La vida inesperada (2014), de Jorge Torregrossa
Por Jordi Campeny.
Llega una edad en que uno debe admitir que sus sueños no se han cumplido. Entonces llega un hondo pesar, pero aún queda un largo trecho de vida por delante. Esta cruda –quizás cruel– reflexión es la que late por debajo de la piel de La vida inesperada, film cuyo germen nació hace más de diez años entre las ensoñaciones y los largos paseos de su guionista, Elvira Lindo, y su protagonista, Javier Cámara, por la ciudad de Nueva York.
Nueva York. Ciudad de sueños, desde luego, en la que se han cumplido algunos pero se han desvanecido tantos otros. El cine se ha encargado siempre de mostrarnos la ciudad con tal devoción y perseverancia que a uno, al visitarla por primera vez, a pesar del monumental impacto, le asalta una extraña sensación de dejà vu. O la inquietante sospecha de estar deambulando por un decorado. Woody Allen, el más célebre retratista de Manhattan, tiene bastante que ver en ello.
Con la ciudad por excelencia de personaje protagonista, La vida inesperada narra la historia de Juanito (Javier Cámara) quien, después de varios años viviendo en la ciudad y no haber logrado la vida que soñó al pisarla por primera vez, recibe la visita de su primo triunfador con boda a la vista (Raúl Arévalo), dispuesto a pasar un mes allí. La convivencia entre ambos les servirá para descubrir las auténticas realidades que se agazapan bajo sus máscaras.
La película, comedia dramática con halo profundamente melancólico, funciona en gran parte gracias a la química excepcional entre sus dos intérpretes principales, motivo por el cual el precio de la entrada está ya justificado. Da gusto ver a estos dos excelentes actores darse la réplica en pantalla, quererse, herirse, equivocarse, dudar y encontrarse. Ésta es la mejor baza de la película, sumados algunos aciertos en el guión de Elvira Lindo, la notable puesta en escena de Torregrossa –quien ya demostró su pericia en este campo en su anterior film, la irregular Fin– y las estampas neoyorquinas –sus rincones, sus cojas realidades, sus suntuosos rascacielos, su luz–.
En el otro lado de la balanza encontramos algunos elementos más discutibles. Si bien es cierto que entre los dos primos fluye la química, no pasa lo mismo entre ellos y las dos actrices americanas que les dan la réplica. Sus encuentros amorosos le resultan a uno levemente inverosímiles –aviso para navegantes: se ha comentado mucho el infame doblaje de los pasajes en que hablan en inglés; la versión original resulta, en este caso, absolutamente indispensable–. Si bien es cierto que entre Cámara y Arévalo estalla la emoción y la risa, no ocurre lo mismo con las conversaciones vía Skype con la madre; escenas de inconfundible sabor almodovariano que no encajan con precisión en este puzle. Si bien es cierto que la pluma de Lindo –más que la mano de Torregrossa– logra momentos de altura –la comida en la azotea, algunas conversaciones que conmueven y erizan la piel–, ofrece otros menos logrados que hacen que, por momentos, el conjunto palidezca –las clases de cocina española, las ya mencionadas conversaciones por Skype, la almibarada secuencia final–. El uso de la música, importante, consigue aportar hondura en algunas secuencias, especialmente cuando acompaña y puntúa las imágenes de la ciudad, auténtica hechicera; en otros, resulta un tanto reiterativa y peligrosamente cargante, llegando a disneyizar algunos momentos de su tramo final.
Elvira Lindo. Pocas veces le ha sucedido a uno notar más la presencia y mano del guionista que la del propio director. Uno hace años que sigue y admira a la Lindo escritora, y la nota en cada instante: en las reflexiones de estos entrañables perdedores, en esta Nueva York que ven sus ojos y que tan admirablemente ha plasmado en sus artículos y en su deliciosa novela Lugares que no quiero compartir con nadie, en el halo vitalista y melancólico que impregna la película y su obra, en su reconocible e irreprochable capacidad para tomarle el pulso a la vida a ras de suelo sabiéndose ligeramente por encima de ella, en su fina capacidad para ver un poco más que los demás en las cosas pequeñas, en los gestos pequeños, en las pequeñas derrotas.
Uno se queda ligeramente satisfecho, y ligeramente insatisfecho con la película, en definitiva. Le ha resultado amable, tierna, certera y conmovedora; también irregular y a ratos impostada. El continuo e inevitable recuerdo del maestro Allen –con escena en el banco al lado del puente de Brooklyn incluida– no ayuda especialmente; a uno le resulta más un sucedáneo que un homenaje, aunque sí es cierto, como ha manifestado la misma guionista, que la Nueva York de La vida inesperada es ligeramente distinta a la de Allen; es una ciudad más herida, tiene otro barniz.
Uno intuye qué le quedará de La vida inesperada cuando pase el tiempo. Parte de ella se difuminará y desvanecerá, pero probablemente permanezca la magia de sus dos actores principales y algunas reflexiones sobre la juventud que agoniza y los sueños que se desparraman por el camino. Y Nueva York. Salvajes e irracionales instintos de volver a zambullirse, perderse y desaparecer en ella.