Noé (2014), de Darren Aronofsky
Por José Antonio Olmedo López-Amor.
Noé es la última apuesta cinematográfica del director neoyorkino Darren Aronofsky, quizá un crisol de géneros tan excesivamente efectista como extenso.
Con un presupuesto desorbitado –130 millones de dólares– y un guión demasiado extenso e impreciso –guión en el que el propio director participa–, Aronofsky, un director de cine que tenía ganado el respeto de público y crítica con películas como Cisne negro (2010) o Pi, fe en el caos (1999), baja su propio listón de calidad cinematográfica pero continúa, al mismo tiempo, el modus operandi de un singular estilo, que en esta ocasión se le ha ido un poco de las manos.
Uno de los rasgos característicos de todos los personajes protagonistas de las películas de Aronofsky es que padecen obsesiones. No existe personaje principal que no vea su tranquilidad emocional tentada y maltrecha debido a adicciones, Réquiem por un sueño (2000), manías persecutorias, Pi, fe en el caos, u obstinaciones y excesos de lo más variopinto. Si Noé cumple al ciento por ciento esa característica, ya que el personaje encarnado por el neozelandés Russell Crowe es un perfecto fanático religioso, la cinta también cumple con todas las demás improntas de su sello personal: fuerza visual, extravagancia, licencias, mensaje metafísico, etc.
No contento con introducir licencias argumentales que contravienen las Sagradas Escrituras, provocando así una –quizá buscada– considerable polémica, Aronofsky sirve la hipótesis de un intervencionismo alienígena en los orígenes de la vida en la Tierra, quizá demasiadas pretensiones para ilustrar un pasaje bíblico del que todo el mundo conoce el contenido. No hay que olvidar que Aronofsky tiene ascendencia hebrea, y que –en ocasiones– su interpretación de las Escrituras tiene una perspectiva talmúdica más que cristiana, sin duda la misma analogía que posee el personaje de Noé, ya que aparece en los libros sagrados de diferentes creencias religiosas.
El personaje de Noé en la película es impactado por la crudeza y recursividad de un sueño que lo subyuga, en él, Noé vislumbra un fin para la Humanidad, a partir de entonces, su fe le lleva a pensar que ese sueño es el futuro y que tanto él como su familia han sido elegidos para sobrevivir a la ira de Dios y así garantizar la supervivencia tanto de la raza humana como la animal. Empujado por esa obcecación solidaria, Noé involucra a toda su familia en la construcción de un arca capaz de resistir la apocalíptica fuerza de un diluvio universal y albergar en su interior una pareja de cada especie animal. El resto de la historia ya la conocen, aunque en manos de un iconoclasta, demiurgo y creacionista como Aronofsky, asistimos a un despliegue de efectos visuales –tipo blockbuster–, en ocasiones más parecido a un capítulo fantástico en la Tierra Media, que a un péplum, biopic, melodrama…
Tanto empeño tecnológico en mostrar fantasía y acción hacen que el apartado visual no se imbrique a la perfección con la textura del relato, por eso la narración se aleja del espectador menos ecléctico y su duración se hace excesiva, sobre todo en la parte final. El planteamiento de Aronofsky no contentará a los amantes de las películas fantásticas o de ciencia ficción, ni tampoco a los amantes de las películas de culto y paradójicamente, tiene un poco de todas ellas. Esa apabullante y desproporcionada miscelánea de etiquetas hacen que sea difícil identificarse tanto con la historia como con su protagonista. Pese a todo, el director sigue demostrando una gran originalidad visual y se redime exponencialmente en unas cuantas secuencias cortas, donde una voz en off acompaña a imágenes totalmente fantásticas, terreno en el cual, el autor de La fuente de la vida (2006), parece moverse con especial soltura.
La aportación del compositor Clint Mansell –asiduo de Aronofsky– al largometraje, es efectiva pero no sobresaliente. La aparición del actor Anthony Hopkins es muy corta y desaprovechada. El resto del reparto aporta interpretaciones solventes y quizá uno de los mayores baluartes que tiene la película es su mensaje y las preguntas que plantea, algo para lo cual no era necesario gastarse tanto dinero.
La Humanidad, con su ambición, violencia y opulencia, ha conseguido corromper a su propia raza, la salud del planeta y hasta el reino animal; afirmaciones tales no pueden cuestionarse puesto que son de actualidad evidente. El ser humano, incapaz de refrenar o controlar sus instintos, se transforma en un ser despótico y tirano que no merece los dones que la Naturaleza le ofrece.
La miseria humana envilece un ecosistema que no merece ser vejado; una denuncia velada que alude al momento que vive en nuestros días nuestro planeta. La idea de que para no volver a repetir ese error la raza humana debe desaparecer, es reforzada con la escenificación de sus miserias. El propio protagonista reconoce que nadie está a salvo de su propia mitad oscura, sin embargo, en su conflicto interior, termina refulgiendo el amor y la esperanza, una esperanza que puede verse nuevamente truncada por la cíclica victoria del Mal que aguarda en nuestras moléculas.
En esa escenografía, Aronofsky dibuja personajes muy humanos enfrentados al mismo estigma que él padece, encontrar un sentido a sus vidas. Noé trata de superar sus tribulaciones adoptando roles de lo más variado: padre de familia, esposo, héroe, asesino, padre de la humanidad, visionario… Para ilustrar tal periplo emocional, Aronofsky utiliza una parafernalia espectacular digna de la ciencia ficción, aderezada con visiones teatrales, surrealistas y grotescas que a su vez formulan preguntas metafísicas; un batiburrillo un tanto arriesgado incluso para cineastas de su proyección.
En cualquier caso, la obra merece ser vista y comentada aunque sólo sea para fomentar la polémica del diálogo que plantea, un diálogo necesario en nuestros días que deja en entredicho nuestra capacidad autocrítica.