Stella Cadente (2014), de Luis Miñarro
Por Miguel Martín Maestro.
“Divertimento”, así rotula Miñarro el final de su película, de su primera ficción detrás de la cámara tras producir películas de José Luis Guerín, de Weerashetakul, de Albert Serra, de Daniel Villamediana, de Lisandro Alonso, de Oliveira… un currículo que envidiarían muchos, salvo algún crítico que dice que cuando lee las palabras Miñarro o Eddie Saeta en pantalla le entran ganas de salir corriendo. Family Strip anunciaba un estilo particular como cineasta retratando el pasado y presente familiar, y ahora Miñarro con Stella Cadente se adentra en el pasado y en el presente de este país, estado, nación o como se quiera llamar por cada uno, que es España.
La anécdota histórica del reinado de Amadeo de Saboya durante tres escasos años tras la abdicación de Isabel II y antes de provocar la llegada de la exigua Primera República, facilita al director establecer puntos de conexión entre pasado y presente, el rechazo a lo que viene de fuera, la estéril lucha contra las fuerzas telúricas asentadas en el poder sombrío, ese que manda sin sujetarse a refrendo ciudadano alguno, banca e iglesia, la falta de educación generalizada, el aislamiento, la pobreza, las arcas vacías. No es país para revoluciones éste, ni para grandes modernidades, que nada cambie y que nadie se comprometa demasiado, así que sólo queda mirar al cielo nocturno, fijar la mirada en una estrella y pedir un deseo, un deseo que se va apagando conforme pasa el tiempo ante la imposibilidad de llevarlo a cabo.
Amadeo aparece como un personaje solitario y aislado, en una corte intrigante y nada propicia a seguir órdenes de un italiano recién llegado, hecho luz de gas por el gobierno y sus consejeros, obligado a firmar y a desocuparse de todo lo demás, este rey pasa por el estado de euforia y ansia de reforma traído desde el Piamonte, a la melancolía derivada de un esfuerzo inútil y nada productivo, para ocuparse de cosas mucho más mundanas y momentáneas, placenteras sin poso y sin efecto en el país, dejando pasar los días hasta que tome la decisión aconsejada por su mujer, regresar a casa y abandonar el trono. De hecho, España nunca será su casa y nunca podrá sentirse cómodo, y para ver el mundo de manera más optimista tendrá que engañarse usando cristales interpuestos.
La forma es fundamental en la película, o la falta de ella, el uso de músicas de los 60 para que el choque con las imágenes resulte atrayente ante el desfase de época, o el uso de bailes contrapuestos a lo que debía ser la corte del XIX, utilizar el montaje como una serie de fotografías sacadas del Hola para reflejar la alegría de la llegada de la reina a casa del apesadumbrado rey, el uso del erotismo masculino frente al consabido desnudo femenino tradicional también provoca desubicación, como la historia homoerótica del ayudante, enamorado del rey y dispuesto a ser espiado por éste en sus encuentros sexuales con mujeres u hombres, o el uso de un melón como Tsai Ming Liang usaba una sandía.
Destacable el uso de la luz, la composición pictórica de los planos donde se advertirán escenas propias de Velázquez, de Coello, de Sánchez Cotán, Madrazo, Caravaggio… luces apagadas en interiores oscuros y sin luz eléctrica, a la luz de las velas o las hogueras. El despilfarro de las cosas pequeñas y la escasa ambición para emprender grandes inversiones que cambiaran un país de campesinos por un país de intelectuales y empresarios comprometidos, una corte sin nada que hacer y un país empequeñecido en luchas intestinas y cainitas. Un reparto estupendo con Alex Brendemühl, Bárbara Lennie y Lola Dueñas como principales referentes. Cine distinto, nada lineal, nada complaciente, nada riguroso con el contexto histórico y usando armas del presente para contar hechos del pasado, donde el espectador debe buscar soluciones para los enigmas y encontrar las conexiones. Si complace o no, es cuestión de gustos y de tipo de cine que se quiere ver, el origen del mundo pasa del sexo femenino al sexo masculino en un inciso demasiado remarcado y metido forzadamente, pero sin riesgo no se avanza, y nadie podrá reprochar a Miñarro que no se haya arriesgado, ni detrás de la cámara ni produciendo las películas de otros directores.