Traficando con difuntos: «LAS ALMAS MUERTAS», de Nikolái Gogol
Por Ignacio González Orozco
La economía rusa de mediados del siglo XIX, esencialmente agraria, reposaba sobre las relaciones de servidumbre, que no fueron abolidas hasta la Reforma Emancipatoria de 1861. Antes de tal medida, el destino de los siervos quedaba sometido a la jurisdicción del propietario de las tierras donde vivían, quien podía venderlos a otro particular como si de esclavos se tratara. Esta situación contextualiza históricamente uno de los primeros clásicos de la literatura rusa contemporánea, Las almas muertas (1842), novela de Nikolái Vasiliévich Gogol (1809-1852).
Como miembro de una familia de la baja nobleza ucraniana, el autor conocía bien el medio rural donde se desarrolla principalmente esta historia, pero también los laberínticos procesos de la administración zarista, enfangados por una corrupción de dimensiones insólitas, puesto que fue modesto burócrata hasta que el príncipe de las letras rusas, Alexander Pushkin, lo acogiera bajo su patrocinio literario.
Por aquellas fechas, rayando el ecuador del siglo XIX, una de las preocupaciones del gobierno de Moscú estribaba en consolidar los vastos territorios siberianos mediante su poblamiento y explotación agraria. Entre las medidas impulsadas con tal fin figuró la cesión de determinada extensión de tierras vírgenes a quien justificara la posesión de un número mínimo de “almas” (siervos) que establecer como colonos. De esa oportunidad quiere beneficiarse el protagonista de la novela, Pavel Txitxikov, vástago de una familia noble arruinada que está harto de servir en la función pública. Sin embargo, le falta lo esencial para cumplir con su pretensión: esas almas exigidas para la cesión de los terrenos.
Hombre ingenioso, no le arredra el obstáculo a Txitxikov, pues pretende proveerse de personal tan solo a título nominal, aprovechando uno de los defectos procedimentales de la administración que tan bien conoce: los propietarios abonaban al erario público un impuesto por cada uno de sus siervos, computado según los datos del último censo, y la cuantía del tributo no podía corregirse anualmente en caso de fallecimientos, sino hasta la confección del nuevo censo. De este modo, los terratenientes pagaban al fisco por almas que ya estaban en un mundo más acorde con la semántica del propio concepto, y a Txitxikov se le ocurre que la compra de estos difuntos puede valerle para acreditar un número de colonos que no le reportará ni problemas de mantenimiento, porque están muertos, ni sanción por fraude, ya que podrá darlos la baja a todos en el futuro recuento administrativo.
A partir de este propósito se despliega una novela subyugante por su maestría narrativa y sarcástica intención, que no rehúye la crítica social, desplegada a través de la sorna. Cualquier tipo o situación sirve a Gogol para atizar el fuego de la ironía: la manifiesta a través de la pintura de costumbres, con la ridiculización de los ordenamientos vigentes en su tiempo o mediante la taxonomía de las almas (vivas), con la descripción detallista de sus hábitos y vicios. El chiste, en su dimensión metafórica, se convierte en recurso habitual para este ejercicio descriptivo; sin embargo, la mofa inherente al ejercicio crítico parece benigna, mediada por el natural filantrópico del autor.
Asuntos no ya habituales, sino fundamentales para esta sátira son dos: las relaciones entre sexos y la idiosincrasia rusa. En cuanto a las primeras, parece ser que Gogol tenía una visión poco halagüeña del ser femenino. Fíjense si no cómo lucha Txitxikov contra sí mismo, después de haber recibido la flecha de Cupido: “Ahora es una niña; en ella es todo sencillez: dice todo lo que se le ocurre, se ríe cuando se le antoja, Se podría hacer de ella lo que se quisiera. Podría llegar a ser una mujer maravillosa, y podría resultar completamente inútil –y resultará inútil, de seguro–.” Aun considerándolas genéricamente como “un enigma”, bien que Gogol tilda a las mujeres de superficiales, caprichosas, sin pizca de objetividad, intrigantes, chismosas, iracundas y vengativas. De todos modos, y siempre según nuestro autor, varones y hembras comparten un sino no ya trágico, sino también grosero: el paso de la edad degenera por el igual y de modo pleno a todos los miembros de la especie, en sus dimensiones física, anímica y moral.
En cuanto al segundo de los asuntos citados, si hubiera que someter el alma colectiva rusa a su peso en la balanza de Osiris, Gogol pondría en el plato benigno costumbres tan nobles como la hospitalidad (deber sagrado entre sus paisanos), la sobriedad de las maneras, la generosidad (en Rusia, “los espíritus antes tienden a la prodigalidad que a la avaricia”) y la resistencia a la adversidad (“el ruso tiene agallas para todo, y puede soportar todos los climas”). En cuanto a los vicios y defectos, cabe destacar la obsecuencia (un ruso prefiere saludar a una persona de estatus social superior a disfrutar de la amistad de sus iguales, afirma el autor), el carácter acomodaticio (“la afición a la comodidad que es característica de los rusos”), el hablar grosero, el exceso de orgullo (“un buen ruso no gusta de confesar su culpa ante extraños), la falta de perspicacia (tal vez por confiado), la sumisión al mando (más por pereza intelectual que por ausencia de ánimo) y las golfas tendencias a hablar groseramente y beber en exceso, considerada esta última como herencia pagana. Más difícil de calificar, si virtud o tacha, es la impulsividad: “en los momentos críticos, un ruso decide siempre, sin cavilaciones, qué es lo que ha de hacer”.
La novela también está jalonada por numerosas pinceladas de crítica social. En algunos casos se trata de cuestiones ligadas a la Rusia de su tiempo, como el desprecio de las clases altas por la cultura autóctona; por entonces, la lengua francesa era el vehículo de comunicación en los ambientes pretendidamente refinados de la aristocracia y la burguesía acomodada (algo así como la moderna jerga inglesa del coaching, master, trainer, etc. en la liturgia empresarial de nuestros días). Pero más duras aún son las alusiones al carácter injusto de la servidumbre, que reducía al rústico a la calidad de objeto. Sin olvidar el despiadado retrato de la burocracia zarista, una de las máquinas más desarrolladas (dada el número de sus efectivos y compleja organización interna), influyentes (pues todas las actividades públicas del país estaban de algún modo intervenidas o condicionadas por el entramado administrativo), corruptas e inútiles de la historia de la humanidad. Otros apuntes adquieren un carácter universal, atemporal incluso, como aquellos que hacen referencia al provincianismo, en su doble vertiente de exhibicionismo social y connatural desconfianza hacia toda persona, idea o influencia foránea.
“Ni una novela, ni un relato. Algo completamente original”, así calificó Las almas muertas el gran Tólstoi, mientras que Gogol se empeñó en considerar su obra como “un poema épico” de intención moralizante. Llámesela como se quiera a esta obra, resulta siempre tan alegre la expresión de Gogol que la literatura parece un juego en su pluma, todo lo opuesto a una disciplina; algo fácil y espontáneo a pesar de su cuidado formal, tan exquisito que no parece existir.