Edificio España (2012), de Víctor Moreno
Por Miguel Martín Maestro.
“Hombre a mí me interesaba mucho el que muchos inmigrantes estuvieran demoliendo ese símbolo franquista, era una idea que me di cuenta mientras grababa, fíjate que paradójico. De hecho aparece un Franco en la película, y es armenio. Romper un poco esa historia oficial.” De la entrevista en Paisaje transversal a Víctor Moreno.
El edificio España, como la Torre Madrid, fueron durante años el símbolo de un imperio hacia dios, la demostración interna de que el régimen podía construir grandes moles de hormigón y ladrillo, dominando el eje social y cultural del Madrid de los 50 y 60, esa Gran Vía, ahora marchita y asaltada por las franquicias, barrida de cines y teatros salvo pequeñas y contadas excepciones, cuyo final desembocaba en dos imponentes edificios, dignos sucesores de la arquitectura soviética, o por qué no, de los ideales speerianos en la mente hitleriana.
Visto el documental uno se sorprende de la estupidez humana al bloquear la distribución y exhibición de esta obra, quizás porque en los gestores del propietario del inmueble podía más la vergüenza propia, la demostración del fracaso de un modelo, que lo de subversivo pudiera tener la obra. Con su maniobra consiguieron el efecto contrario, que la película haya corrido de boca a oreja y hayan crecido las ganas de conseguirla por cualquier medio, y además con la mente del espectador, ahora sí, prostituida por la reacción del banco, ya que si algo se trata de ocultar es porque algún muerto debajo de las alfombras debe existir.
Edificio España se inicia como si se tratara de un inventario, plantas, pasillos, dependencias, sótanos, galerías… un inmueble enorme abandonado y presto a ser demolido por dentro, año 2008, viviendo los estertores de la burbuja inmobiliaria, un grupo de arquitectos diseña el edificio de lujo para el centro de Madrid, de la ruina sacar el esplendor, obtener el mayor número de viviendas al mayor precio admisible, lamentarse por las trabas municipales que les obliga a restar espacio disponible, y aunque no se vea, seguro que lamentarse por tener que respetar la fachada y el hall del edificio.
Lo que parece empezar como un mero retrato de una actividad, el desmontaje de un símbolo, un símbolo de autarquía en la feroz España de finales de los 40, para transformarse en un referente de la modernidad de un país en el siglo XXI dispuesto a encabezar no se sabe muy bien qué rankings en el espectro del capitalismo salvaje, va derivando, precisamente con la presencia y la voz de los empleados, en un retrato humano y en una metáfora brutal de lo que el sistema hace con sus piezas recambiables. A la par de la demolición, y cuanto más nos mimetizamos con esa torre de Babel inversa, llena de inmigrantes y cada uno hablando su lengua, cuanto más nos sentimos identificados con esas vidas, con esos desvelos, con esas familias acostumbradas a un sueldo todos los meses y convencidos de que, tras la demolición, vendrá la reconstrucción, como le ha ocurrido a casi todo el país, la realidad supera a la ficción y ese mundo ideal desaparece de la noche a la mañana, porque la ruina afectaba a los cimientos del sistema, no a las paredes de un viejo edificio.
En un lapso de dos años, arquitectos, aparejadores, ingenieros, capataces, encargados, recursos preventivos, oficiales de primera, peones… todos desaparecen del espacio interno del edificio, la burbuja estalló, el proyecto ya no era rentable en un momento en que no iba a haber ventas y los obreros despedidos, “todos ellos en el paro” comenta la persona a la que pregunta el director cuando vuelve dos años después, “subimos como los precios, bajamos como los sueldos”. No solo en el paro, sino que la inmensa mayoría regresados a sus países de origen. Con muy mala leche se oye al Zapatero en un discurso triunfante del año 2008, el de la desaceleración, el que afirmaba que en los 4 años de gobierno el PIB seguiría creciendo al 3% anual, y la tasa de desempleo permanecería por debajo del 10%, y aun cuando creyera en lo que decía, lo imperdonable era el sustrato sobre el que toda esa mentira financiera se sostenía, la economía financiera burlando, sobrepasando, sobredimensionada respecto a la economía productiva, el crédito concedido con alegría y sin medida, apretando cada vez más la soga del ahorcado para que no pudiera escapar.
Así, las conversaciones de los obreros se transforman en una especie de psicofonías de un mundo desaparecido, tragado en un instante por un agujero negro de realismo, avocados todos a pensar en cuando teníamos derechos y en cuánto hemos perdido en cinco años, no sólo trabajo y dinero, sino derechos y dignidad por partes iguales. Esas conversaciones despreocupadas, ese colectivo multinacional y multirracial aparece ahora como el espejismo que asalta al perdido en el desierto.
No hay mejor forma de desnudar al emperador que enfrentándole con el resultado de sus actos, obviamente a la mayor parte de dirigentes económicos, financieros y políticos no les quitará el sueño el destino al que han dirigido a sus gobernados, a un futuro sin educación, sin sanidad, sin futuro en suma (y procederá hablar de El futuro, otra obra directamente relacionada con el estado de las cosas del 2014 en España), aunque puede que los gobernados, o entre ellos, se mantenga una minoría crítica preparada y capaz de ofrecer al ciudadano las respuestas que sistemáticamente se le niegan desde las tribunas oficiales, y esa ruina metafórica del edificio España se transforme en la ruina personal, social y política de los responsables.
Si se siguen preguntando cómo un movimiento político es capaz en tres meses de aglutinar a más de un millón de votantes es que no entendieron lo que pasó en el 15M, no entendieron por qué se ganó en los tribunales lo que el gobierno de Madrid pretendía imponer en su comunidad y por qué el pueblo empieza a vocear, cada vez más fuerte, que quiere ser escuchado en las grandes decisiones. No hay mayor infamia que modificar una constitución sin consultar al gobernado y sobre todo por temer que la ciudadanía iba a votar lo contrario de lo que los dos partidos dominantes (¿recuerdan las novelas de Galdós? ¿recuerdan las cesantías? ¡qué cerca está el siglo XIX!) querían, ejemplo claro del miedo que da, realmente, el concepto democracia. Nunca las revoluciones empezaron desde dentro y mucho menos desde dentro se cambió nada a favor de los maltratados, por eso son tan importantes los símbolos. Franco lo entendió a la perfección, tanto que a día de hoy seguimos soportando los indignos símbolos de una dictadura. Edificio España es otro símbolo, por partida doble, del sistema que tan dentro del ADN español se mantiene y sale a flote en cuanto algo huele a modernidad y del peor sistema económico que hemos sufrido y seguimos soportando el del “todo sin el pueblo y casi todo para unos pocos”.
Edificio España se ha convertido en un esqueleto, pero manteniendo su aspecto exterior intacto aparenta más de lo que es, como este país, donde una capa de pintura a principios de los 80 pareció instaurarnos una democracia modelo, pero el paso de los años ha hecho envejecer y desconchar esa capa ligera de barniz moderno para que los que “siempre hemos mandado y vamos a seguir mandando” puedan sentirse soberanos mientras la inmensa mayoría volvemos a ser súbditos, cuando no villanos como brazos sostenedores de un edificio vacío de valores y lleno de fachadas.
Tan vacío de valores como la expulsión del último ocupante de la vivienda, aguantando la demolición mientras su derrota se adivina tras esas paredes, la derrota de la vejez donde todo lo que has construido ya no puede ser recuperado, o tan perdidos como ese vigilante sin rumbo absolutamente perdido en el laberinto de pasillos, ascensores clausurados y trayectos cegados.