Es un decir
Es un decir. Jenn Díaz. Lumen, 2014. 168 págs. 9,99 €
Por Héctor Tarancón Royo.
«Y de ahí, creo yo, de ahí nace todo su odio, todo su aborrecimiento, porque la vida no es eso que ella esperaba» (p. 91). Porque nacemos en un mundo que nos induce a crear unas expectativas que, por desgracia, nunca terminan por cumplirse, como citaba Paul Auster al principio de El libro de la ilusiones (2002): «el hombre no tiene una sola y única vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y ésa es la causa de su desgracia. Chateaubriand» (p. 7). El vacío abismal de la vida, de la verdadera vida que merece la pena, en comunión con el mundo rural y en contacto directo con el calor humano, se desarrolla prodigiosamente bajo el pulso de la joven Jenn Díaz, que desvela aquella etapa juvenil confusa, irrespetuosa, tremendamente energética: «tenía tantas ganas de hacer cosas que aquello se debía de notar en la cara porque antes, los jóvenes, teníamos tan pocas puertas abiertas que nos conformábamos con cualquier ventana que hubiera, y cuando le veías la cara como si hubiera pasado un viento, como si hubiera un volcán en sus ojos, ahí te ibas» (p. 71).
En una época donde todo había quedado enterrado («ni nos hemos atrevido a abrir la boca, por si suena la verdad, por si duele y quema», p. 93), el asesinato del padre de Mariela abre toda una serie de acontecimientos que despiertan en la protagonista un ansía voraz por conocer los hechos («quería crecer, entonces…, quería abarcarlo todo. Y era poquísima la información que tenía, así que iba arañando de cuando podía, pero siempre me parecía poca cosa», pp. 39-40) en un mundo adulto que, no obstante, se esfuerzo por esconderlo todo. Porque, de pronto, Mariela ha de convertirse en una señorita que no pregunta («cargar con las culpas de los demás […] errores invisibles en el día a día pero que van llenando», p. 115), que a su vez tiene una vida flaca, físicamente pero también psicológicamente: «cuando siempre te falta algo, la sensación con la que vives es de incomplitud» (p. 131).
Esto último es importante, porque asistimos a un relato a medias (es un decir), con unos personajes que, viviendo fuertemente, se encuentran incompletos, vacíos, con secretos y hechos que los atenazan a cada segundo, pero que de ninguna manera pueden aflorar. Lejos de la tecnología, de la distancia, todo ocurre en un ambiente reducido, asfixiante, donde la familia supone el pilar de una vida en la que, si falla, ocurre el desastre.
Díaz, maestra de las convenciones literarias, diluye la historia en tres partes bien diferenciadas por una mariposa: al comienzo con la mitad ausente la inexperiencia lo domina todo, en medio todo está completo para hablar del dolor de la experiencia vital, mientras que al final, en el retorno, falta la otra parte, invertida, con cierta experiencia ante unos hechos que ya, sin embargo, son inevitables (con el intercambio de narradores, al final, el lector se convierte en el único cómplice de los secretos, que otros personajes jamás conocerán). Todo ello en un monólogo repleto de dudas y suposiciones, cercano, sincero e improvisado (como muestra, por ejemplo, el abundante número de conjunciones y), donde «no es sencillo entenderlo a la primera» (p. 144), que se relata desde la desgracia de la presencia, como si fuera una larga entrevista.
Además, esta búsqueda de la verdad entraña una línea que surca toda la obra, ya que este deseo por conocer esconde, en realidad, una verdadera cacería por la identidad, por los elementos que conforman al sujeto y que le proporcionan tanto un sentido de la existencia como unas características que lo diferencian de todo lo que hay alrededor («la vida interior me resultaba tan agotadora como a mi madre llevar toda la casa al día y, a un tiempo, sin todo ese quehacer, sin imposiciones, sin todo aquello no éramos nada, no sabíamos dónde escondernos», p. 24). Lo que ocasiona, en todo el discurso, una voluntad explosiva por la evasión, por la salida de aquel mundo: «cuando me despertaba iba al río, porque en el río, ya lo he dicho, nadie es huérfano y en el río nadie me desatendía porque estábamos solos, el río y yo» (p. 112).
En última instancia, se han ofrecido diversas anotaciones sobre un libro que, al contrario, ofrece un mundo mucho mayor, más complejo, con otras muchas perspectivas que merecen ser tenidas en cuenta: llega Jenn Díaz con una carrera prometedora, (re)clamando un espacio en el panorama actual, apostando por la valoración de nuevos escritores, que no de generaciones, como a menudo se ha mencionado en el debate actual.