El Yo en la literatura contemporánea (III)
Por Francisco Arbós
La insoportable levedad del ser (1984; Tusquets, 1985*), de Milan Kundera, es el primer libro que debería haberse reseñado en esta sección. Y no sólo por las alusiones hechas en los dos artículos anteriores –obligadas en cualquier caso, pues Kundera es uno de los autores literarios que con mayor empeño han tratado la figura del Yo– o por la súbita reaparición del autor checo. Además de ser uno de los cinco o seis títulos que nunca dudaría en incluir en una lista de favoritos, tuvo la virtud de encaminar mi afición a la lectura hacia terrenos nunca antes explorados, más o menos cuando tenía diecinueve años.
Libros así no hay tantos en la vida de un lector, apenas unos cuantos juegan un papel verdaderamente relevante en eso de dirigirnos en una dirección u otra, de mostrarnos ciertos caminos literarios que nunca llegamos a imaginar. Los libros, las palabras, van dejando heridas en nuestro cuerpo como podría hacerlo una cuchilla bien afilada, como si realmente fueran aquella «arma cargada de futuro expansivo» de que nos hablaba Gabriel Celaya, aquella arma con la que el novelista, o el poeta en este caso, te apunta «al pecho». Pero mientras algunos apenas dejan una marca imperceptible en la corteza de la piel, otros la traspasan con su incisivo acero para llegar hasta la carne y contaminarla (en el mejor sentido de la palabra). Cada libro importante es un corte con aspiración a convertirse en una cicatriz bien visible e imperecedera. La insoportable levedad del ser grabó en mi cuerpo una de las más profundas.
En una entrevista con la revista Paris-Review, Kundera afirmaba lo siguiente: “Todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el enigma del Yo. En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, se enfrenta uno automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el Yo? ¿Mediante qué puede aprehenderse el Yo?”. Luego, cuando el periodista le pregunta si puede aprehenderse el ser, Kundera responde con contundencia: “Por supuesto que no. La búsqueda del yo siempre ha terminado y siempre terminará en una paradójica insaciabilidad”. Pienso ahora en todos esos escritores que han definido su obra como una reivindicación de su identidad, y me pregunto si yo mismo sería capaz de establecer las proporciones de Yo y de no-Yo que hay en lo que escribo, si puedo afirmar con la voz bien alta que mi manera de hacerlo no está condicionada por ciertos elementos externos que me sobrepasan. Es entonces cuando me veo obligado a formularme esa misma pregunta: ¿mediante qué puede aprehenderse el Yo? Y tras haber leído casi toda la obra de Kundera, me permito el lujo de escuchar la respuesta de su propia boca: la novela. La novela es el medio para conocer al hombre, «la suprema síntesis intelectual, donde se movilizan sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales, narrativos y meditativos, que pudieran iluminar el ser del hombre». En definitiva, «una exploración de lo que es la vida humana en la trampa en que se ha convertido el mundo».
Pero desviemos por un momento nuestra mirada hacia su obra predilecta, La insoportable levedad del ser.
Tomás es un reconocido cirujano afincado en la Praga comunista –bajo el paraguas de la Unión Soviética– cuyo temor al peso de los vínculos emocionales arrastra a los brazos de una profusa galería de amantes ocasionales. Lo suyo son las «amistades eróticas», relaciones que permiten a ambos amantes vivir en completa libertad, sin que uno de los dos acabe reivindicando la vida del otro. Teresa, en cambio, es una camarera de provincias a la busca y captura de una identidad que sepa reconciliar materia y alma. Se pasa largas horas mirándose al espejo, tratando de verse a sí misma a través de su cuerpo, restando de su cara los rasgos de su madre para aislar lo que debe ser sólo suyo. Es, en cierta manera, una mujer aquejada de un profundo complejo de culpabilidad cuyo origen debe encontrarse en los inconvenientes de una relación materno-filial más que traumática.
Una mañana, Teresa aparece en el apartamento de Tomás, en Praga, con una diminuta maleta en la cual parece transportar toda su vida. Sin embargo, apenas se conocen, apenas han retozado juntos durante una tarde en un pueblecito de provincias, al cual Tomás había llegado para tomar unos días de descanso. Por supuesto, al verla tan pálida y delgaducha frente al umbral, tan trágicamente inocente, Tomás queda desbordado. Pero en contra de toda lógica –de su lógica– ni siquiera se plantea la posibilidad de rechazarla –al menos no seriamente–. La ve completamente indefensa, necesitada de un aliento que solo él parece estar en condiciones de darle. Se pregunta, eso sí, como ha podido surgir ese afecto sincero con tan poco tiempo de por medio, cómo surge el amor cuando ni siquiera estamos dispuestos a asumirlo. Se arrodilla en la cama junto a Teresa para dormirla con susurros tranquilizadores, y luego se le ocurre que no podría sobrevivir a su muerte. La cuida como si se tratara de «un niño al que había sacado de un cesto untado de pez y había colocado en la orilla de su cama».
Pero, ¿era amor? La sensación de que quería morir junto a ella era evidentemente desproporcionada: ¿era la segunda vez que la veía en la vida! ¿No se trataba más bien de la histeria de un hombre que en lo más profundo de su alma ha tomado conciencia de su incapacidad de amar y que por eso mismo empieza a fingir amor ante sí mismo?
Acaso sea «voluntad de la voluntad» de la que nos hablaba Heidegger. Sin embargo, no es el amor el eje de este libro, o no al menos el que controla todos los resortes. El verdadero interrogante que plantea el autor checo con esta novela, la «interrogación meditativa» sobre la cual está construida, es la dicotomía entre la levedad y el peso. Según él, todo repetición encaminada hacia el infinito, es decir, toda situación operada según el principio del eterno retorno, adquiere para nosotros el peso de una insoportable responsabilidad –la carga más pesada, das schwerste Gewicht, como la llamaba Nietzsche–, mientras que todo aquello que no se repite, que sucede una única vez, disfruta de la circunstancia atenuante de su fugacidad. No puede ser condenada. Nos resulta algo maravillosamente leve.
La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida (…) Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
Sin embargo, ¿es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad? ¿Qué debemos elegir? Y por otro lado, en cuál de estas dos actitudes se encuentra nuestra verdadera identidad?
La insoportable levedad del ser contiene otros dos personajes cruciales. Sabina es la mejor amiga de Tomás, la que mejor entiende su idea de «amistad erótica». Se acuestan de vez en cuando en el estudio de ella, incluso cuando él ya vive con Teresa, para continuar disfrutando de la levedad en su expresión más erótica, aquella que permanece inevitablemente vinculada a la amenaza de la pérdida, al vacío. Cuanto más cercanos se hallan al precipicio, mayor es la recompensa. De los dos sea tal vez Sabina la que con mayor empeño rehúye el peso de la vida, instalada en una cómoda atalaya desde la cual contemplar la vida en perspectiva y pintar sus cuadros. Para ella vivir significa ver. Por eso es pintora.
Este cuadro se me estropeó… Me cayó una mancha de pintura roja. Al principio estaba muy disgustada, pero luego aquella mancha empezó a gustarme, porque parecía una grieta. Era como si la obra en construcción no fuese una obra de verdad, sino un decorado teatral cuarteado, sobre el cual la fábrica en construcción no estaba más que dibujada. Empecé a jugar con la grieta, a ampliarla, a inventar lo que se podría ver a través de ella (…) Delante había siempre un mundo realista perfecto y detrás, como tras la tela rasgada de un decorado, se veía otra cosa, misteriosa y abstracta.
Franz, en cambio, no entiende la vida sin peso. Lo suyo es un compromiso constante con sus propias ideas, sólidamente edificadas durante muchas horas de magisterio en una universidad de Ginebra. Lo suyo es cargar a voluntad con todo el realismo que le reporta una vida conducida con precaución y razonamiento, y vincular sus actos heroicos, todo su romanticismo, a esa misma realidad. Nunca se permite que la levedad asome por una ventana de su existencia. Lo consideraría una irresponsabilidad, un acto de cobardía completamente injustificable en un mundo visiblemente hostil. Incluso en el amor –o sobre todo en él– se presta a aplicar una actitud que solo puede reportarle desgracia y sufrimiento. «Para Franz el amor significaba la permanente espera de un ataque». Y quien le acaba infringiendo la derrota definitiva, su propio Waterloo sentimental, no puede ser otra que Sabina, su antítesis. Su relación, fraguada durante los viajes profesionales de él, es tan desigual e inevitable como la que mantienen la luz y la oscuridad. Una no puede existir sin la otra. Sin embargo, apenas consiguen rozarse.
En el momento en que siente que el gozo se extiende por su cuerpo, Franz se estira y se diluye en el infinito de su oscuridad, él mismo se vuelve infinito. Pero cuanto mayor se vuelve un hombre en su oscuridad interior, más disminuye su apariencia externa. Un hombre con los ojos cerrados es una ruina de hombre. A Sabina le desagrada esa visión, no quiere mirar a Franz y por eso cierra también los ojos. Pero esa oscuridad no significa para ella el infinito, sino simplemente la disconformidad con lo que se ve, la negación de lo visto, el rechazo a ver.
Franz es la Madame Bovary de Kundera, y Sabina un personaje que se ha ganado por derecho propio un lugar en el Hall of Fame de la literatura. Siendo la única que asume la levedad con todas sus consecuencias, nunca evita el hilo emocional que le une a todos y cada uno de los actores de la novela. Sin embargo, no puede consentir que Franz la acerque a ese kitsch que tanto ha luchado por evitar, a esos lugares comunes que el hombre ha escogido para categorizar su existencia, para que cada uno de nosotros pueda afirmar su identidad en compañía de sus semejantes. La identidad de Sabina se resiste a diluirse en los decorados de sus cuadros. Ella prefiere habitar en la grieta.
Tomás y Teresa combaten contra la levedad y el peso desde posiciones equidistantes. Él, tratando de encontrar entre las diversas mujeres con que se acuesta una manera de reafirmar la «identidad» de su amor por Teresa. Ella, esperando que esas mismas mujeres acaben entregándole a Tomás definitivamente, sin condiciones. Sabina y Franz, en cambio, no tienen nada contra lo que combatir. Se encuentran en polos demasiados opuestos para contemplar una reconciliación, aunque Franz se preste a flirtear con la idea. Cada uno contiene una proporción distinta de peso y de levedad, e igual que el Yo es paradójicamente inaprehensible, tampoco sus proporciones pueden unirse para formar el área de un círculo perfecto: un círculo en el que cada una de ellas disponga de su propio espacio.
Pero cojamos un poco de aire y depositemos ahora nuestra atención en La identidad (1997; Tusquets, 1998**), la novela mediante la cual Kundera trata el tema del Yo de manera más explícita.
Debo reconocer que siempre me han maravillado esos títulos tan conceptuales de Kundera. En realidad, uno diría que son más propios de la no ficción que de la narrativa. La insoportable levedad…, La identidad, La inmortalidad, La despedida, La broma etc.. Lo explicaba el propio autor en una ocasión: «Pienso que es acertado elegir como título de una novela su principal categoría». A tenor de sus palabras, podemos identificar fácilmente cuál es la interrogación meditativa de La identidad, título publicado en francés en 1997, es decir, trece años después de la aparición de su obra más leída, conocida y reconocida, en una época de especialmente prolífica pero que, de alguna manera, apunta maneras de declive.
La identidad nos cuenta el ocaso de una relación, la de Jean-Marc y Chantal. El primero, un joven cuya precaria situación profesional responde a más a su indiferencia que a su falta de aptitudes. Lo que sea que haga debe guardar una relación coherente con su sistema de valores, con su particular visión de la ética. Por supuesto, acaba como mucho en su situación: a expensas de una mujer. Sin embargo, lo que en un principio parece un holgazán camuflado bajo un manto de ideales lleno de parches, acaba resultando un tipo bastante inteligente a quien preocupa enormemente la identidad general del hombre.
A medida que se acercaba, aquella mujer que había tomado por Chantal se volvía vieja, fea e irrisoriamente otra (…) ¡Cuántas veces le habrá pasado lo de confundir el aspecto físico del ser amado con el de otro! Y siempre seguido del mismo asombro: ¿será tan ínfima, pues, la diferencia entre ella y las demás? ¿Por qué es incapaz de reconocer la silueta del ser al que más quiere en el mundo, del ser que considera incomparable? Abre la puerta de la habitación. Por fin la ve. Esta vez sin la menor duda, es ella, pero tampoco se le parece del todo. Su rostro ha envejecido; su mirada es extrañamente malvada. Como si la mujer a la que había hecho señas en la playa debiera sustituir, a partir de entonces y para siempre, a la que ama.
Chantal, en cambio, tiene la capacidad de vivir en una permanente dualidad, sin dejarse llevar por ese enconado concepto del compromiso (con uno mismo) que tanta influencia obra en Jean-Marc. Por la mañana, da lo mejor de sí misma en una agencia publicitaria, defendiendo ideas que le parecen absurdas y vacías de verdadero contenido existencial y riéndole las gracias a un jefe cuyo cinismo ha convertido en un heraldo de la nueva sociedad consumista. Por la noche, ofrece lo que ella considera su verdadero Yo al hombre junto a quien ha decidido pasar el resto de su vida.
Actúo a medias: traiciono a veces a la empresa y a veces me traiciono a mí misma. Soy doblemente traidora. Y no considero ese estado de doble traición como una derrota, sino como una hazaña. Porque, ¿durante cuánto tiempo seré capaz de mantener mis dos caras? Es agotador. Llegará un día en que ya solo tendré una cara. La peor de las dos, por supuesto. La seria. La que consiente. ¿Me querrás todavía?
Un tarde, Jean-Marc intuye en el rostro de su mujer cierta desazón. Al preguntarle que le ocurre, Chantal solo consigue responder algo en apariencia banal. «Los hombres ya no se vuelven para mirarme», dice ella bastante ruborizada, en absoluto para coquetear. Es el inicio de una disputa de consecuencias imprevisibles. Al entender que Chantal sufre como consecuencia del paso del tiempo, y animado por su obsesiva preocupación acerca de la identidad –no quiere perder lo poco que le queda de su mujer, aquello que la distingue de las demás–, decide escribirle una carta anónima en la cual se presenta como un admirador que la sigue allí donde va. Sin embargo, aquello que comienza como un juego acaba destapando ciertas miserias escondidas a las que no se habían enfrentado antes como pareja. Chantal recupera en su disimulada relación con aquel admirador ciertos gestos que Jean-Marc solo había identificado al conocerla. Y este comete la imprudencia de ofrecerle a Chantal una compasión completamente irreconciliable con el erotismo perdido.
Parece que las identidades que cada uno ha otorgado al otro se disuelven irremisiblemente, y que, en consecuencia, ninguno de los dos consigue ya reconocer la suya propia. ¿Será que aquello que Jean-Marc atribuye a la amistad debe aplicarse también al amor? “Esta es la única y verdadera razón de la amistad: ofrecer un espejo en el que el otro pueda contemplar su imagen de antaño, que, sin el eterno bla-bla-bla de los recuerdos entre compañeros, se habría borrado desde hacía tiempo”. Tal vez solo debiéramos cambiar el tiempo verbal y admitir que el amor ofrece una espejo en el que contemplarse uno mismo en un presente que se desvanece a cada milésima de segundo.
La insoportable levedad del ser nos muestra una galería de personajes desorientados en esa frontera que separa el peso y la levedad, sin sentirse del todo dueños de su propia decisión. «Pero si Dios no cuenta y el hombre no es ya el dueño, ¿quién es entonces el dueño? El planeta avanza en el vacío sin dueño alguno. Ahí está la insoportable levedad del ser».
La identidad nos remite a un mundo algo kafkiano en el cual la frontera entre lo real y lo irreal, entre el mundo exterior y lo que, a solas, elabora una mente presa de la inseguridad, es tan inestable como la imagen que vemos en el espejo cada mañana.
*Primera edición en colección Andanzas
**Idem