Tom à la ferme (2013), de Xavier Dolan
Por Miguel Martín Maestro.
La atracción que me provoca el cine de Dolan se ve sorpresivamente afectada, como en una especie de “coitus interruptus”, al ver su última película. El Dolan reflexivo, profundo, serio, trascendente, me interesa mucho menos que el alocado, festivo, exagerado y afectado de sus dos primeras películas. Si Laurence Anyways puede tildarse de primera obra de madurez, demasiado alargada y reiterativa, Tom à la ferme se me escapa en su comprensión respecto a las dos primeras películas de Dolan, las soberbias, frescas y agradecidas J’ai tué ma mère y Les amours imaginaires.
No es justificación alguna que la película tome como punto de partida una obra de teatro que tenga como argumento el reflejado en imágenes. Corresponde al creador dotar a la historia del equilibrio suficiente para que lo que parece exagerado e incomprensible no supere los límites de admisibilidad para el espectador, porque si no se acepta la premisa de que Tom está retenido contra su voluntad en una granja a la que acude para asistir al funeral de su pareja masculina, la credibilidad de la historia se resiente por todos sus costados.
Nada que objetar a la forma pero si al contenido. Volviendo a tomar como referente el mundo de la homosexualidad masculina, los urbanitas modernos del Canadá francófono se ven escrutados en esta ocasión por el mundo rural que conforma una sociedad cerrada y asfixiante donde la homosexualidad es inaceptable, y menos su evocación y demostración pública. Tom acude a la granja con la intención de revelar a la madre del amante fallecido la condición de novio, y no de amigo de Tom, y la condición homosexual del propio hijo. Allí tiene que enfrentarse a una situación no prevista, la brutalidad de Francis, el hermano granjero, nada amanerado, violento, en puro estado animal, que, inicialmente parece querer proteger a la madre de una revelación insoportable –la de la homosexualidad de su hijo– para derivar poco a poco en una relación de dominación sobre el visitante, al que se le obliga a quedarse en la granja, a trabajar para ellos, a olvidarse de cualquier intención de regresar a Montreal. Tom es adoptado a la fuerza por la familia como un nuevo integrante, sometido, humillado, vejado, anulado hasta caer en un síndrome de Estocolmo del que saldrá en un momento de respiro cuando sea capaz de pedir la presencia en la casa de quien el muerto había hecho pasar por su novia.
Dolan juega al equívoco sexual nuevamente, pero en esta ocasión con el personaje de Francis, en quien tanta masculinidad desbordante encierra una indefinición de su orientación, pues tanto parece seducir a Tom como repudiarle, entrando en un conflicto psicológico que retiene a Tom ante la perspectiva de encontrarse con un nuevo Guillaume –el novio muerto–, abducido por su fuerza y pasión en evitar la huida, y componiendo un personaje muy complejo con el granjero inadaptado pero absoluto soberano de su ámbito, excluido de la comunidad por su carácter violento y peligroso pero ejerciendo un notable atractivo sobre el recién llegado, quien, como en la película de Buñuel, se ve a la vez obligado a huir pero también a quedarse en el ambiente de una granja que, pese a ese carácter, carece de cualquier espacio abierto en el que sentirse liberado y respirar.
Inevitablemente, la visión de la película remite a referentes clásicos que martillean al espectador mientras sigue la historia. Alejado del marchamo de nuevo Almodóvar contemporáneo que rápidamente se le otorgó con sus dos primeras películas, las referencias a las películas “insanas” de Polanski, al ambiente opresivo de casas cerradas, personajes peligrosos al tiempo que atractivos y al Hitchcock de Vértigo, con la idea del doble, de la obsesión enfermiza por recuperar al muerto, en este caso una obsesión que juega en dos direcciones, la de Tom atraído por el recuerdo que el hermano produce y que le acerca al amante muerto, y en Francis al explorar la personalidad del amante de su hermano, entrando en un juego de seducción, atracción y rechazo que, como en L’inconnu du lac, concluye entre sombras, en medio de una masa forestal, cerca del agua, pero en este caso sin que se reclame la presencia del peligro, sino intentando huir de él.
Tom está en la granja pero su espacio no es la granja, la obsesión le persigue en la huida, donde el pasado violento de Francis se hace visible en las consecuencias que otros han sufrido tras sus accesos de ira y donde Tom cree verle por cualquier rincón. La llegada a la civilización, ese semáforo que pasa a verde, indica que el espacio natural del que nunca debió salir Tom es el de la gran ciudad, ese semáforo da la bienvenida al verdadero granjero urbano a su hábitat. Particularmente prefiero el Dolan bizarro y juvenil, la atmósfera opresiva de la película deviene reiterativa y lo poco creíble del desencadenante de la relación atracción-odio-miedo entre los dos hombres lastra el desarrollo de la acción. No por nada, la película se cierra con los acordes de Going To A Town de Rufus Wainwright. Como final no está mal que Dolan, aun subconscientemente, sepa de dónde no debe salir nunca más: del universo conocido.
Hemos visto la misma pelicula?