El (mal)trato lingüístico a los animales no humanos
Por Ignacio G. Barbero.
No hay nada más perjudicial para el ser humano que lo que califica como “normal”, pues gracias a ello se asumen como naturales y necesarias unas prácticas o ideas determinadas y, al mismo tiempo, es anulado cualquier juicio crítico que pueda cuestionarlas. Esta normalización, sobre la que tenemos poco o ningún control, está legitimada y reproducida en algo tan aparentemente inocuo como el lenguaje. Es lo dicho, lo que hablamos, lo que escribimos, las expresiones que utilizamos al exponer nuestra opinión, el lugar donde aparece la norma de cada sociedad, los valores que la fundamentan y la justifican. A través de la palabra, discriminamos lo bueno de lo malo, lo beneficioso de lo dañino, lo raro de lo normal, etc. Y este criterio de separación estimativa asume in nuce la necesidad de mantener el -impuesto y supuesto- equilibrio moral, político o social.
Nótese cómo lo marginal, esto es: lo que está en los márgenes del interés “general” y, por ello, zarandea su estabilidad, es intensamente defenestrado en el lenguaje. Un ejemplo paradigmático es el adjetivo “radical”, el cual suele usarse para aludir a determinados grupos o individuos que practican el activismo político y ponen en jaque lo reglado al atentar con su comportamiento contra la raíz fundamental del orden social y sus vías de normalización. Numerosos movimientos “radicales”, de cualquier disciplina, pretenden destruir y rediseñar el lenguaje, la manera en que exponemos lo que pasa, lo que implicaría una devolución de la voz y la presencia a los marginados y olvidados por el sistema. Hablamos de un acto de justicia que con no poca frecuencia es causa de mofa y vilipendio, evidencia del temor de la autoridad al cambio de las reglas del juego lingüístico. Buena muestra de ello son las reacciones ante las intenciones feministas de transvalorar la forma fundamentalmente sexista en la que la lengua se estructura y articula.
Olvidamos con frecuencia que el lenguaje es el garante de una moral explícitamente sesgada; la idea de que se dedica a enunciar tranquila y objetivamente lo que aparece ante nosotros es falaz, pues decir es tomar partido, tomar partido es establecer una perspectiva y, por tanto, herir de valores la realidad que nos circunda. La violencia de esta herida depende del lugar que ocupa uno en el tablero del poder. Los animales no humanos son presa de la discriminación más virulenta tanto a nivel físico como ideológico-lingüístico. Ambas discriminaciones están interconectadas. La física es más explícita y está a los ojos de todo aquel que tenga algo de empatía, mas la segunda es mucho más sutil y, en consecuencia, efectiva a la hora de reproducir una jerarquía estimativa que desconsidera a la mayoría de los seres vivos. Las concepciones católica e ilustrada del ser humano, unidas por varios puntos clave, apuntalan esta presente e imperante jerarquía: por un lado, el cuerpo, sus pasiones e instintos, pertenecen a la zona más baja del hombre o mujer, la más despreciable si no se controla debidamente; por otro, la razón, facultad racional o expresión más pura del alma humana, lugar primero y último de la moralidad y la inteligencia, es la parte más admirable y noble de nuestro ser. Vulnerar sus principios es un gran error e implica una pérdida momentánea de nuestra elevada condición humana, que está separada de la animalidad y privilegiada por la Creación/la naturaleza.
Así, cuando alguien realiza un acto violento repentino, sea premeditado o no, sentimos la necesidad de compararlo con un animal, implicando en esta comparación una degradación de su naturaleza. “Qué bestia” es una expresión muy recurrente en estos casos, dando a entender que la separación entre el impulso y la acción es inexistente en el mundo de los animales no-humanos. “Eres un cabeza de chorlito” o “no seas burro” es la respuesta verbal a un acto que consideramos no ajustado a la preclara y sublime inteligencia del homo sapiens y, sin embargo, sí dignos de una pequeña ave o de ese animal de carga tan bellamente retratado por Juan Ramon Jímenez en “Platero y yo”.
Cuando alguien no cuida su higiene corporal o hace comentarios machistas contestamos, contrariados, con un “cerdo/puerco” y usamos esta palabra como ofensa o insulto, pues el mamífero porcino, presuponemos, es un ser sucio e inmundo que vive enlodado toda su vida sin preocuparse de su limpieza (paradójicamente, el cerdo se embadurna de lodo para, entre otras cosas, asearse y librarse de parásitos e insectos perjudiciales).
“Zorra”, por otro lado, es una palabra que incluye un “dos por uno” en materia de discriminación. En primer lugar, la sexista: enunciamos esa palabra con inquina para describir a una mujer que hace libre uso de su cuerpo en el campo sexual (nótese la muy diferente connotación que tiene llamar a alguien “zorro”). Y, en segundo lugar, hacemos esta vergonzosa y falaz ofensa usando la figura de una hembra animal que, aparentemente, “se va con cualquier zorro” y es muy promiscua: no puede controlar sus instintos, se deja llevar por su animalidad, etc.
Thomas Hobbes, en su afán de describir las relaciones humanas en estado no social, es decir: “salvaje” (otra palabra atravesada de prejuicios denigratorios), escribió que “el hombre es un lobo para el hombre”, exponiendo el natural egoísmo del hombre y la extrema violencia y crueldad con la que se emplea con los demás. El hecho de que la negatividad propia de esta definición sea representada con la imagen de un animal no humano dice mucho de la maltrecha consideración que se tiene de éste. El rebaño de ovejas (vistas como atontadas, sin individualidades propias) para mostrar otra tendencia, la docilidad gregaria del hombre ya en sociedad, también es una buena expresión de este desprecio hacia los animales no humanos.
La base o no científica de estos asertos es indiferente, pues no se afirman con intención científica. La moral que implícitamente defienden -y defendemos al decirlos- sí es relevante y muy perjudicial, ya que impone con sutileza una perspectiva que menoscaba la dignidad de los animales no humanos y justifica (o, al menos, no condena enérgicamente) todo trato hacia ellos que sea acorde a su naturalizada inferioridad, a saber: todo maltrato. Seamos conscientes de la gravedad de este hecho, no nos dejemos llevar por lo asumido como normal.
Una acertada reflexión y análisis de como el lenguaje no sólo configura nuestra realidad, sino que perpetúa las relaciones de desigualdad y discriminación. Me ha encantado, gracias.
¡Espectacular reflexión!, debo confesar que alguna vez he llegado a usar este tipo de expresiones, quizás porque queramos o no el ser humano sigue siendo un poco ‘burro’. Felicidades por el post. Saludos
Tienes una memoria de elefante para conocer tanto vocabulario. Estás hecho un lince. Enhorabuena.
Brillante!
¡Vaya decadencia!Tanto defender a los animales cuando es el ser humano el más agredido y violentado.
Y el maltrato lingúístico a los humanos de otras razas y culturas, con diferentes capacidades, por cuestiones de sexo ¿Para cuando acabaremos con él? Me parece absurdo el artículo éste ¿A los animales que les dan o que les quitan esas expresiones? ¿Que les importan? Pienso seguir usando ese lenguaje hatsa que no cambie el maltrato lingüístico a las personas y después, también.
Bueno, el «maltrato linguístico» no deja de ser una anécdota comparado con el real, que sí es el grave.