Diario de una estudiante en Paris: lejos de casa
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Llegué allí por casualidad, tras horas de errancia en un mapa del que no conseguía apropiarme. Tras recorrer la rectilínea Rue Rivoli, decidí adentrarme en el callejero del Marais: caminé por Rue de Vieille Temple, en cuya esquina Rue du Trésor, De Philosophes, un gran restaurante con una amplia terraza abierta en la acera, reactualiza con su nombre el impermeable sustrato literario que todavía hoy impregna Paris, hasta alcanzar la estrecha Rue de Rosiers en cuyo lado derecho la vitrina de Korcarz obliga a detenerse para admirar la “fine pastisserie” elegantemente expuesta. Más adelante, restaurantes y tiendas Kosher recuerdan la numerosa comunidad judía –la más grande de Europa- que reside en aquellos edificios relativamente bajos que costean las calles. Algunos niños con kipa juegan en la calle, mientras un gran número de transeúntes entra y sale de las innumerables tiendas de ropa apostadas en la zona. Una calles más allá de Rue de Rosiers está la librería judía, un punto de encuentro cultural para una comunidad que, históricamente condenada al destierro y a la marginación, encontró en el Marais su barrio; abiertos, finalmente los invisibles muros sociales, el barrio se ha convertido en los últimos años en lugar de destino para una acomodada burguesía parisina, que ha encontrado en la centralidad urbana la tranquilidad entre aquellas callejuelas. Punto de encuentro de artistas, en el Marais no es difícil encontrarse galerías de arte abiertas a un público nunca ausente y, desde los año ’80, los bares y locales de ambiente gay han convertido el barrio en un ejemplo de plural y heterogénea convivencia. Mientras desciendo por Rue des Ecoffes, recuerdo que son precisamente estas calles el escenario elegido por Gus Van Sant para contar la breve historia de amor de Gaspar y Eli; llego a Rue François Miron, a la que ignoro sin saber todavía que es allí donde terminaré por detenerme. Rue Geoffroy l’Asnier y, tras girar a la derecha, de Rue Hôtel de Ville, me llevan a Rue de Pont Louis-Philippe, una estrecha calle que había recorrido literariamente meses atrás. Como esperaba, allí estaba la tienda, tras cuyo nombre se escondía uno de los últimos relatos parisinos. “Es una calle estrecha, muy poco transitada por los turistas”, me comentó Máxim, yo por entonces todavía no había desembarcado en la capital francesa y no sabía que, a lo largo de mis tres meses de estancia, volvería recorrer Rue de Pont Louis-Philippe en más de una ocasión, pues tampoco sabía que sería precisamente aquella calle que, desembocando en Rue François Miron, me llevaría a La Bodega, donde fui a parar aquella noche por simple causalidad. El nombre, La Bodega, me trasladó a mi casa; perdida en la traducción de una lengua que apenas podía hablar, decidí entrar en aquel bar restaurante en busca de la familiaridad perdida. Tras la barra, tres jóvenes hablaban entre risas; todavía había poca gente, pero el local no tardaría en llenarse. Reconocer las palabras de aquellos tres jóvenes me reconfortó; me senté en la barra y, por vez primera, no intenté pronunciar comprensiblemente una lengua, el francés, que me era huidiza. “Una caña por favor”, dije al camarero, esperando que tras aquellas palabras en castellano empezara una pequeña conversación; llevaba todo el día encerrada entre libros en la habitación y en la calle mi deambular era tan solitario como silencioso, pues pronto se convierten las palabras incomprendidas en ruido y luego en simple e impenetrable silencio. Fue así como conocí a Pablo, un joven estudiante de filosofía de la Sorbonne que, tras terminar los estudios en Barcelona, había decido emprender su vida universitaria en París. Junto a él, estaba Arcadio, cuyo desembarco en París era más reciente, y en cuyo acento andaluz y su cortazariano nombre permanecía impregnada la cultura hispánica, que tanto entusiasmaba a los clientes franceses que, en torno a las ochos, comenzaron a llenar al restaurante.
Cada uno teníamos nuestras historias, pero los tres nos encontrábamos en un lugar que, al menos por el momento, no era el nuestro; yo echaba de menos los bares abarrotados tras el trabajo, las conversaciones con los amigos en incómodos taburetes en los bares del Raval de Barcelona, la vitalidad de las calles, cansada del reclutamiento interior entre las paredes de los apartamentos y de la rigidez horaria y comportamental de una sociedad encerrada en sí misma. “Aquí casi nadie sale a tomar cervezas, si salen es para ir directamente a cenar”, me comentó Pablo, mientras comenzaba a prepararse para el primer turno; los elevados precios obligan a la reclusión en casa, “aquí la gente se reúne en sus propias casas, es la única forma para no gastar en exceso”, me habían comentado pocos días antes en la residencia, donde la vida en común reconstruía la familiaridad perdida en el viaje. “Aquí el vicio se vive en privado”, sentenció Pablo al servirme la segunda cerveza, “aquí no es como en Barcelona, las costumbres son distintas”, añadió. Ciudad hostil e impenetrable, es fácil sentirse extranjero en Paris; no tardé en explicarles que mi regreso a casa estaba más bien próximo, tan sólo pasaría unos tres meses en la capital francesa, tres meses de investigación para la tesis, que luego continuaría en Barcelona. Por entonces, aquellos tres meses parecían interminables, demasiado tiempo para estar perdida en la incomprensión lingüística; solamente ahora, cuando el tiempo llega a su fin, me doy cuenta de que tres meses no son más que un breve suspiro, en una paréntesis que todavía no sé si quiero cerrar. Pablo y Arcadio no hablaron de regreso, todavía hoy, tras más de una conversación, no sé si alguna vez pensaron en volver, “el problema no es querer volver, el problema es poder volver”, me comentó hace algunos días un compañero de la residencia que, frente a la próxima finalización del contrato, buscaba alternativas para poderse quedar en Paris, “en España sólo me espera el paro”. Escucho sus palabras y veo mi reflejo en un futuro todavía más incierto que el presente; terminada la tesis quizá también vuelva a marchar y, quizá, como él tampoco quiera volver a una ciudad y a una geografía donde poco hay que descubrir. A La Bodega llega Estela, lleva cuatro años viviendo en París; estudiamos juntas en la universidad, luego caminos diferentes nos distanciaron profesionalmente; ella decidió pronto hacer las maletas y ahora, mientras hablamos de un posible regreso, ella me repite una y otra vez que “mi vida está aquí, en París” a la vez que nuestra conversación nos traslada una vez más hacia Barcelona y hacia la realidad que hemos dejado atrás.
Los tres me confiesan que han dejado de leer tan asiduamente la prensa española como lo hacían antes, “inevitablemente en París te distancias de lo que allí sucede”, me comentan casi al unísono. Sin embargo, en mi maleta ha viajado conmigo la costumbre que, desde hace ya algunos años, sincroniza mi despertar: los periódicos son mis compañeros de despertar, en ellos me sumerjo a la búsqueda, tantas veces frustrada, de una información completa, de un retrato fiel de cuánto sucede; más allá de las retóricas declaraciones políticas, busco, tras ellas, las consecuencias que día tras día tienen las nefastas políticas de unos dirigentes cínicamente ignorantes de la realidad. “Leer el periódico equivale a irritarse”, me comentaba una compañera a lo largo del desayuno y tiene razón, leer la prensa es ver el deterioro de tu ciudad y de tu tierra, árida y yerma, golpeada y herida sin piedad. “Yo no quiero saber nada de lo que sucede allí”, me comenta una compañera de la residencia que, tras varios cambios de domicilio, ahora ha encontrado su lugar, “yo no quiero dejar París y, en todo caso, antes prefiero irme a cualquier otro país, antes que volver a España”; sus palabras resuenan con amarga contundencia, ¿volver para qué? Me pregunto a mí misma, atrapada en una contradicción de la que no soy capaz de salir. Andrea escucha en silencio la conversación, desde hace ya semanas está contando los días para poder regresar, “yo no quiero alejarme de Madrid, o al menos de España”, comenta melancólica, mientras Isabel confiesa con entereza que los siete meses en Paris empiezan a pesar en sus espaldas, “y el próximo año todavía seguiré aquí”, concluye antes de dejar la bandeja del desayuno y comenzar la rutina diaria. En una esquina de la barra de La Bodega, Pablo, Arcadio y Estela hablamos de literatura, “Cortázar tuvo que huir de Buenos Aires”, comenta Arcadio, “y Paris se convirtió en su ciudad literaria y vital”; como Cortázar, también Bolaño, añado, él también dejo su Chile hasta llagar a Barcelona y convertirse en unos de los escritores de referencia en las letras hispánicas del siglo XXI; ellos se marcharon y su literatura se engrandeció. Ellos como los muchos exiliados que, tras la guerra civil, tuvieron que reconstruir sus proyectos más allá de las fronteras, ¿qué hubiera sido de Alberti sin Roma o de Zambrano sin Cuba? Nunca habrá respuesta para esto, pero sin duda todos ellos desearon volver, algunos lo consiguieron, otros, como Ramón J. Sender fallecieron siendo extranjeros, lejos de las tierras en las que comenzaron a escribir sus primeras palabras.
Recorro una vez más Rue du Pont Louis-Philippe de regreso a la residencia, camino aquella noche como caminé muchas noches después. Los tres efímeros meses se acaban, yo, a diferencia de muchos de mis compañeros, regreso a casa, pero con la incerteza de saber que puede que un día y otro vuelva a hacer las maletas. En pocas semanas regresaré, acompañada de la duda. Miro hacia atrás, tras los edificios del Marais descansan un gran número de familias judías que, tras siglos de divagación, ahora han encontrado su lugar, París ya no es la ciudad de acogida así como el Marais ha dejado de ser la zona circunscrita que fue en su día. Desde mi habitación parisina, los periódicos son mi ventana a un árido escenario propio de los versos de Antonio Machado, pero también son la ventana hacia aquellas multitudes de personas que con entusiastas y reivindicativos gritos llenan las calles de esperanza para un futuro que no puede imitar el presente. Desde esta lejanía todavía momentánea, sé que hoy no hay que despertar el insomne, sino desterrar a los cínicos ciegos, a quienes, a diferencia de Edipo, quisieron perder la vista por comodidad y no por castigo.