«El bonobo y los diez mandamientos», de Frans de Waal
Por Ignacio G. Barbero.
“Es imposible mirar a un antropoide a los ojos y no verse a uno mismo”
La idea de la excepcionalidad humana continúa bien viva en las ciencias sociales y las humanidades. Seguimos siendo reticentes a las inclusión, sin salvedades, de nuestra especie en el reino animal; especialmente cuando razonamos en torno a la racionalidad o la moralidad. Desde nuestra usual visión particularista, ambas potencias son exclusivas del ser humano y, además, están estrechamente relacionadas entre sí, a saber: los principios de la moralidad son conjugados por la facultad racional, vienen abstracta y metafóricamente de “arriba”, y gracias a un movimiento descendente los aplicamos en el mundo físico de manera imperativa. Nuestra animalidad no participa, en ningún momento, en el proceso. Esta consideración incluye, además, una interpretación pesimista de cómo es, en esencia, el ser humano. La capacidad ética, defendemos, es sólo un delgado barniz sobre una naturaleza humana que es esencialmente vil; somos malos de forma innata y sólo una estricta contención y represión de nuestros impulsos a través de la moralidad racional puede salvarnos. Esa maldad descontrolada suele ser identificada, (no tan) curiosamente, con lo -establecido como- animal en nosotros, con lo instintivo y lo pasional.
Frans de Waal, primatólogo holandés, realiza en este libro un profundo análisis de las raíces del comportamiento moral. Su experiencia en el estudio de los bonobos y los chimpancés le permite ser capaz de extraer conclusiones científicas y argumentos filosóficos que rompen con la tradicional perspectiva humanística de la especie humana, el reino animal y la moralidad. Para empezar, esta última, representada por la empatía y la compasión, tiene un origen humilde, reconocible en el comportamiento animal, según el autor. Nos viene de dentro. Somos mamíferos, un grupo de animales marcado por la sensibilidad a las emociones ajenas. Somos afectados por el sufrimiento de los otros, lo que nos impele al altruismo. Poseemos, además, una apreciación innata del valor de las relaciones, los beneficios de la cooperación, la necesidad de confianza y honestidad, etc. Incluso nuestro sentido de la justicia se deriva de este trasfondo biológico, cuyas raíces son las emociones básicas (que compartimos con el resto de nuestra familia animal). La moralidad es una capacidad antigua, derivada de la necesidad de preservar la armonía frente a la competencia por los recursos y, por tanto, sirve para difundir los beneficios de la vida en grupo.
Si acudimos a nuestros parientes más cercanos, confirmamos de manera más clara estas tesis. Los chimpancés, por ejemplo, hacen las paces tras las peleas besando y abrazando a sus oponentes. Siempre defienden al más débil, aunque el atacante sea su mejor amigo. Los bonobos, por otro lado, son altamente empáticos, bastante más que los chimpancés. Tan pronto como un bonobo sufre la más mínima herida, se verá rodeado de otros que vienen a inspeccionarlo, lamerlo o acicarlo. Es más, su comportamiento sexual cumple funciones no reproductivas, sino sociales y morales, como el saludo, la resolución de conflictos -que son muy frecuentes. y la compartición del alimento. Obtienen la paz a través del placer; una paz necesaria para la supervivencia del grupo. Ni los bonobos ni, tampoco, los chimpancés toleran las transgresiones, cometa quien las cometa. Así lo expone Frans de Waal:
“El código moral no viene impuesto desde arriba ni se deriva de principios bien razonados, sino que surge de valores implantados que han estado ahí desde la noche de los tiempos (…) El deseo de pertenencia, de buena conveniencia, de amar y ser amado, nos lleva a hacer todo lo que está en nuestra mano para llevarnos bien con aquellos de los que dependemos. Los otros primates sociales comparten este valor y dependen del mismo filtro entre emoción y acción para alcanzar un modus vivendi consensuado” (p. 238)
La empatía no es algo que hemos desarrollado por mor de una imperiosa necesidad racional; es fruto de la evolución natural. El descubrimiento de las neuronas espejo da fe de ello: estas neuronas se activan cuando llevamos a cabo una acción, como beber un vaso de agua, pero también lo hacen cuando vemos a otro sujeto beber un vaso de agua. El organismo se pone en la piel del otro, se sincroniza completamente con él. El contagio del bostezo, por ejemplo, es un signo básico de este tipo de automatismo corporal. También sucede con los estados de ánimos de personas muy cercanas: su tristeza nos entristece, su alegría nos alegra (o por lo menos, nos reconforta), etc. Nuestro cerebro está diseñado, en consecuencia, para difuminar la línea entre el yo y el otro; hecho clave para que podamos asistir a alguien instintiva y rápidamente cuando necesite ayuda. Para que podamos sentir la compasión que ese acto de ayuda requiere. No nos cuesta pensar este tipo de mecanismos en el ser humano, pero sí nos negamos a admitirlos en otros animales; cosa curiosa, pues las neuronas espejo se descubrieron en macacos (y se presuponen, por lógica evolutiva, en el ser humano).
La preocupación y urgencia por mejorar la situación de otro requiere un acto impulsivo benevolente, un sesgo emocional que promueva la cooperación, esto es: bondad natural e instinto social. Cosas que se dan en otros primates superiores. Es bastante común que individuos no emparentados de chimpacés y bonobos se ayuden unos a otros, compartiendo la comida, arriesgando su integridad física para defender a los amigos e, incluso, adoptando a huérfanos no emparentados. Y se dan también en el ser humano. No podemos dudar de los instintos altruistas que nos mueven y de las múltiples acciones generosas que realizamos sin beneficio egoísta. Por todo esto, no cabe duda, a juicio del autor, de que nuestra tendencia al bien, la empatía y la cooperación social no es impuesta, sino natural -y, por tanto, animal. Nacemos, no nos hacemos (nos hacen) buenos.
Con esta segunda conclusión, Frans de Waal deshace por completo la visión que solemos tener de lo humano, lo natural, lo animal y lo moral. Una labor que realiza sin alardes, sin considerar presuntuosamente que la ciencia puede decirnos qué es lo bueno, qué lo malo y “salvarnos”. Vamos leyendo con tranquilidad y el rico conocimiento expuesto del mundo natural y su evolución nos ayuda a entender cómo y por qué nos preocupamos unos de otros y buscamos consecuencias morales. Nos miramos en este espejo que es “El bonobo y los diez mandamientos” y nuestro reflejo asusta, pero libera:
“La humanidad nunca deja de encontrar justificaciones para considerarse un caso aparte, pero es rara la que aguanta más de una década. Si contemplamos nuestra especie sin dejarnos cegar por los avances técnicos de los últimos milenios, vemos una criatura de carne y hueso con un cerebro que, aunque es el triple de grande que el de un chimpancé, no contiene ninguna parte nueva.(…) No tenemos apetencias o necesidades básicas que no estén también presentes en nuestros parientes cercanos. Como nosotros, los monos luchan por el poder, disfrutan del sexo, quieren seguridad y afecto, matan por el territorio y valoran la confianza y la cooperación” (27)
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«El bonobo y los diez mandamientos»
Frans de Waal
Tusquets, 2013
288 pp., 18 €