Meteora (2012), de Spiros Stathoulopoulos
Por Miguel Martín Maestro.
Meteora monasteria es una región griega en Tesalia famosa por su concentración de monasterios ortodoxos, fundamentalmente de los siglos XIV a XVI, haciendo honor a su nombre, “monasterios suspendidos en el aire” o “monasterios por encima del aire”. Y en esta Meteora se desarrolla una historia minimalista en expresión y compleja en contenido, mundana y humana como las pasiones, trascendente como cualquier inclinación mística, 80 minutos densos y a la vez reposados, intensos en contenido y morosos en desarrollo.
Resulta sorprendente que enfrentándonos a las imágenes no dudemos ni por un instante en que nos encontramos en la Grecia del S.XXI, en el inicio de la historia un monje y una monja se despiden intercambiándose unos crucifijos, ya notamos que esa despedida no es la de dos simples conocidos, ni dos simples “compañeros de fe”, notamos las brasas de todo aquello que mueve el mundo y que no sea poder, dos personajes atribulados por un deseo que, aparentemente, no pueden satisfacer a riesgo de perder esa fe, el deseo de tocarse se advierte más allá de los hábitos que ambos visten.
Pero la historia de los enamorados monje y monja, separados por un abismo geográfico que equivale al abismo cultural que los atenaza, residentes en sendos monasterios vecinos, uno frente al otro, y aislados en lo alto de sus montañas, también puede leerse en clave de incomunicación, en clave de amantes pertenecientes a familias irreconciliables, a nacionalidades enfrentadas, a etnias rivales, a amantes clandestinos ocultos de sus respectivas parejas. En Meteora hay encuentros, diálogos, rechazos, pasión, citas, abandonos, reencuentros, todo bajo el manto de la clandestinidad y el miedo al pecado, la necesidad de mortificarse para castigarse por las malas acciones, el sexo como delito en el seno de una comunidad inflexible. Cualquier equivalente de aspiración y deseo frustrado será transportable a esta historia.
Meteora bebe de la fuente de Le quattro volte cuando separa la historia de los monjes, mínima en sí misma, pero intensísima, con escenas de la vida campestre de la región donde se desarrolla la acción, como en Le quattro volte, las cabras toman su significado propio, la naturaleza al servicio del hombre, la muerte de la cabra para propiciar un encuentro furtivo entre nuestra pareja protagonista, esos días secos, soleados, bajo el olivo o la higuera, oyendo canciones tradicionales o empapándose de polvo y sudor. Como si el director nos hubiera querido dar cierto respiro ante tanto sufrimiento, tanta contención, tanta renuncia, permitiendo el contacto con el mundo exterior, ver el sol tras horas muertas en el interior de las celdas, o noches eternas alumbradas con velas que, tanto iluminan como queman y nos interrogan sobre nuestros actos.
Quien sólo se quede con lo evidente sufrirá el rechazo de las situaciones inverosímiles, del cómo en un ambiente tan opresivo y clausurado como el de los montes religiosos de Grecia, dos personas encerradas en sus monasterios han podido dar rienda suelta a su pasión sin que nadie lo advierta, cómo han podido conocer su respectiva celda y comunicarse mediante la luz. La luz que guía las miradas, ya sea en busca del ser amado o en busca de ese dios refulgente que ha transformado a la humanidad en una vida de sacrificio, y también de dolor. También habrá quien se sienta escandalizado, no lo dudo, a mí se me alcanza increíble, pero ver a una monja masturbarse, tocarse o a dos religiosos amarse puede que haga saltar sarpullidos a quien entre en la sala sin saber lo que se le quiere contar.
Teodoro y Urania son unos nuevos Romeo y Julieta en una historia de renuncias (bello momento el de la animación en el que el cabello de ella, una vez libre del tocado religioso, crece y vuela desde la ventana de su celda a la del amado), todo lo que queremos es insuficiente porque siempre habrá algo deseado y, al mismo tiempo, imposible de mantener o de retener, un deseo será incompatible con otro, una vida implicará la renuncia a otra, una presencia equivaldrá a otra ausencia, a la alegría de una comida íntima, sin presencias espías seguirá el desconsuelo de la distancia y la culpa, como si nunca nada fuera suficiente. De todo repudio puede surgir la brisa que reavive esa brasa inapagada, brasa en forma de reflejo solar, ése que se introduce por las ventanas de los monasterios para que el amante sepa de la presencia del otro. Ya no basta con saber que él o ella están enfrente, es necesaria la comunicación, aunque sea sin palabras. La película es un canto interior, como el de los compases de esa música ortodoxa que remarca las imágenes en el interior del monasterio o en las ceremonias religiosas.
Punto y aparte merece la animación, empieza la película mostrándonos un tríptico, a los lados nuestros protagonistas, en el centro la imagen de la naturaleza que les separa, ambos monasterios en la cima de sus montes y en el medio un tercero con un árbol, el punto de encuentro, o el punto de escape, pero a lo largo del metraje diversas situaciones, normalmente procedentes de monólogos interiores de los personajes, se representarán mediante animación deudora del arte icónico bizantino, la búsqueda del otro, el pecado, el perdón, el dolor, la sangre que nos muestra la salida, la representación de que sólo desde la renuncia podrás obtener algún éxito con ese último plano, el icono ha perdido dos de sus imágenes, los monasterios van a perdurar, lo inmutable, lo inamovible, por eso los protagonistas no tienen sitio en esa sociedad, esas celdas monásticas han de ser abandonadas para poder alcanzar el árbol, o en su caso, la salida del cuadro.