Un tipo muy formal: «LOS HERMANOS RICO», de Georges Simenon
Por Ignacio González Orozco
«Tres eran tres,/las hijas de Elena./Tres eran, tres,/y ninguna era buena», dice la canción popular. También son tres los hijos de Liz: Gino, Tony y Eddie, los hermanos Rico, y no destacan precisamente por su virtud.
Dados su asunto, estilo y planteamiento narrativo, cabe considerar Los hermanos Rico como una narración genuinamente estadounidense del siglo XX, pues aborda una historia relativa a la Mafia italoamericana, cuya fama ha trascendido fronteras gracias al séptimo arte, que ha convertido sus turbios negocios en asunto de epopeya. Sin embargo, el autor no había nacido en Nueva York, Florida o California, escenarios de la novela, sino en Bélgica: se trata de Georges Simenon (1903-1989), prolífico escritor a cuya pluma debemos casi 400 folletines y novelas, 76 de las cuales protagonizó el célebre inspector Maigret (y no es la que nos ocupa una de ellas).
Residente en París desde 1922, Simenon fue alabado con creces por André Gide, quien lo encumbró como “un gran novelista: quizás el mayor y el más auténtico que hayamos tenido en la literatura francesa hasta hoy». En 1945 emigró a los Estados Unidos, tras ser acusado de colaboracionismo con los nazis por el Comité de Depuración del Ministerio de Artes y Letras de Francia… De nada le valió el mal trago de haber sido investigado por la Gestapo durante la ocupación alemana, al sospechársele linaje hebreo. Diez años pasó en Norteamérica antes de volver a suelo galo, tiempo suficiente para recorrer el subcontinente en automóvil, de cabo a rabo; también para sentirse literariamente subyugado por el pujante protagonismo político, económico y social que el crimen organizado había adquirido en el país de las barras y estrellas. Buen ejemplo de esa atracción representa Los hermanos Rico, publicada en 1952.
Empieza la novela con la presentación de la vida hogareña de Eddie Rico, probo empresario de modestos orígenes; un hombre aparentemente hecho a sí mismo en cumplimiento del sueño americano, bajo cuyo prestigio ciudadano se esconde un peón de la Cosa Nostra. Sus hermanos Gino y Tony también trabajan para la Mafia, pero carecen del sentido práctico y el temple comedido de Eddie. Ambos son personajes de talante arrebatado: Gino, un sujeto sanguinario; Tony, un sentimental –esta condición no le absuelve de sus faltas– que pierde el seso y muy temerariamente abandona su vida pasada para redimirse moralmente ante la mujer que ama. Por supuesto, la defección de Tony despierta las suspicacias de sus antiguos jefes y compañeros, quienes, por simple defecto profesional, olfatean peligro en todo lugar y caso ajenos al orden estable que proporcionan los vínculos familiares.
En el transcurso del relato, de rápido curso, asistimos a la maduración de un final trágico. También al conflicto interior de Eddie: cual moderna recreación del mito de Antígona, se debate entre el mandato moral respaldado por los sentimientos fraternos y la norma del grupo en cuyo seno halla justificación su vida, representada por la omertà (ese peculiar sentido del honor, fundado en la ley del silencio, que rige las relaciones internas de la Mafia).
Simenon recorre este camino de angustia de modo muy fílmico, sirviéndose de una redacción escueta en cuanto a recursos, sólidamente apoyada en las conversaciones de los personajes. Pocas pero acertadas son las pinceladas de ambiente y la acción se presenta en una cadena de escenas cinematográficas, que eluden circunstancias menores para resaltar las piezas clave del drama. Un tipo de lectura, por tanto, que resultará grata y familiar a los amantes del cine negro.
En Los hermanos Rico, el autor reflexiona acerca de los vínculos entretejidos por una lealtad que a la postre no es sincera, sino espuria, basada a partes iguales en el beneficio y el miedo. Pero ambos influjos comparten su protagonismo con una fuerza no menor, la costumbre (y también la incertidumbre), porque de tanto hablar de la lucha entre el ángel y la bestia que todo humano incuba en su interior, con frecuencia se olvida la compañía silente –y aun la vigilancia– de otro numen no menos terrible: la resignada complacencia, un espíritu de fatalismo socialmente sancionado por la creencia colectiva en la inmovilidad del orden dado, que no permite excesos de ningún tipo, ni angelicales ni diabólicos. Si como creía Platón, cada una de las potencias del alma define al sujeto que domina, en esta novela ese individuo modoso y vulgar, aunque no menos práctico, se llama Eddie, persona íntegra por igual ante las leyes externas –como el ejemplar ciudadano que finge ser– y con los vínculos de cofrade de la Cosa Nostra.
El ángel del relato –que no por ello hubo de ser siempre bueno– es Tony, a quien una mujer sirve de revulsivo moral (viejo tópico literario, el de la redención por el amor). El arrepentido se inmola en el ara que ha improvisado de un día para otro, al preterir otras lealtades debidas. Pero obsesiones como el amor también son humanas, al igual que la enfermedad o el vicio, conque fácilmente se excusan.
En cuanto a Gino… «Gino es un asesino», dice Tony a Eddie, connotando el verbo con un sentido de perennidad que excluye cualquier posible enmienda. Y como buena alimaña, cazador a rececho, Gino juega siempre con ventaja y antes de que las cosas se compliquen en exceso, huye al barruntar el peligro que corre su hermano Tony (humana debilidad, ¿quién no la comprende?), no sea que le planteen la disyuntiva de eliminar o ser eliminado. Tal vez sea esa su única oportunidad de redención, la huida que lo aparte del mal.
¿Qué hace Eddie mientras divisa el tornado sangriento que se está formando a su alrededor? Sencillamente, nada. Piensa, sí, y a ratos le reconcomen los sentimientos, pero queda expectante ante la mecánica del crimen. Dicho de un modo muy aristotélico: su posición natural de ser acomodaticio acabará imponiéndosele, incluso por encima del dolor filial, convencido de que una preocupación deja de serlo –y un problema, pues también– cuando nada puede hacerse para evitarla. De este modo, el pretendido realismo de su valoración abonará las raíces del mal. Sí, es cierto, intentará disipar la tormenta en la medida de lo posible (una dimensión, la posibilidad, sesgada de raíz por la resignación de quien eludió el combate de antemano), pero a la postre nada hará, salvo no impedir; cumplir pasivamente con la norma.
Simenon se desentiende así de los héroes, siempre admirables en algún sentido, y de los antihéroes, generalmente admirables por su escasa admirabilidad. Su mayor logro estriba en mostrarnos la vulgaridad en su plena esencia, encarnada en un individuo pusilánime, acomodaticio y en último extremo criminal no por sus propios defectos, sino por su dimensión social, como miembro de una visión del mundo tan desmovilizadora como ampliamente difundida. De tal modo nos hace reconocer que Eddie Rico también está de alguna manera en todos nosotros. Juzgarle es juzgarnos, y está bien que así lo entendamos.
Excelente comentario y retrato de la novela. Así era Simenon, claro, sin arañar demasiado la superficie. No podía escribir de otra manera. Durante mucho tiempo, escribió a razón de un libro cada semana para ganarse la vida, y era un maestro en esas lides. Durante el periodo que convivió con los nazis, intentó escribir una gran novela, pero no tenía la necesaria paciencia, y acabó mal, acusado de colaborar cuando lo que él quería era escribir como simple observador de la condición humana, más allá del bien y del mal, y tuvo que marchar a Estados Unidos, que es cuando sucedió lo que explicas de maravilla.