Diario de una estudiante en Paris: un Sant Jordi remoto
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Para el clan literario de Barcelona
Hace un año, a esta misma hora en la que escribo estas rápidas anotaciones, estaba en Barcelona; eran, como lo son ahora, las tres y media del mediodía y, por entonces, me dirigía hacia Milà i Fontanals, hacia la librería Pequod, una isla de libros donde, como decía hace algunos días el escritor Juan Gómez Bárcena, los libreros son antes lectores que libreros. En Travessera de Gràcia, tras cruzar la calle Torrijos, me encuentro con Pere, lector y librero: está en la parada que Pequod ha instalado en el barrio barcelonés con más librerías de la ciudad; algunas novedades, pero principalmente grandes clásicos de la literatura contemporánea ocupan la mesa. Le cuento que vengo del centro, “apenas es posible caminar”, le comento, mientras me quejo de “todos aquellos mediáticos que vienen a firmar productos en forma de libro”; hablamos de literatura, de esa gran literatura de siempre que difícilmente ocupa los rankings de los más vendidos, Pere me explica cuáles han sido sus últimas recomendaciones para los lectores que, con curiosidad se detienen en frente de la parada para buscar alguna lectura que regalar. “No sé trata de regalar una novedad de éxito, sino un buen libro”, comentamos, “contigo no tendrán problemas, siempre aconsejas bien”, le digo a modo de despedida al alejarme hasta la tienda de la librería, allí, en Milà i Fontanals, encuentro a Consuelo, junto a Pere, la otra intrépida marinera del Pequod. Allí, junto a ella, está Cristina Fallarás y, sobre el billar reconvertido en mesa, sus dos últimas novelas: Últimos días en el puesto del Este y Las niñas perdidas. Hoy la gente está en la calle, algunos clientes entran en busca de libros, aunque la mayoría prefiere acudir a la parada, Sant Jordi es un día para estar en la calle. Intercambiamos experiencias sobre un día al que todavía le quedan muchas horas por delante, aunque ya han empezado a salir los primeros datos de los libros más vendidos y los autores con más firmas. Le explico a Consuelo, como ya había hecho con Pere, lo que he visto esta mañana, las largas colas de gente frente a alguien que nunca debió merecer el nombre de escritor, las cámaras de televisión en busca del rostro más mediático y algún que otro empujón para ver a no se sabe quién de la televisión. Una cierta melancolía nos inunda a Consuelo y a mí, eso no es literatura, se venden libros como objetos publicitarios, no como obras literarias. Cada Sant Jordi los mismos comentarios, cada año la misma decepción hacia una fiesta que parece perder su colorido literario, ese colorido que, afortunadamente, independientes librerías como Pequod y grandes lectores-libreros como Consuelo y Pere hacen sobrevivir.
Hoy, desde París, vivo desde la lejanía el día de Sant Jordi; es el día mundial del libro, pero la capital francesa sigue con su rutina: en las librerías ningún cartel indica dicha celebración. Dice el relato histórico que el 23 de abril de 1616 murieron Shakespeare y Cervantes, de allí la conmemoración del día del libro, “¿Qué quieres que celebren los franceses?”, me comenta un compañero de estancia parisina, “¿acaso ese día murió algún francés?”. Acusados desde hace ya más de dos siglos de un chovinismo incurable, los franceses no se empequeñecen ante estas acusaciones, al contrario, parecen vanagloriarse de ellas, pues no hay nada que más ame un francés que su propia cultura. La cartelera de cine es la mejor prueba de ello: el cine francés ocupa las principales salas de la ciudad, compitiendo en paridad de condiciones al avasallador cine norteamericano, mientras que el doblaje es relativamente exiguo, respecto a la realidad española. “Aquí no es necesario atravesar toda la ciudad para encontrar una sala en versión original”, me comenta un amigo cinéfilo a su regreso de ver la recientemente estrenada Hotel Budapest.
Mientras escribo, sobre mi mesa reposa una rosa que, por rocambolescas y algo novelescas circunstancias, no ha dejado de acompañarme en este 23 de abril. Con ella no ha llegado ningún libro; tengo la tentación de dejar el escritorio, abandonar estos apuntes y dirigirme hasta Rue des écoles, allí, entre librerías de primera mano y pequeñas y mágicas librerías de viejo, podría encontrar una lectura para completar este día. Decido quedarme, ayer, en esa misma calle que recorro frecuentemente con hipnótica devoción, me compré Le colonel Chabert y Ferragus, dos novelas breves de Balzac; reunidas en una vieja edición de bolsillo y con las páginas ya amarillentas, obtuve los dos textos con tan sólo desprenderme de un euro cincuenta, una inusitada cifra para uno de los más reconocidos autores del XIX. En París no necesitan día del libro, ¿para qué celebrar un día del libro en una ciudad en la que la literatura impregna sus calles, en la que los libros no son y nunca fueron objeto de lujo? Un día antes, en la segunda planta del Marché aux Puces, el inconmensurable y espléndido rastro de París, una mujer vendía algunos volúmenes de las obras completas de Honoré de Balzac: entre mis manos, cogí el volumen diecisiete, en el que se recogían los artículos publicados por el escritor en distintas publicaciones; “¿por qué no te lo compras”, me comentó Estela, una exquisita cicerone en la geografía urbana de París: “Muchos de estos artículos ya los tengo”, le contesté, “además, ¿cómo voy a llevar tantos libros en la maleta?” Dejé el volumen en la mesa sino con un sentimiento de culpabilidad, por tan sólo seis euros aquel libro habría podido acompañarme en mi regreso, cada vez más próximo.
Aquel pasado Sant Jordi el día comenzó inusitadamente temprano; a las diez de la mañana ya estaba bajando por Paseo de Gracia; apenas unos minutos antes habían empezado las firmas de libros; era un día laborable, a esa hora los despachos ya estaban llenos y los niños ya habían ocupado sus asientos en las aulas. En Paseo de Gracia todavía se podía caminar con fluidez entre madrugadoras paradas de flores; frente a la parada de Casa del Libro me detuve, allí estaba Kiko Amat, junto a él su última novela Eres el mejor, Cienfuegos. Me paré a hablar con él, meses antes lo había entrevistado en un bar de Paseo Sant Joan; “todo está muy tranquilo” me comentó, mientras me enseñaba una libreta en la que iba anotando las firmas que realizaba y las curiosidades del día, “tengo que escribir un artículo para mañana”, me explicó. A su lado, empezaba a formar se una pequeña fila, la presencia de la periodista Sandra Barneda no deja indiferente; lectoras y lectores buscaban la firma de la periodista catalana que acababa de publicar Reir al viento; me acequé discretamente desde el lateral, nunca me ha gustado hacer colas en busca de firmas, de hecho mis libros carecen de ellas. La saludé, un par de semanas antes la había entrevistado en el bar de la librería Laie, una agradable conversación en la que una cerveza previa me había servido para calmar los nervios que siempre me asaltan antes las entrevistas. Mientras hablaba con ella, Kiko firmaba también algún libro; yo no tengo sus firmas, al final de las entrevistas siempre me olvido pedir una dedicatoria. Tampoco tengo las fotos que, casi en un inconsciente automatismo, solicitan también los lectores, firma y foto, el pack se va ampliando. Esa mañana, tras dejar atrás la parada de Casa del libro, me dirigí calle abajo, crucé hasta Rambla de Catalunya, me acerqué a saludar a David Trueba, con el que había hablado por e-mail por una posible entrevista que, al final, fue imposible realizar. Había leído los interesantes artículos reunidos en Érase una vez, libro del que pocos días después realicé una reseña, y tras un breve diálogo –esta vez sí- conseguí la dedicatoria del libro; en mi camino hacia adelante, conocí, gracias a la editora Ana Gazquez, al que, un año más tarde, es decir, hoy mismo, estaría firmando libros como ganador del premio Primavera de Novela, Máxim Huerta.
Ahora, un año después, mi mañana ha transcurrido frente al ordenador, tratando de dar forma a una tesis doctoral que parece resistirse a toda composición. Por las redes sociales, sigo los acontecimientos de Sant Jordi: miro con envidia las fotos y los entusiastas comentarios de Isabel Sucunza, que, junto Abel Cutillas, acaba de emprender una nueva aventura librera, al abrir la librería Calders tras reformar una antigua fábrica de botones en el pasaje de Pere Calders en Barcelona. “Cuando vuelva voy a conocer la Calders”, le escribí hace algunos días, poco antes de la inauguración de la librería, a Isabel, cuya sensibilidad literaria y criterio propio bastan para saber que la Calders está llamada a ser un lugar indiscutible y de referencia de diálogo y de creación literaria. Las redes sociales me trasladan también hasta gracia, allí, hasta la parada de Pequod en una céntrica plaza del barrio barcelonés; allí Jordi Corominas, amigo y maestro, recita sus versos de Al aire libre, publicado hace relativamente poco en Versos y reversos; por allí también pasan Juan Vico con su libro de poemas La balada de Molly Sinclair y más tarde llegaría Jenn Diaz, cuyo merecido reconocimiento literario se plasma en un largo e intenso recorrido por las distintas librerías de Barcelona que la acerca a sus cada vez más numerosos lectores. Desde lejos vivo este día, lo vivo en directo o, como dirían algunas, “en indiferido”; quisiera estar allí, con todos ellos amigos y compañeros de un viaje literario que, desde puertos distintos, se dirige y nos reúne a todos en un mismo destino. Me asomo por la ventana, París está quieta, inmóvil; el 23 de abril transcurre ante su indiferencia. Puede que sea verdad y París no necesite un día del libro, puede que sea cierto que Sant Jordi se desvirtúa en un mercantilismo que sofoca la literatura y aplaude un objeto comercial al que, desgraciadamente, han llamado libro. Y, sin embargo, Barcelona ese día se se engalana, se hace más bella todavía. ¿Quién soy yo para decir a alguien que no se entusiasme frente a un libro, por muy malo que éste sea? ¿Quién soy yo para borrar la sonrisa de ilusión de quienes se emocionan al ver la firma de un autor, por poco o nada literario que sea, sobre su libro? Hace ya tiempo que decidí qué leer y qué no, hace ya tiempo que decidí quienes eran mis interlocutores, los compañeros de ese viaje literario. Hoy, desde la distancia, Barcelona se hace más bonita que nunca, aquella decepción que el año pasado había teñido mi recorrido urbano hoy ha dejado lugar al entusiasmo y a la añoranza. La lejanía redibuja los escenarios, cambia la perspectiva y cambia los matices; no sé dónde estaré el próximo año, pero desde aquí o desde allá, acompañaré en ese viaje literario a aquellos autores, libreros y editores que, desde la independencia y la honestidad por y para la literatura, tiñen el 23 de abril de aquel manto literario que nunca debió perder. Cada uno lee lo que quiere, pero en mi mesa siempre habrá espacio para las recomendaciones de Pequod y, desde hoy, también para las de la librería Calders.