Madre e hijo (Pozitia Copilului, 2013), de Calin Peter Netzer
Por Miguel Martín Maestro.
Berlín 2013, febrero, Pozitia Copilului gana el oso de oro y añade un nuevo éxito internacional de crítica y jurado para el cine rumano. Mayo de 2014, alguien en la distribuidora decide que “ahora” es el momento adecuado para estrenar esta obra tan rotunda en España. En diferido y con forma de simulación, seguimos estrenando novedades, nos quedamos tan satisfechos viendo con más de un año de retraso los triunfadores de Cannes o Berlín, o no viéndoles, que es otra de las opciones más corrientes, porque no siempre triunfa lo mejor, o no todo lo bueno triunfa, y se pierde en los estantes de productores y exhibidores, esperando el pirateo y/o la copia internacional.
El título es tan engañoso en español que sólo la idiocia generalizada puede hacer pensar que es más atractivo leer “Madre e hijo” que “La postura del hijo”, título real que encierra mucha de la verdad que a ritmo aparentemente lento, pero implacable, desarrolla esta historia de clase alta en uno de los países más pobres de la Unión Europea, donde la posesión de euros denota el status de la gente, y donde pagar sobornos en euros o en leis también implica diferencia de clase, pobreza para los de siempre, claro está, porque los ambientes interiores donde se mueven los protagonistas denotan un status económico desmesuradamente alto para su nula actividad laboral.
Desde mediados de la década anterior, más o menos, todos los años llegan una o dos grandes películas rumanas a las carteleras españolas, no es mucha cosecha si detrás no hay algo más, pero los nombres de Cristi Puiu, Cristian Mungiu, Andrei Ujica, Radu Muntean, Corneliu Porumboiu, Radu Jude, Florin Serban y ahora Calin Peter Netzer se han hecho conocidos y esperados para el aficionado al cine de autor, al cine de personajes y de historias antes que el de brochazo, tv movie y comedieta amable que tanto éxito cosecha en España.
¿Dónde miran los personajes de Madre e hijo? Esas miradas reflejan la personalidad latente de todos ellos, y sólo dos personajes, los dos mujeres y los dos madres, son capaces de sostener la mirada durante toda la película a cualquiera de sus interlocutores, la madre y la pareja del hijo de la película despliegan todo su poder en cada una de las escenas. Hay una lucha soterrada entre ambas, pugna que termina siendo reconocida por el papel de la madre, con una interpretación destacable de Luminita Gheorghiu, en una conversación sin máscaras con la compañera de su hijo, “no tenemos por qué ser amigas”, que se salda con una derrota de la madre, intentando recuperar al hijo recibe la noticia de que la relación se ha terminado, con una serie de informaciones sobre el tipo de persona que es ese hijo ideal ultraprotegido sobre el que gira todo el comportamiento de la madre. Esa mirada frontal que, sin embargo, se desploma en la escena final en casa de esos padres que han perdido a un hijo adolescente en un accidente de tráfico protagonizado por el hijo de Luminita. Y si la mirada de la madre se desploma en ese momento, sola, acompañada únicamente por la pareja de su hijo que, en la realidad no lo es, y que mantiene la mirada alta en el trance, no es porque la abrume la situación de esos otros padres arrasados por el dolor de la pérdida, sino por su propia pérdida, por la convicción absoluta de que la postura de su hijo es inamovible, o se olvida de él y deja que se comunique con su madre cuando él quiera o no volverá a tener noticias suyas, el dolor que siente es el resultado de comprender que la pérdida le duele tanto a ella como a esos padres en estado de shock.
Peter Netzer utiliza una situación extrema y sobrevenida, un accidente de tráfico, con exceso de velocidad y con un muerto provocado por el hijo, para desplegar todo el catálogo de habilidades de una madre que trata de salvar, como siempre, al amadísimo hijo de una burocracia que ella entiende injusta ante lo que sólo ha sido un accidente, utilizando todo el amplio catálogo de influencias habidas y por haber, el que justifica que haya una justicia para ricos y otra para pobres, comprando testigos, sobornando fiscales, pagando entierros, todo lo que sea preciso para demostrar a ese hijo que sin su madre está perdido. Previamente habrá confesado, en el arranque de la historia, a su cuñada, que está harta de ese hijo maleducado, desconsiderado, egoísta, alejado, que no quiere que le llame todos los días, ordinario, “¿tu crees que me ha dicho que se la chupe, que le deje en paz?”, culpando, como no puede ser de otra manera, a la pareja de su hijo de ese comportamiento, “ya ves, se ha juntado con una mujer con una hija a cuestas”, porque en el fondo no hay peor ciego que el que no quiere ver, y en este caso el hijo es como es, pero muchas de sus incapacidades e inseguridades proceden de esa relación enfermiza que la madre pretende con el hijo, como si éste no hubiera sobrepasado la treintena. Porque estamos acostumbrados a que los padres avergüencen a los hijos en público, sobre todo en la adolescencia, pero cuando los padres se empeñan en tratar a los hijos como adolescentes toda la vida, o les transforman en pusilánimes o en aprovechados inseguros, y este hijo recoge toda la cosecha esperable de una madre posesiva y dominante.
El accidente es el leit motiv sobre el que gira la historia, pero no nos dejemos engañar, no es el accidente lo importante, el accidente es el mc guffin del director para que, quien quiera, se intrigue con la pseudotrama de investigación, ya sabemos lo que pasó y lo que no pasó, sabemos que, al final, las víctimas se sentirán verdugos por no evitar que su hijo cruzara la carretera en ese momento, pero ese accidente permite, de manera sutil, enseñarnos la realidad de los personajes y la realidad de un país que, como en el anterior cine rumano mencionado, falla casi todo, empezando por el propio estado. La cámara a la altura de los personajes, mano rápida y nerviosa, como si la propia madre se encargara de filmar su propia vida, sus idas y venidas de Bucarest al pueblo donde tiene lugar el atropello, sus visitas a la casa del hijo donde no es bien recibida, las reuniones familiares al dictado de la poderosa personalidad de la madre, como un vídeo casero bien hecho, como un reportaje crudo y real sobre la personalidad absorbente y castrante de la madre que desemboca en la postura del hijo, justo la contraria de la que la madre podía sospechar o imaginar.
Las miradas y los ambientes opresivos de la película, faltos de luz, enclaustrados entre las paredes protectoras de una madre en vigilia permanente se refuerzan con esas dos escenas de inicio y final, como prólogo y epílogo de una historia sin demasiada esperanza porque lo que el hijo y la madre quieren es incompatible, no hay término medio, lo que el hijo quiere angustia a la madre y lo que la madre quiere aniquila al hijo, a la madre no le queda más que renunciar y esperar, pero mientras tanto, esa postura del hijo anula todo su proyecto protector, como esas parejas imposibilitadas para compartir su vida o para seguir engañándose con utopías irrealizables, y que tampoco pueden separarse definitivamente y para siempre, aquello que queda remueve por dentro, y aun sabiendo que cualquier solución es mala e insuficiente, es preferible sufrir a pensar que todo ha terminado.