«El mundo de afuera», Premio Alfaguara 2014, en palabras de Jorge Franco
«Oímos historias de bandidos y de atracos, del robo a una casa donde se llevaron los cubiertos del plata, o de un asalto a un banco, de peleas en las cantinas, de infidelidades, de algún padre que le pegó un tiro un muchacho que se escapó con su hija, de un demonio que se le apareció a alguien o de un hechizo con el que alguna mujer se sonsacó un marido.»
Jorge Franco (Medellín, Colombia, 1962) estudió literatura en la Universidad Javeriana y cine en The London Film School, en Reino Unido. Su libros, que se cuentan por premios, han sido en algunas ocasiones adaptados al cine con gran éxito. Mala noche (1997), Rosario Tijeras (1999), Paraíso Travel (2002), Melodrama (2006) y Santa suerte (2010) son los títulos de sus novelas. El escritor colombiano ha sido galardonado este año con el Premio Alfaguara de Novela por su obra El mundo de afuera. En palabras de su autor, estamos ante “un relato que comienza como un cuento de hadas, con un castillo medieval, una princesa y un Medellín idílico, paradisiaco, y que termina como una historia del cineasta Quentin Tarantino”. El mundo de afuera es una novela sobre el amor y la muerte, poética y detallista, con un gran manejo de la tensión, y que, incorporando técnicas cinematográficas como el flashback y la narración paralela, también bebe de fuentes como el cuento folclórico o la crónica de sucesos.
El mundo de afuera. Jorge Franco. Editorial Alfaguara, 2014. 312 páginas. 18,00 €
Medellín, años sesenta. Desde que nació, Isolda vive encerrada en el castillo, extraño y fascinante a la vez, tan ajeno a la ciudad como singulares son sus habitantes y la vida que llevan. La atmósfera de irrealidad que se respira resulta opresiva para la adolescente, quien ha tomado la costumbre de escapar al bosque que se extiende dentro de sus límites. Allí juega con conejos fantásticos mientras un chico al que todos llaman El Mono la admira, día tras día, encaramado en uno de los árboles cercanos y las amenazas del mundo de afuera se cuelan silenciosamente entre las ramas.
Mucho tiempo después, en 1971, el padre de esa niña, don Diego, ha sido secuestrado. El Mono ya no es un niño sino un joven delincuente, cabecilla del grupo de secuestradores que pretende pedir un rescate millonario a la familia. Pero el maleante tiene más razones que las económicas para haber secuestrado a don Diego: la obsesión amorosa por su hija, Isolda, una joven princesa rubia a quien el padre, mantiene encerrada en el castillo para preservar su pureza y evitar el contagio con el mundo sucio que les rodea.
En su cautiverio, secuestrado y secuestrador repasan su vida –el pasado de ambos, tan distinto, y el presente que les une– y analizan el mundo en el que ambos viven –el mundo interior, que les perturba, y el mundo de afuera, el de Don Diego, el de El Mono, el mismo que se le niega a la princesa Isolda–. Dentro y fuera, el amor, ese monstruo indomable, se muestra como una obsesión que aliena y embrutece, que pretende someter, que despierta deseos de venganza y del que solo parece posible escapar aceptando la muerte como destino.
Discurso de Jorge Franco por la entrega del Premio Alfaguara de novela 2014
Casi siempre en la escritura, y habría que decir que en la vida, los hechos que en apariencia se percibían aislados, al cabo de un tiempo terminan revelando los eslabones que, en algún momento, fueron invisibles a los ojos y a la razón. Es curioso, pero he aprendido a definir mejor mis libros cuando hablo de ellos que cuando los escribo. La conquista del punto final en la narración y el paso del tiempo me permiten tener una visión más panorámica que me deja ver desde la totalidad, los detalles que se ocultaban durante el proceso de escritura. Lo comparo, un poco, con esas fotos tomadas desde un satélite que revelan formas desconocidas de la naturaleza y que solo se pueden ver desde lo alto, aunque la información de la imagen queda incompleta si no se baja a la tierra para mirar de cerca la textura, los materiales o los objetos que la originaron. Es entonces en esas miradas de cerca y de lejos cuando comienzan a aparecer las definiciones, y también, de una manera mágica, se van tejiendo entre sí las casualidades para entender que todo, en el proceso de escritura, tiene una razón. En este instante, por ejemplo, me llega una imagen lejana de la infancia, la de un niño que mira perplejo un castillo que surge ante sus ojos. Puede ser un recuerdo aunque no doy fe de ello, pero es una imagen verosímil, es el gesto de asombro que hemos visto en cualquier otro niño cuando tiene un castillo frente a él. Y si ese castillo no está ubicado en la parte más alta de un reino, si no hay un feudo a su alrededor, si el tiempo no es el de antes sino que fue casi ahora, si no está en un bosque europeo sino en una ciudad del tercer mundo, si lo que sucede no es un cuento de hadas sino la vida misma, si es de otra manera a como tendría que ser, la relación entre ese castillo y ese niño estará marcada por las preguntas, las dudas y la curiosidad por saber qué hace, entonces, ese castillo ahí, frente a sus ojos. Seguramente no tardará en saberlo. Basta con averiguar un poco entre los vecinos quién vive ahí, en qué momento y por qué lo construyeron, y podrá recolectar historias y chismes aunque nunca dejará de parecerle extraño que todo esto suceda en una Medellín, todavía tranquila, en plenos años sesenta.
Sin embargo, el niño tiene otra opción para entrar a ese castillo, pero antes de mencionarla, yo mismo tendré que encontrar entre los arbustos un agujero y rescatar de adentro una historia: Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, un libro que no entendí muy bien en mi niñez y el que apenas vine a comprender cuando me hice escritor. De niño me había habituado a las situaciones propias de la literatura infantil. No me resultaba extraño que los animales hablaran, que las calabazas se convirtieran en carrozas, que un pequeño príncipe tuviera como reino a un diminuto asteroide, que un beso le devolviera la vida a una princesa muerta, en fin, no descalifiqué cada historia que leí por más ficticio que fuera su argumento. Pero Alicia… Alicia rompía con los límites de la extrañeza para entrar en los terrenos del delirio. Allí lo raro no era que los animales hablaran como en cualquier fábula, ni que ella cambiara de tamaño, ni cualquier otro acto similar a los que hubiera leído ya en mis libros de infancia. Allí lo extraño y, sobre todo, lo perturbador, era la ausencia de lógica. En los otros cuentos, las historias obedecían las leyes propias de la literatura infantil, leyes que lo admiten casi todo y que funcionan más o menos de acuerdo a la lógica y al universo de los niños. Pero en Alicia en el país de las maravillas, parecía que la ley fuera precisamente la ausencia de leyes. Allí todo lo que sucedía era desquiciado, lo que se decía parecía un diálogo de sordos, el sombrerero loco no era el único loco de la historia, imperaban el caos y el desvarío a tal punto que, en las primeras páginas, el narrador preguntaba a los lectores: “¿Creéis que esto es posible?”. A pesar de todo la historia es tan maravillosa como el país que visitó Alicia. Y aunque de niño, repito, me costó trabajo viajar con ella en sus aventuras, ya de adulto, de escritor, finalmente entendí que el punto de partida para toda ficción estaba en la madriguera del conejo.
Recordemos a Alicia junto a su hermana, aburrida porque leían un libro sin dibujos. De pronto la distrajo un conejo blanco de ojos rosados. Hasta ahí todo iba bien. Luego el conejo habló, se quejó porque iba a llegar tarde. Eso, que hablara, no le pareció tan extraordinario a Alicia, al fin de cuentas ella también era una niña. Esa voz del animal era simplemente la invitación a un mundo que ya nos resultaba familiar desde los primeros cuentos que nos leyeron. Pero después el conejo sacó un reloj de su chaleco y ese detalle rescató a Alicia de su aburrimiento y comenzó a perseguirlo. Con ese reloj y ese chaleco, Carroll no solo le había lanzado un anzuelo a ella sino también a sus lectores para llevarlos hacia la puerta del mundo al que quería introducirnos. La madriguera del conejo era la boca del pozo por donde rodamos con Alicia al mundo desquiciado de Carroll. Yo, que también rodé, entendí ya como escritor que en todo texto de ficción existe una madriguera que, a su vez, esconde un pozo por el que cae el lector. No necesariamente está tan a la vista, como aquella en la que entra Alicia. A veces surge en los primeros renglones, como en la historia en la que Gregorio Samsa despertó convertido en un escarabajo, o vamos entrando en ella de una manera imperceptible hasta cuando nos encontramos, sorprendidos, bajo una lluvia de flores amarillas. Y también puede suceder, y ahí está una de destrezas en el arte de la narración, que el lector entre a una madriguera sin notarlo.
Pero antes de que alguien caiga, el escritor tiene que entrar primero a otro pozo que lo lleve a crear un mundo para su futuro lector. Siempre un escritor va por ahí, viviendo la vida como un ser más y, de pronto, a veces buscando y otras sin darse cuenta, encuentra la madriguera que lo conduce a su próxima historia. También es común que en el fondo encuentre otros túneles, que no son otra cosa que los hallazgos durante el proceso de escritura, vericuetos como los que recorrió Alicia antes de abandonar el país de las maravillas. Pero todos los pozos son diferentes, todos son únicos. Todos llevan al fascinante mundo de la ficción donde habitan personajes que a partir de situaciones imaginadas, crean espejos tan reales que el lector puede mirarse en ellos, con tal seguridad que olvida durante la lectura que el espejo es en realidad un espejismo, que es a su vez el gran encanto de toda novela: construir una verdad a partir de mentiras. Son precisamente esos elementos naturales de toda ficción los que le permiten al lector sentirse más cercano a la realidad que con cualquier otro género. El ensayo, por ejemplo, es categórico y concreto al momento de contar la realidad, pero en la novela, a partir de las vivencias de los personajes, de sus diálogos, y de situaciones fabricadas se logra una intimidad que acerca más al lector a una realidad, que aunque inventada, se parece más a la vida que la vida misma.
Sin darme cuenta me he salido del pozo al que me empujaron los argumentos de Alicia para intentar justificar un poco dónde nacen las historias. Y ya que estoy afuera aprovecho para preguntarme cuál fue esa madriguera que encontré a mi paso por la vida, y que me llevó a escribir El mundo de afuera. ¿Fue ese castillo que descubrí junto mi casa en Medellín, por allá a finales de los años 60? ¿Fue el secuestro del hombre que lo habitaba? ¿Habrá sido el miedo a partir de ese secuestro? ¿O el presagio de lo que se convertiría Medellín pocos años después? ¿Serán las tantas historia que leí y que comenzaban con “había una vez”? Es posible que todo esto que menciono hayan sido apenas conejos saltando a mi alrededor porque cada día que pasa, mientras más hablo de El mundo de afuera y aprendo más a definirla, me aferro con más firmeza a la idea que la única madriguera que me condujo a esta historia fue la mirada dulce y transparente de mi pequeña hija. Sin mirarla a los ojos no habría podido viajar hacia atrás para recuperar algunos fragmentos del mundo de la infancia. Rodé por el pozo de su mirada profunda para recobrar emociones, temores, sonidos y aromas. En el brillo de sus pupilas vi el reflejo de unos niños que corrían libres por lotes baldíos en busca de aventuras imaginarias. De no haberme visto en sus ojos no habría podido recobrar el candor que necesité para escribir esta historia. Necesité de su ternura para descontaminarme no solo del paso del tiempo sino de una realidad macabra y violenta que nos ha ido sumiendo no ya en un pozo donde surge la vida a partir de la imaginación, sino en un pozo oscuro al que caímos y por el que seguimos cayendo, sin tocar fondo.
Sin embargo, tal vez todo esto que he dicho no sean más que palabras sueltas e ideas desorganizadas para justificar algo tan simple como que escribí este libro por amor. No solo por el amor sin límites que le tengo a mi hija, sino por el amor a este oficio, a este idioma que ustedes me enseñaron, el amor a una ciudad y a un país que también me producen tantas iras; el amor a la vida y movido, también seguramente, por el miedo constante a perder lo que amo. Y ya que he entrado a una madriguera de piso blando, aprovecho para rodar a un lugar común pero que entre todos los que existen, es uno de los que más me agrada: el lugar de la gratitud. Lo dije al comienzo, cada palabra escrita tiene una razón, pero también tiene un impulso, como el que da origen a una vida, y nada de esto estaría pasando si no tuviera la vida que me dieron mis padres, acompañada siempre de su cariño y de su apoyo, y por eso mi primer agradecimiento es para ellos y a ellos dedico cada uno de mis logros. Gracias a mis hermanas, porque ellas son el detonante del universo femenino que predomina en mis historias. Gracias a Natalia porque con ella comparto el proyecto más importante de mi vida: ser padres. Gracias a mi agentes Mercedes Casanovas y María Lynch, y a todo el equipo que trabaja con ellas en un esfuerzo sin pausa para que mis libros lleguen más lejos, a más idiomas y a más lectores. Y gracias a mis lectores, que se arriesgan a ser parte de una aventura que pareciera no tener pies ni cabeza, o al menos eso siento, por momentos, cuando escribo. Muchos de ellos me han acompañado desde hace 15 años cuando, por estas fechas, apareció la primera edición de mi novela Rosario Tijeras, y he tomado esta coincidencia y este premio para celebrar también, de una manera muy personal, los 15 años de ese libro que tanto me cambió la vida.
También este premio coincide con los 50 años de la editorial Alfaguara, y en este medio siglo de existencia, les agradezco, y lo agradecemos muchos, su apuesta por la literatura, por crear y mantener un premio que enaltece las letras hispanoamericanas, por crear puentes hacia América que ratifican los lazos que surgen cuando se comparten una cultura y un idioma. Me siento muy honrado y muy feliz de ser parte de este sello editorial y de poder trabajar con una editora tan profesional y talentosa como Pilar Reyes. Esta es la realización de un sueño postergado. Entonces que Alfaguara cumpla 50 años mil veces más para que perdure la buena literatura. Y no estaría aquí, lleno de emoción y de nervios, gozándome este instante maravilloso, si no fuera por los miembros del jurado. A cada uno de ellos, mil gracias por leer, debatir y premiar El mundo de afuera. Gracias por esas frases amables y generosas con las que me despertaron en la madrugada del 20 de marzo para decirme que me habían otorgado el Premio Alfaguara de Novela 2014. La voz dulce de mi admirada Laura Restrepo quedará grabada para siempre en mi memoria como el sonido ideal de un despertador para las siempre frías mañanas bogotanas. El recuerdo de ese día, las emociones que he comenzado a recoger desde aquel momento y las que vendrán, sumado a la alegría permanente de entregarle mi vida a una pequeña princesa, mi Valeria, la que reina en mi mundo de adentro, de quien tanto he hablado y lo seguiré haciendo, y a quien le debo cada paso que doy, cada respiro, cada palabra que escribo, cada pulso de mi corazón, me hacen sentir que aún no termino de caer por este pozo en el que caigo hacia arriba, como si volara, en el que, como Alicia, a veces me siento grande y a veces pequeño, a veces lúcido y a veces perdido; un pozo en el que sueño despierto, condenado a no dejar nunca de hacerlo. No mientras lea. No mientras escriba. No mientras viva.