Carta al artista cubano Manuel Mendive
[El 22 de mayo se inaugura la exposición Iré del maestro Manuel Mendive en la sala Maruja Mallo de Las Rozas (Madrid). Se trata de una oportunidad de lujo el poder disfrutar de la obra de este artista en España. Ha sido Premio Nacional de las Artes Plásticas en Cuba. Y cuenta con una de las carreras más sólidas e imponentes del arte cubano y latinoamericano contemporáneo. Iré, en lengua yoruba, significa “un bien”, “una bendición”. Es por ello que esta muestra se presenta bajo esta vocablo, precisamente, por tratarse de una celebración y de una suerte la de poder contar con la obra de tan relevante figura en el contexto artístico y cultural español].
Por Andrés Isaac Santana (comisario de la exposición).
Nunca he tenido la posibilidad de decírtelo en persona, pero creo que eres uno de lo más grandes artistas cubanos de todos los tiempos. Una especie de demiurgo contemporáneo, un vigilante sigiloso del legado cultural que nos dibuja y nos perpetúa en el horizonte de las identidades multiplicadas y yuxtapuestas. Tu obra y tú, resguardan, para la memoria y los sueños de los hombres, los textos sagrados de un acervo sobre el que pesan islotes de escrituras y de digresiones ensayísticas más o menos sofisticadas. Eres un guardián en los límites del ritual y de la ceremonia. Al lado de tu obra, no podría ser de otro modo, se te advierte como un Demóstenes sabio y tranquilo que no halla en la prisa su estrategia, sino que bucea en el silencio ancestral para pulsar las reverberaciones seminales que fecundan los textos culturales.
Verte andar por las angostas calles de La Habana Vieja es un privilegio. En medio de su fuerza, de su impulso telúrico y arrollador, te creces como un auténtico príncipe santero. Y sabes, sabes bien, que incluso antes de que existieras, ya existía el hombre y la naturaleza. Existía en una especie de cosmología expandida y de comunión sintética en la que sus fuerzas, sus proyecciones cósmicas, sus anhelos alquímicos y sus traducciones poéticas, quedaban registradas en el tejido de un texto que fue articulado, con mimos, por el discurso mismo de la cultura. Es justo por ese devenir que respeta la unión en lugar del corte; el goce de la plenitud en lugar de la anorexia del deseo; la consumación del ideal en lugar de su boceto torpe y de la mueca ciega, que tu obra resulta en extremo representativa de esa sensibilidad cultural que entiende el éxtasis de la belleza como trofeo. Ella, con todo derecho, participa, vigila y cuida, como lo hace el señor barroco americano, de las grandes síntesis y pulsiones eónticas que están en la raíz de la identidad cubana y que reverberan en el plasma lezamiano de una cotidianidad abocada al verbo, al roce, al vértigo de lo racial, al revés de la cópula que arbitra el falo, a la estridencia del carnaval, al grito que nunca conoció la voz porque el ruido siempre le precede en forma de epifanía. Tus textos, que ya no simples obras circunscritas al canon, encausan entonces la cadena sémica pertenencia-traducción-simbolismo, que ejerce como catalizador de esa identidad cubana y latinoamericana condensada en el estilo de lo propio, de lo singular, de lo que me hace ser único frente al espejo expandido de las diferencias que rubrican su canto en la última tonada del cisne.
Llevo tiempo deseando escribir sobre tu obra, pero ante tanta lectura reduccionista y el ímpetu hegemónico de algunas voces te han pensado una y otra vez desde lugares comunes, preferí seguir en silencio los trayectos de tus carrera como artista, en mi afán de no rivalizar con aquellos que creen llevar siempre la razón ignorando así la falibilidad de los juicios de valor. Pero aquí estoy ahora, pensándote en forma de escritura. Como reza el refrán: “lo que está pa ti, nadie te lo quita”. Llegó entonces la propuesta sin yo buscarla, sin siquiera fabular con esa posibilidad. Y, en este ejercicio de pensarte y pensar en tu obra, debo reconocer que ella abandona el sentido más literal que occidente legó al lenguaje y a la palabra fría, para abrirse así a las modulaciones textuales y narrativas que hacen del arte un ejercicio de escritura poética y de sofisma. El ideal andrógino, parece decirnos, supera con mucho las segmentaciones y las parcelas pedestres a las que se aferra el pensamiento que ignora la belleza porque busca en la razón instrumental la explicación de todas las cosas. No sé si coincidirás conmigo. Ni siquiera estoy seguro de que puedas leer esta carta a tiempo, pero creo que en el centro mismo de estas piezas, que me regalas ahora en imágenes, habita la androginia, el travestimos de los símbolos, la sinuosidad del erotismo que vence la rectitud fálica del gladiador a la intemperie frente a la bestia que le posee y devora sobre la superficie áspera de la arena. Ella es texto, es narrativa galopante que describe las trayectorias de ese mundo donde el coito no fue interrumpido por la castración y el embarazo -así- vio nacer la luz de la música hecha canto. Estas nuevas tablas, a modo de plegarias que recuperan la fe (antes extraviada por la soberbia y por el ego), son el recinto de muchos ideales, de muchas subjetividades que se agolpan y amalgaman en un universo predeterminado por los dioses. Turandot canta, canta hasta la afonía misma del útero que se seca y llora porque no desea que la realidad le convierta en Efigie, en simulacro de lo que fue y es ahora. Ella ríe y canta en el sol nuestra infinita felicidad porque sabe que el canto deviene salvación ante el impulso cegador de la barbarie. La luz del mundo hace el amor cuando la unión sepulta el corte, tanto como las escisiones que hieren y marcan, ceden terreno a ese “activo” en el cruce orgánico de la diversidad etno-cultural de lo americano.
Creo que es justo ahí, y no en la lectura fetichista propensa al dato y las corroboraciones pragmáticas, donde reside la mayor gracia y virtud de esta nueva obra. La sustancia que alimenta esta obra, tanto como el agua que fecunda la tierra, alegoriza ese mismo crisol que imanta los símbolos para que no pierdan el rumbo ante la travesía que privó de ojos a las estatuas. Es ahí, en ese “noble vivir”, en esa “cadencia del desenvolvimiento cotidiano” donde se constata un sensible desplazamiento en relación con la ascendencia europea que tanto insomnio ha provocado a la maltrecha ontología del ser. El ser cubano, el ser latinoamericano, el ser universal que no confunde la identidad con la patria, la tierra con el hogar, no necesita esperar por la hechura histórica de un occidente pesimista y escéptico que fragmenta y divide; él sabe, sabe bien, que la afirmación de la voz en los cruces donde hubo sangre y dolor, donde el látigo del amo doblo la espalda negra en ultramar, ha hecho rescatar el lenguaje de la propia mismidad y pertenencia.
Todo aquí es liturgia, disposición de una gramática plagada de simbologías y de accidentes ecuménicos que persigue el orden frente al caos y la pérdida. No existe el rebote o lo refracción aireada, la negación o el culto desmedido. Existe, por el contrario, la fundación de una matriz que redunda en una nueva configuración textual. Lejos de lo que ha llegado a pensarse en reiteradas ocasiones, no creo que tu obra genere una iconografía de lo religioso-santero. No, en modo alguno su abecedario se detiene en la torpeza de una escritura reproductiva y de calco que se congela en el ideal mimético. Muy distinto de ello, lo pienso ahora que te escribo, da luz a un universo personal que antes, en el fuero interno de tu subjetividad cultivada por la práctica del arte y por la experiencia de la vida, supo que en el cruce y en la yuxtaposición de los textos, habitaba el rumbo de la urdimbre personalísima de tu poética. No hay reproducción sino fabulación; no hay copia sino creación-invención; no hay estilo sino destrucción de éste; no hay una fuente recortada sobre el asfalto ardiente sino un mar insondable donde Alfonsina cuenta las caracolas bajo la superficie, mientras escucha el canto de las sirenas que la animan a abrazar la muerte. Eso es una obra total, completa, plena. Una obra que es capaz de escribir y re-escribirse; de hablar y de decirse; de gritar y susurrar al oído como lo hace el amante cómplice; de acompasar los tonos y romper la armonía; de entender que las palabras dichas -ahora en boca de otros- aparecen nuevamente nacidas. Estas piezas son pequeños ensayos de cultura. Respaldan un mundo, reverberan un universo, movilizan todo un vocabulario.
No lo sabes, no tendrías por qué, pero he de confesarte que me emociono siempre cuando advierto que hay un alto grado de abstracción en la totalidad de tu obra. Una abstracción soberbia que le abraza y le redime. El relativo clasicismo de sus formas prevalece, al tiempo mismo que abdica (como cuando el falo del negro reposa) ante la resonancia estética de unas mitologías que se hicieron personales. Estos referentes de una ascendencia etnocultural travestida, se asumen de tal modo que la sospecha les acosa y le interpela en la medida misma que fraguan infinitas convergencias de modelos narrativos inéditos. Apreciamos -entonces- una elocuente singularidad: no se trata tanto de signos concretos o de señales que puedan ser rastreadas en la textura misma de la obra o de las fuentes culturales que la alimentan; se trata, en cambio, de operaciones orgánicas dentro de un sistema de relaciones que actúan de un modo estratégico más no mimético. Esto es algo que me fascina de tu trabajo, con la misma intensidad que me hace aborrecer otras de espíritu epigonal y oportunista. Y es esa capacidad de abstracción/generación que no redunda en la posibilidad de una genealogía epidérmica de un posible relato del ideal santero cubano; sino que ella misma es capaz de articular un abecedario propio, robusto y elocuente, donde no se produce la aprehensión de lo anterior sino la epifanía de lo singular. Es muy amplio, lo sabes, el número de artistas que reproducen ese código. Pero es muy escaso el valor de esas obras, casi nulo. Son puras caricaturas, accidentes ontológicos de un mundo en el que tú creas robustas personalidades que habitan bajo su propio sino. Siempre me pregunto acerca del valor de la erudición ¿acaso es viable hoy? Creo que resulta más atractiva la audacia de la inventiva y de fabulación que el paradigma de la erudición en tanto emblema de una sensibilidad moderna que ya ha muerto ¿Qué piensas tú?
Igual esta puede ser una línea de reflexión para ese texto que estos días me aguarda y en el que debo superarme a mí mismo. Buscaré el modo de abrir una brecha en la rigidez del discurso que sobrevuela tu obra a modo de verdad pretextada. No sé si lo consiga, pero has de estar seguro de que lo intentaré. Disfruto con la inversión, con cierta dosis de subversión de lo dicho con anterioridad. Nunca he podido comprender como algunos críticos o escritores buscan la limitación del lenguaje, en lugar de explorar en sus márgenes el potencial insondable de la palabra. Creo que así estrangulan el verbo. Yo prefiero su vértigo, su posesión, el control que él ejerce sobre mí. Y no a la inversa.
Debo despedirme. Se me ha hecho tarde y la noche está a punto de advertir el advenimiento de un nuevo día. Pero antes, si me permites, debo confesarte que la evocación que de siempre me ha provocado tu obra, es solo comprable con la emoción que me embarga al escribir ahora estas líneas en la distancia y el olvido. Eso, qué duda cabe, solo puede provocarlo el arte cuando nos jacta de piedad y de reconciliación, cuando nos otorga el don de la parodia para burlarnos de esa sed de gravidez que apunta el cirujano cuando corta el cordón umbilical de nuestras vidas para expulsarnos a ese “afuera”, que es el mundo.
Recibe un fuerte abrazo de este silencioso y leal admirador.