a los indígenas le llevó a replantearse su propio modo de vida, de modo que abrazó el estado clerical: fue ordenado sacerdote en Sevilla, en 1506. De regreso en La Española (1508) se convirtió en el azote moral de los encomenderos, y las más altas autoridades atendieron sus desvelos, pues logró entrevistarse con Fernando el Católico en Sevilla (1515) y en Valladolid (1540) con Carlos I (1540), nieto del anterior. Poco después del primero de estos encuentros, el cardenal Cisneros, regente de Castilla, lo nombró “procurador y protector universal de todos los indios” (1518), y tras el segundo, el emperador Carlos impulsó la elaboración de las Leyes Nuevas de Indias (1542), que pusieron a los indígenas bajo jurisdicción directa de la Corona. En 1543, Las Casas asumió la mitra de Chiapas y con posterioridad defendió, frente a Juan Ginés de Sepúlveda, los principios de su doctrina iusnaturalista en pro de los derechos de los indígenas; la diatriba ha pasado a la historia con el nombre de Controversia de Valladolid (1550-1551).
La obra que nos ocupa, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1542), es memorial y alegato a un tiempo, y no pocos la identifican como el germen de la “Leyenda negra” española. De ser cierta, esta condición le aportaría un valor notorio, aunque solo fuera a título de curiosidad malsana, pero valga advertir que la lectura de la Brevísima… es tediosa y escasa en méritos literarios, mas no por ello menos contundente en su fuerza testimonial, imprescindible para arrostrar la cara oscura de la colonización hispana en América.
Preocupado en su momento por garantizar la credibilidad de cuanto narra (porque las naciones tienen la costumbre de atribuir toda crueldad a su vecino o enemigo, sin ver la viga en el ojo propio), el autor se obstina en declarar como reales, por muy asombrosas que puedan parecernos, “Todas las cosas que han acaescido en las Indias” después de la llegada de Colón, que “han sido tan admirables y tan no creíbles en su género a quien no las vido”. La crónica de un genocidio –dicho sea en términos actuales, y aunque a muchos les siga costando reconocerlo– perpetrado por gentes enloquecidas, que se comportaron “como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos”; pero con la diferencia, respecto de las alimañas citadas, de que fue “su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días e subir a estados muy altos e sin proporción de sus personas”.
Tampoco es de extrañar. Piénsese en el pasado de muchos de aquellos aventureros que siguieron “sobre el azul del mar el caminar del Sol”, como escribió José María Pemán para su fallida letra de himno español. Tantos de ellos veteranos de los tercios, acostumbrados a las penurias y crueldades de las guerras de Italia, Flandes o el norte de África, donde corría la sangre a espuertas y se mataba sin la menor piedad. ¿En qué podía desembocar semejante aprendizaje, si además se azuzaba a los espíritus con una promesa de enriquecimiento fácil y democrática (tómese como metáfora), en tanto que no circunscrita en exclusiva a los líderes militares? Cuántas atrocidades cometerían, que Las Casas compara sus acciones con las del prototipo de la maldad terrenal de su tiempo: “muy peores que las que hace el turco para destruir la iglesia cristiana”… Y aun salen perdiendo en la pugna los otomanos, superados por la vesania de los españoles.
Correlato natural de esa ferocidad hispana fue la práctica desaforada de la coyunda, tomando “las mujeres e hijos de los indios para servirse e para usar mal dellos”. He aquí, desprovista de su falso lirismo, la verdad sobre el tan glosado fenómeno racial del mestizaje. La mezcla de sangres derivó del modelo de penetración –no se me rían, por favor– observado en la conquista: expediciones militares integradas en exclusiva por varones. Tan diferente, por ejemplo, de la colonización británica en América del Norte, iniciada y proseguida por grupos familiares. No cabe sorprenderse de que el mestizaje fuera mínimo, si no excepcional, en el segundo de los casos.
En el polo antropológico opuesto, Las Casas presenta una imagen precainita de “aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden”. Tendencia natural previa al conocimiento del Evangelio, que los hacía “muy capaces e dóciles para toda buena doctrina; aptísimos para recebir nuestra sancta fee católica e ser dotados de virtuosas costumbres”.
(Compárense las anteriores referencias de Las Casas con el juicio de Juan Ginés de Sepúlveda acerca de los indígenas, extraído de su tratado De la causa justa de la guerra contra los indios: “Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. / ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo.”)
¿Era cierta la beatífica caracterización con que nuestro autor presenta a los habitantes del Nuevo Mundo? Como toda creación humana, las antiguas sociedades americanas conocieron las facetas más luminosas de sus artífices (el esplendor artístico, la curiosidad científica y la pericia técnica, el numen poético…), pero también sus aspectos más sombríos, sobre todo la lucha por el poder y la rapacidad de unos grupos o estados contra otros. Así, tanta bondad pretendidamente innata, contrasta vivamente con las noticias servidas por los cronistas de Indias acerca del ejercicio despótico del poder y las prácticas sangrientas de los grandes imperios precolombinos. Lo cierto es que episodios como la conquista de Tenochtitlán, capital de Imperio azteca (o más propiamente, mexica), hubiera sido imposible sin el concurso revanchista de miles de guerreros tlaxcaltecas, que marcharon tras Cortés con el entusiasmo de quien acaricia la venganza… Lo cual no limpia la conquista española ni de egoísmos desalmados ni de argumentaciones perversas como las esgrimidas por Sepúlveda.
Yerran, por otra parte, quienes consideran a Las Casas como lejanísimo pionero de la emancipación americana. Fray Bartolomé fue un hombre de su tiempo, cuya concepción de la política no difería –cuando menos formalmente– de la sostenida por Dante o Lutero: el régimen mundano es reflejo del esquema de poderes del Cielo y por ello nada justifica la alteración de su equilibrio. Y puesto que Dios dispuso la redención del género humano a través del mensaje de Jesucristo, los reyes de España tenían en América un destino manifiesto (valga el préstamo de O’Sullivan), la evangelización de aquella tierra, y los indígenas debían rendirles vasallaje a cambio de la instrucción en la fe y la protección paternalista de los monarcas. Era en este punto donde la Corona española hacía dejación de sus funciones, por no sentar las bases materiales para un cumplimiento efectivo de las Leyes de Indias que ella misma había promulgado… Aunque mal se aviene la convivencia entre ordenamientos garantistas e instituciones de servidumbre como la mita, que la Corona mantuvo en su solo beneficio. Todo un sinsentido.
Por desgracia, las pautas de exterminio, abuso y discriminación contra las poblaciones originarias americanas han perdurado hasta la actualidad –en ocasiones de manera diáfana, no pocas veces subrepticiamente– en la idiosincrasia y actuación política del estamento criollo, impulsor de las independencias nacionales latinoamericanas, aunque a sus líderes se les llene la boca de falso indigenismo. Y es mucho peor que ello ocurra en nuestros días, sin que esta observación sirva para excusar lo pasado.