El séptimo arte
Por José Luis Muñoz.
Cuando uno tiene la fortuna de tropezar con esta pequeña obra maestra llamada Ida, estrenada de tapadillo pero que se mantiene en las salas gracias al boca oreja de los que realmente aman el cine, uno recuerda lo que supuso, y supone a día de hoy, el cine polaco, una de las cinematografías más importantes de Europa. La nómina de grandes directores que ha dado ese país tan castigado durante el pasado siglo y adalid en la caída del Telón de Acero es interminable. En ella encontramos a ese director grandioso que ya es un clásico del Séptimo Arte, al octogenario Andrzej Wajda, cuya última película Katyn, sobre la masacre del ejército estalinista perpetrada contra la oficialidad polaca en el bosque del mismo nombre se recuerda con un estremecimiento de horror; Roman Polanski, ese judío errante que se formó en la escuela cinematográfica de Lodz, cuyo primer largometraje fue El cuchillo en el agua; Jerzy Skolimowski, guionista del film polaco de Polanski y director de El grito, La partida y Trabajo clandestino, entre otros; Andrzej Zulawsli, y sus espasmos amorosos en Lo importante es amar y La mujer pública; Walerian Borowczyk y sus películas exquisitamente eróticas; Krzystof Kieslowski, el autor de los mandamientos y de la trilogía de los tres colores de la bandera francesa; el cine religioso de Krzystof Zanussi;el comprometido de Agniezska Holland, la directora de Europa;el cine histórico de Jerzy Kawalerovicz; y sin olvidarnos de esa pequeña joya del cine pictórico que es El molino y la cruz de Lech Majewski que se estrenó recientemente.
Ida, de Pawel Pawlikowski, un director polaco que ha rodado todas sus películas en el Reino Unido—The Stringer, Last Resort, Mi verano de amor— y en Francia— La mujer del quinto—, parte de una historia muy simple: la novicia Ida (la joven debutante Agata Trzebuchowska), a pocos días de tomar los hábitos, conoce a la que es su tía, Wanda Cruz, o Wanda La Roja (Agata Kulesza), miembro del partido comunista polaco, antigua guerrillera contra la ocupación nazi de su país y jueza implacable que ha firmado no pocas sentencias de muerte contra los enemigos de la patria socialista. A través de un viaje iniciático con su desconocida tía que la abandonó en el hospicio— Porque quería, porque era lo mejor para ti y porque no podía hacer otra cosa, responde la tía a su sobrina cuando se lo pregunta—, Ida descubre su pasado judío y el destino de sus padres y hermano que mataron sus vecinos polacos por miedo a ser descubiertos por los nazis. La actitud recta, ejemplar y controlada de la novicia chocará con la licenciosa—la jueza es una desencantada de la vida que se acuesta cada noche con un hombre distinto y sucumbe con frecuencia a la botella—de su tía—¿Vendrás a verme cuando abrace los hábitos? le pregunta, y ésta le responde: No, pero beberé a tu salud—. Pero a pesar de ser la una para la otra completas desconocidas que han tardado más de veinte años en reencontrarse y tener unas personalidades tan opuestas, renacerá entre ambas una corriente de simpatía y complicidad que, por su forma de ser, no exteriorizarán. Quería mucho a tu madre, y tú te pareces a ella, le dice para justificar ese reencuentro aplazado con su sobrina durante tantos años y con el que cierra un doloroso episodio de su vida Wanda Cruz.
Pawel Pawlikowski filma en un riguroso blanco y negro bello y eficaz—cada fotograma es un cuadro o una fotografía maestra: el bosque en donde están enterrados los padres de Ida, por ejemplo; el paisaje de carreteras secundarias envueltas por la niebla—; emplea un formato en desuso, el 3×4 de los pioneros cinematográficos del cine mudo; traslada al espectador a los años sesenta, a la grisura del socialismo del Telón de Acero con una ambientación perfecta—las secuencias de la fiesta del desvencijado hotel en el que recalan tía y sobrina son muy ilustradoras de la época—; apenas mueve la cámara en toda la película, salvo en el travelling frontal de la protagonista en la secuencia de ese final abierto, pero consigue dinamismo gracias a su acertada planificación; se inclina hacia la sutileza en contra de la explicitud, porque en todo momento, hasta en los más macabros, cuando desentierran los restos de los familiares, Ida sugiere más que muestra; es maestro en los silencios y las miradas, que pueden decir muchas más cosas que las palabras y los gestos; y se sirve de unas interpretaciones extraordinarias de dos actrices tan dispares como Agata Kulesza, de endurecida expresión y que hace del hieratismo gestual todo un arte interpretativo—ese primer plano de sus ojos conduciendo, con la mirada perdida, y que precede a su salida de la carretera—, y la de la dulce Agata Trzebuchowska en su papel de novicia, la inocencia ante un mundo desconocido.
Pawlikowski aplica el precepto de que menos es más hasta las últimas consecuencias—en los diálogos, por ejemplo, cuando la novicia Ida pregunta al que excava la tumba de sus padres: ¿Por qué no estoy allí?—, y construye con ese minimalismo formal una película intensa, emotiva y bella que le acerca al Michael Haneke de La cinta blanca o a la filmografía del danés Carl Theodor Dreyer.
Exquisita, magistral e hipnótica la road movie emocional de dos desconocidas unidas por el dolor familiar que retrata Pawel Pawlikowski y con la que ilumina, de paso, un pasado molesto para Polonia que conviene recordar: la connivencia de algunos polacos con los nazis en la persecución de los judíos. Entre sus bellas secuencias destaco una en especial: la novicia, en homenaje a su tía, se pone su vestido, se calza sus zapatos de tacón, da unos pasos torpes por la habitación, fuma su primer cigarrillo, bebe tragos de la botella de vodka y se envuelve en una cortina antes de entregarse a un saxofonista de jazz y saber qué se perderá cuando jure el voto de castidad. Y todo ello con música de Johann Sebastian Bach, la que suena en el apartamento decadente de Wanda Cruz, y John Coltraine, que interpretan esa jazz band cuando, terminado el baile, están a sus anchas.
Con películas como Ida, magia cinematográfica en estado puro, es coherente y pertinente hablar del Séptimo Arte.
*José Luis Muñoz es escritor. Sus últimas novelas publicadas son La invasión de los fotofóbicos (Atanor Ediciones, 2012), La doble vida (Suburbano Miami, 2013), El secreto del náufrago (Ediciones del Serbal, 2013) y Ciudad en llamas (Neverland, 2013)