Un castillo en Italia (2013), de Valeria Bruni Tedeschi
Por Miguel Martín Maestro.
A quien más quien menos le habrá ocurrido alguna vez, y si no se lo puede imaginar perfectamente. Esas parejas de hermanas, o de amigas, una tremendamente bella y la otra simpática, una inaccesible y por tanto convertida en puro objeto de deseo, y la otra, siempre dispuesta a agradar y ayudar pero olvidada ante la luz que desprende la otra. Ya se sabe, la estrella que brilla el doble se apaga mucho antes. Valeria Bruni pertenece a ese género de parejas de mujeres, es de las que brillan por sí solas, pero que acompañadas por su hermana parecen no merecer atención, como si la belleza ocultara a la inteligencia, y Valeria parece desprender inteligencia por los cuatro costados, esa mujer que entra por todos los sentidos y no sólo por la vista. La compañera ideal para unas cuantas tardes de charla, incluso con risa y carcajada, también aparenta ser la confidente perfecta, en definitiva, no hay como el cine para imaginarse lo que uno quiere, si lo hacemos en la vida diaria cómo no hacerlo cuando no hay consecuencias.
Valeria también pertenece a ese grupo de actrices maltratada por el cine, aquéllas que cumplidos los 40 dejan de interesar a la industria para quien mujer en pantalla sólo es equivalente a cuerpo y no a cerebro. Forma parte de ese grupo de mujeres que no se han dejado sojuzgar por la esclavitud del bisturí y el colágeno, de las que asumen que es natural tener 45 años y arrugas, y de ese modo mantienen la belleza natural indudable como otras que han ido desapareciendo de las pantallas, como Chiara Mastroianni, como Emma Thompson, como Jessica Lange en su momento, decidiendo que mejor es sentirse vivo con el paso del tiempo que no pudrirse en una juventud falsa y decadente, a la par que inexpresiva como las de una Nicole Kidman o unas aborrecibles esfinges como Emmanuelle Béart o Isabelle Adjani.
Un chateau en Italie es la tercera película dirigida por Valeria, la hermana lista y menos mediática, la hermana que mantiene esa belleza serena y natural, capaz de mostrarse recién levantada de la cama o desastradamente vestida para que se aprecie su verdadera edad. Un chateau en Italie es una película frenética en la que Valeria corre de un lado a otro para no llegar a ningún sitio, es una Frances Ha con 20 años más y unos cuantos millones en la cuenta corriente, aunque estén evadidos en paraísos fiscales. Heredera de un “reino” perdido, descreída de su condición de noble por razón de sangre pero sin renunciar a sus privilegios, consciente de que parte de su riqueza proviene de la explotación y de las connivencias políticas de su padre acabada la segunda guerra mundial, ese castillo, como el del mundo del Conde de Salina en El Gatopardo, refleja el fin de un mundo, el fin de una saga, el último refugio familiar en el sentido de estirpe, a sabiendas del desprecio que generan a su alrededor.
El personaje de Valeria siente el vértigo del paso del tiempo, cuanto más te adentras en la década de los 40 más balances empiezas a hacer y más agujeros encuentras en tu inestable emocionalidad, lo que no has hecho ya no lo vas a hacer, lo que has perdido no lo vas a recuperar, demasiado pronto para rendirse y demasiado tarde para revolucionarse, quieres desprenderte de lo pasado pero te aferras a él como algo valioso, has cumplido una edad donde hasta tus padres serán capaces de perderte el respeto o, simplemente, de hablarte sin tapujos. El tono cómico de la película no oculta su inevitable fondo dramático, de hecho la vida es una serie de días insulsos remarcados por momentos alegres, otros prometedores y algunos, muchos más, decepcionantes o frustrantes, y en eso se resumen las idas y venidas de Valeria entre París, el castillo cercano a Turín, su viaje desesperado a Nápoles…
Para Valeria el último objetivo importante que le queda es ser madre, como aquel personaje de la serie de televisión Ally McBeal, a ser posible manteniendo una pareja estable, pero si no, ésta última no es necesaria (divertidísima situación en la clínica de fertilización). Tras pernoctar en un monasterio, en demostración de esa falta de proyecto, mezclando lo sagrado y lo profano sin mucho sentido, huyendo casi a la carrera del lugar para volver a la civilización y obligada a postrarse por uno de los monjes, se produce un encuentro fortuito en un bosque de los alrededores con el personaje que encarna Louis Garrel, haciendo casi de sí mismo (bueno, siempre hace de sí mismo porque siempre tiene el mismo gesto, el mismo rictus, la misma (des)expresividad).
En la historia entra así el aspecto sentimental, la necesidad de Valeria de tener pareja con un fin, quedarse embarazada (“tú ya tienes 44 años” le dice la madre dando por hecho que no será abuela por esa parte, pero que su cuñada está a tiempo porque ella sí es “joven”), así que en la insistencia de Louis por emparejarse con Valeria (parece que hay una base de realidad en la historia) se advierte la imposibilidad de futuro ante las diferentes formas de ser y enfrentarse a la vida. Valeria es una niña rica y consentida, a la que nunca ha faltado de nada, con servicio, chófer, criados, y aunque se la ve sencilla, vive en la relajación de no tener que trabajar para vivir. Louis es actor (por cierto, la primera aparición interpretando una escena de suicidio puede ser cómica pero hasta podría ser una venganza de la propia Valeria) pero está harto de interpretar y ser dirigido por su padre (en la ficción, pero en la realidad también se ha convertido en el actor de cámara de Philippe Garrel). El hermano de Valeria representa el espíritu de la saga, intenta mantener el símbolo del título negándose a vender un cuadro de Brueghel y a permitir las visitas de turistas al castillo, representa el fin porque sabe que después de él ya no vendrá nadie y el patrimonio se deshará para hacer frente a las sanciones de Hacienda por ocultar su riqueza en Italia y en Suiza (“qué manía de pagarnos en francos suizos” dice uno de los miembros del servicio). El hermano, que mantiene una relación potencialmente incestuosa con la hermana, está enfermo de sida y sabe que va a morir pronto, pero ello no le hace perder su interés por la propiedad y el nombre de la familia, sabiéndose moribundo reemplazará el viejo castaño centenario del castillo, si para Valeria su objetivo es ser madre, para el hermano es el de mantener el nombre de la familia.
La relajación y la tranquilidad se consigue en el castillo, éste obtiene la condición de refugio, de imperio inconquistable para los demás, entre las paredes del castillo, en sus celdas, en sus escaleras, la vida retoma la despreocupación de la infancia y la juventud, allí hablan italiano con naturalidad, se sienten libres porque se encuentran en su espacio, fuera todo es peligro y amenaza.
El horror vacui de Valeria llevará a ésta a caer en el ridículo continuamente, el ridículo y en el descontrol de su frustración, el ataque de histeria en la clínica de fertilidad viene acompañado de otros en una tienda, a la puerta de su casa porque no encuentra las llaves y nadie le abre, y a la desesperación de recurrir a santerías populares yendo a Nápoles para sentarse en un sillón “milagroso” de un convento donde las mujeres quedan embarazadas, mezclando de nuevo drama y comedia, predominando ésta en un contexto de absoluta desesperación, tras un diálogo hilarante con la monja que decide si las mujeres que quieren entrar son “adecuadas” o no desde la moral católica, ante la negativa que recibe actuará por las bravas, enfrentándose a cuanta monja se ponga en su camino para alcanzar su objetivo, una desesperación que la hace recaer en un flirteo de juventud cuando quiso ser actriz, volviéndose a acostar con el director de aquella primera e inacabada película, que no es otro que el padre en la ficción de Louis Garrel.
No desaprovecha Valeria para disparar con bala contra sus orígenes, para reírse de la falta de educación del que se cree poderoso por su dinero y nombre, para combatir los dogmas religiosos sin sentido (el funeral del hermano quita los velos de hipocresía que reúne el discurso del cura), cerrando la historia la caída del viejo árbol, el árbol como símbolo de una dinastía inexistente, cerrada la fábrica, muerto el heredero, vendido el cuadro, caído el árbol y abierto el castillo nada queda a salvo, solamente el proyecto de amor, en un salto hacia delante con el que finaliza la película, un salto que te puede llevar a la cumbre o hacerte caer en el vacío, pero si no hay riesgo la vida se torna aburrida.