Abraxas. La deidad bipolar
Por Miguel Ángel Montanaro. Es posible que se hayan cruzado alguna vez con un tipo –o tipa–, que luzca un tatuaje similar al de la imagen que ilustra esta crónica.
Quizá, se hayan tomado alguna copa en la famosa discoteca mallorquina que decidió hace décadas, bautizarse con el sugerente nombre de la divinidad gnóstica que trataremos de descubrir unos renglones más adelante.
O simplemente, puede que entre ustedes –venerados lectores–, algunos sean tan frikis y lleven –al igual que este humilde contador de historias–, media vida estudiando el fenómeno de las religiones.
Sea como fuere, bien por cualquiera de estas causas, o por un millón de otras razones no citadas aquí, estoy convencido de que no será la primera vez que han oído hablar de Abraxas, la deidad gnóstica que representa la eterna dualidad.
El bien y el mal.
El cielo y los abismos infernales coexistiendo en una misma dimensión.
El gnosticismo, que en los primeros siglos del primitivo cristianismo se desmarcó de la primigenia y ortodoxa dogmática cristiana –aún en formación–, se concretaba en una amalgama ecléctica de creencias filosóficas que mezclaban doctrinas orientalistas con el más puro platonismo.
Los herejes gnósticos creían –y supongo que siguen creyendo hoy sus actuales herederos espirituales, instalados en multitud de diferentes grupos de un variopinto pelaje filosófico–, que el ser humano se podía salvar a si mismo –creían por lo tanto en la salvación del alma–, mediante un profundo y secreto conocimiento –la palabra gnosis, se traduce del griego como: conocimiento–, de lo divino.
Las creencias gnósticas estaban impregnadas de una inexorable dualidad que les llevaba a enfrentar al espíritu con la materia y a lo divino contra lo humano.
La existencia se volvía para ellos, por lo tanto, una batalla del ser humano consigo mismo para liberarse de la cárcel física en la que se encuentra aprisionado, y de la que tendrá que escapar, para alcanzar el nivel espiritual de la perfección que le llevará a la salvación.
Esa bipolaridad es Abraxas.
El dios-demonio que representa lo bueno y lo malo de toda persona. El creador –más bien impulsor de la materia–, y destructor de la misma.
La afirmación de lo angélico y lo demoníaco que habita en todos nosotros.
Por eso, la representación de ese ser, mitad gallo, mitad serpiente, se traduce como la iconografía mística de nuestra incoherencia vital y de nuestra naturaleza, que es capaz de albergar los más puros sentimientos y también, de realizar al mismo tiempo, los actos más execrables.
Esa dicotomía de lo benigno y lo maligno puede que les haya traído a la mente la célebre obra «El extraño caso del Doctor Jeckyll y el señor Hyde» de Robert Louis Stevenson; pero me permitirán que les recomiende otra novela que a mi juicio, traduce de forma espléndida, la idea de la dualidad transmitida en esta columna.
Les hablo de «Demian», que Hermann Hesse, publicó con el seudónimo de Emil Sinclair –en honor al protagonista de la obra–, un joven que, a caballo entre el mundo de la luz y el de la oscuridad, conocerá a un extraño personaje, llamado Max Demian, que le mostrará el camino que deberá recorrer Emil Sinclair para descubrir el más grande de los conocimientos.
El conocimiento de uno mismo.