El cálculo del placer: «CARTAS» de Epicuro.
Por Ignacio González Orozco.
Un estrecho brazo de mar de menos de dos kilómetros de anchura separa la Turquía anatolia de la isla helena de Samos, que en los siglos VI y IV a. de C. figuró entre los emporios culturales más importantes de Jonia, la tierra materna del pensamiento filosófico. No en vano fue cuna de dos de los grandes genios de la antigua Grecia, el matemático y místico Pitágoras (h. 580-495 a. de C.) y el filósofo Epicuro (341-270 a. de C.).
La primera instrucción de Epicuro corrió a cargo de su padre, Neocles, y de Pánfilo, discípulo de Platón. Tal vez este le animara a trasladarse a Atenas (h. 232), donde tomó contacto con el materialismo de Demócrito, opuesto al idealismo platónico. En la capital ática inauguró el samio su propia escuela, caracterizada por impartir sus clases en un jardín-aula (suponemos que siempre y cuando lo permitiera la meteorología). Sobre el dintel de la entrada podía leerse: “Aquí te encontrarás a gusto, huésped. Aquí el placer es el bien supremo.”
Al parecer, nuestro filósofo compaginó la docencia con la redacción de numerosos ensayos filosóficos, todos ellos perdidos salvo tres cartas, remitidas a sendos amigos: Heródoto (no el historiador, sino un homónimo), Pitocles y Meneceo. En ellas trata acerca de las capacidades de nuestro conocimiento, las leyes de la física y el orden cosmológico, y de la buena conducta y su resultado, la felicidad. Además de estas misivas, también se conservan 80 aforismos, hoy bajo custodia de la Biblioteca Vaticana (donde fueron descubiertos en 1822, tras muchos siglos de olvido). De no menor importancia para conocer su pensamiento es la referencia dedicada al samiota por el historiador Diógenes Laercio, autor de Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres (siglo III).
En síntesis, y a tenor de lo que sabemos por los citados escritos o merced a testimonios indirectos, Epicuro pretendió mostrar cuáles eran –son– las pautas de comportamiento adecuadas para disfrutar de una conciencia feliz, pacífica e intelectualmente reconfortante en cualquier situación existencial, finalidad que en sí misma parece titánica.
Para empezar, y siguiendo las platónicas enseñanzas de Pánfilo, nuestro filósofo asumió que las percepciones de los sentidos no se correspondían de un modo exacto con la realidad que las generaba. Ahora bien, puntualizó esta apreciación desde una perspectiva materialista: la sensibilidad construye imágenes a partir de cuerpos que no deben su entidad a ninguna realidad externa a los propios objetos (las Ideas, en el pensamiento de Platón). Leemos en la Carta a Heródoto: “El universo está formado por cuerpos. Su existencia queda más que suficientemente probada por la sensación, pues es ella, lo repito, la que sirve de base al razonamiento sobre las cosas invisibles”. La naturaleza, sentenció Epicuro, es autosuficiente, eterna y autónoma, en tanto que no sujeta ni en su creación ni en sus procesos al poder de ninguna divinidad o instancia metafísica superior.
No implica ateísmo el aserto anterior. El filósofo de Samos reconoció la existencia de los dioses en su Carta a Meneceo, pero los recluyó en un ámbito de perfección inaccesible, ajeno por completo a los avatares del mundo (una idea introducida por Jenófanes en el siglo VI a. de C. y recogida por Voltaire en la centuria decimoctava).
Licenciar a los dioses de sus habituales deberes para con los humanos suponía dejar en manos de los segundos la resolución de la eterna diatriba entre el bien y el mal. Así que nuestra especie, para crear su norma ética, necesitaba un referente que pudiera ser aceptado por todos sus miembros. ¿Cuál fue para Epicuro ese valor, esa norma no divina pero igualmente apreciable? Ni más ni menos que un principio de funcionalidad precedente en muchos siglos a la formulación de las bases teóricas del utilitarismo moderno.
El asunto se explica así: sin interacción posible con los dioses inmortales, los humanos poseen un don básico y principal, la vida, y fuera de ella no hay ninguna otra posible experiencia física ni mental, conque deben disfrutar de su existencia con toda la plenitud que les sea posible. De antemano, ningún deleite era malo para el filósofo de Samos; probarlos, parece que debió probarlos todos los que a su abasto estuvieron, o casi todos. Pero tampoco hay ningún gozo excluido de la reflexión, y a tenor de lo experimentado se entretuvo el samio en hacer una clasificación de tales dones, basada en su repercusión sobre el intelecto y el cuerpo. Cuando menos, tenía razón al suponer que cualquier humano tiende a considerar las repercusiones favorables o negativas de sus actos.
Concluyó Epicuro que el mayor placer era evitar el dolor y favorecer la salud de la mente y el cuerpo; por tanto, merecían ser tildados de “vanos e inútiles” los deseos que disiparan la tranquilidad intelectual y mermasen las fuerzas físicas. Entre ellos figuraban el ansia de poder o de riquezas, capaz de encadenarnos a la insania más cruel; también los consumos desaforados que atentan contra el vigor físico, porque los placeres que deparan no solo son efímeros, sino a la postre molestos y dolorosos. De lo cual se colige que Epicuro, más tarde tomado cual libertino en los corrillos populares, y también por versiones de inspiración cristiana interesadas en execrar los gozos del cuerpo, adoptó una doctrina hedonista de lo más conservador. Quedó escrito en la Carta a Meneceo: “cuando decimos que el placer es un fin, no nos referimos a los placeres de los depravados y los que están en el goce, como algunos que desconocen y no están de acuerdo o no nos entienden dicen, sino al no sufrir en cuanto al cuerpo y no perturbarse en cuanto al alma.”
Resultará paradójico, pero nuestro personaje alcanzó la convicción de que la vida, dada su irremisible finitud, no puede disfrutarse con la satisfacción de los deseos que provoquen un apego excesivo a su temporalidad. Cuando tanto amamos lo estrictamente material, su pérdida se antoja una tragedia, y en esa jaula mundana que encierra el vuelo del pensamiento anida el miedo a la muerte, considerado absurdo por Epicuro: “ninguna relación tiene la muerte con nosotros, pues todo bien y todo mal está en la sensación, pero la muerte es pérdida de sensación. (…) nada hay de terrible en el vivir para quien ha aceptado la idea de que nada hay de terrible en el no vivir” (Carta a Meneceo). La muerte no es nada, porque cuando ella irrumpe ya no está la mente (nuestra conciencia), y viceversa; a falta de sensaciones –única fuente de conocimiento– no hay dolor ni preocupación que valga, y debatirse en semejante esterilidad solo contribuye a que perdamos nuestro tiempo inútilmente. En la misma línea, recordemos unas palabras de Cicerón en su cuarta catilinaria ante el Senado romano (63 d. de C.): “los dioses inmortales no instituyeron la muerte para castigo de los hombres, sino como condición de la naturaleza o como descanso de nuestros trabajos y miserias.”
Como toda esta sabiduría proviene del aprendizaje mundano, el modelo de sabio epicúreo no se identifica con el hombre solitario, consagrado a la ascesis racional; bien al contrario, prefería el samio a un sujeto incardinado en su medio social, que entablara un diálogo perpetuo con sus semejantes a fin de intercambiar conocimientos y experiencias. Por eso, en tanto que vehículo de este continuo trajín de saberes, Epicuro ensalzó la amistad como el mayor de los bienes, idea que fue recogida y comentada por ilustres plumas posteriores, como Erasmo de Rotterdam o Michael de Montaigne. Además, la dulce conversación del amigo contribuye a la consecución de la ataraxia, un estado de beatífica imperturbabilidad ante el llamado de los falsos placeres que tachonan el curso de nuestros días. Así lo ratificó Lawrence Durrell en su inmortal Justine: “El amor es tanto más auténtico cuando nace de la simpatía y no del deseo, porque solo así no deja heridas.”
QUE BUEN ARTICULO, ME ENCANTA DEMASIADO ENTRETENIDO