10.000 km. (2014), de Carlos Marqués-Marcet

 

Por Miguel Martín Maestro.

10-000-KM_cartel_peliLas razones por las que películas pequeñas, muy pequeñas, se cuelan por las rendijas de la exhibición, apuran premios en festivales, comienzan a ser ensalzadas hasta el agotamiento y funcionan entre la prensa especializada mientras otra larga serie de obras complejas e igual de pequeñas agonizan en los discos duros de los creadores o en los fondos de armario a reventar de productores o distribuidores, se me escapan, como se me escapa la imposibilidad de ver el cine que más me atrae del panorama cinéfilo en el momento en que todo el mundo habla de él. ¿Cuándo será posible asistir a los festivales desde el salón de nuestras casas compartiendo, en el momento en que se produce la eclosión o la decepción, a los primeros pases de una obra comentada por un grupo de afortunados o iniciados?

10.000 km. atesora evidentes hallazgos visuales propios de las nuevas generaciones de cineastas, mezclando el uso de imágenes de cine, vídeo, fotografía, cámara digital, webcam, redes sociales… junto con los errores típicos de primera película en la que algunas partes sobresalen del todo y hacen más evidentes las debilidades del conjunto. Lo peor de la película, con diferencia, es comprobar que sabes lo que va a pasar desde el minuto 1 hasta el minuto 90, y esperas en los últimos 5 minutos algún giro argumental que remonte lo que ya sabes porque la película no trata de ocultarlo. Lo mejor es el retrato del día a día, ordinariamente aburrido, asfixiante, decepcionante, de una relación condenada a no tocarse ni a sentirse, a perderse en una relación tecnológica como un “impasse” que, en vez de transformarse en tiempo muerto, desemboca en tiempo perdido.

Cuando hablo de partes que sobresalen del resto y provocan cojera del conjunto me refiero, sobre todo, y desde mi gusto personal claro está, a la enorme diferencia interpretativa entre Sergi y Alex (David Verdaguer y Natalia Tena) que supone un desequilibrio evidente, pues frente a la naturalidad y espontaneidad de él, se enfrenta la sobreactuación y envaramiento de ella, lastrada por un acento –¿propio o simulado?– de extranjera que impide entender lo que dice en muchas ocasiones.

Como retrato de los tiempos que vivimos recoge un escenario emocional que ha de creerse frecuente, el éxodo juvenil, y no tanto, de europeos del sur obligados a buscar su sustento y desarrollo profesional fuera de este país cateto y atrasado donde se prefiere subvencionar un espectáculo atávico y sangriento en vez de mejorar la cultura general de los ciudadanos y, por qué no, la libertad de prensa, y que provoca relaciones inesperadas y hasta hace muy poco infrecuentes entre personas de nacionalidades muy diferentes, del mismo modo que provoca rupturas distintas a las del desamor o el agotamiento de relaciones.

Frustración derivada de anteponer lo profesional a lo personal y que incide directamente en todo aquello que parece importante pero que, bajo el mantra de que lo importante es trabajar y formarse, hace que lo íntimo pase a un segundo plano bajo la mentira piadosa de que “sólo es un año”. Educados en el egoísmo sentimental, las relaciones funcionan en tanto que no sea necesario abandonar todo por alguien, pues en ese momento el vacío que supone saber que abandonas casa, familia, amigos y te lanzas a la aventura no lo compensa saber que alguien te espera a 10.000 kilómetros, porque en el momento de decidir ya es tarde y ya te has dado cuenta de que, en esos 10.000 kilómetros de distancia física hay otros tantos de distancia emocional.

La película empieza y termina con una situación similar, en pleno acto sexual, solo que el del principio es puro deseo y disfrute, mientras el final es desesperación y frustración. Nunca hubo más distancia entre Alex y Sergi que en ese plano final con ambos sentados en el mismo sofá, esos son los verdaderos 10.000 kilómetros de distancia.

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