La costurera fantasma
Por Miguel Ángel Montanaro. La verdad sea dicha, me cuesta tratar los asuntos sobrenaturales, será por un acusado sentido del pudor parapsicológico.
Ya saben, me refiero a escribir sobre temas relacionados con el más allá.
Conmigo, por ejemplo, pueden contar para una paella, pero nunca para una sesión de güija. Me verán ustedes entrar lloroso en la consulta del proctólogo, pero ni a rastras, en la de un médium.
Me van los campos de fútbol, pero me producen repelús los camposantos.
Sin embargo, he aquí que hoy, en la sobremesa de la opípara comida que nos hemos empujado entre pecho y espalda, han caído unos orujillos y así, muy dicharachero, he recordado un fantasmagórico suceso acaecido durante mi juventud, que uno de los comensales me ha animado a que se lo relate a ustedes en esta columna.
Y como de los cobardes nada se ha escrito, seré yo quien les escriba –y les doy mi palabra de que esta crónica es una historia real–, acerca de la costurera fantasma…
Hace un porrón de años, después de haber estado recorriendo esos mundos de Dios, volví a mi tierra para incorporarme a un negocio familiar y mientras encontraba piso, me instalé en casa de un hermano, que a su vez se acababa de mudar a un inmueble, ya con cierta solera, en el casco viejo de Murcia.
No daré más datos.
Los primeros días pasaron rápidos en el trasiego escalonado de la mudanza y las horas dedicadas a recorrer una capital que tenía injustamente olvidada.
Pasada la primera semana, con los calcetines alineados en formación marcial en su correspondiente cajón –los maniáticos somos así, irrecuperables–, y con mis libros debidamente arrumbados en aquel estrecho pasillo que olía a pis de gato, me sentí confortablemente acogido durante ese provisional espacio de tiempo necesario para encontrar alojamiento propio.
Mi hermano –había olvidado comentarles este particular–, compartía aquella vivienda con un amigo llamado Juan Carlos, al que veíamos raramente por casa, pues su trabajo de transportista le obligaba a vivir más tiempo en la cabina de su furgón que bajo techo; aunque a veces coincidíamos y entonces, en una animada charla, siempre caían unas cervezas y algunas pizzas frente al televisor.
Fue en una de aquellas pláticas cuando brotó por primera vez una duda compartida.
–¿Quién será la tiparraca esta que se tira toda la noche cosiendo en el piso de arriba? –pregunté al ser el último en llegar.
–Ni puta idea, pero desde que hemos llegado, la tía no ha parado de darle al pedal de la máquina de coser. Estoy del taca-taca-taca-taca hasta los mismísimos –comentó el del camión.
De aquella, lo reconozco, no se nos pasaba por la cabeza que pudiese ser un hombre el que cosiese a máquina a tal velocidad. Dábamos por hecho, que tenía que ser una fémina la que producía ese peculiar y mecánico ruido, pedaleando su labor sobre una máquina de coser igual a aquellas famosas Singer, en las que bordaron tantos pespuntes nuestras abuelas
–¡Joder! Pues a mi me viene de puta madre. Necesito que una modista me meta los bajos del pantalón de ese traje tan guapo que me he comprado –se felicitó mi hermano, que se había hecho con un traje de antelina azul, de esos ochenteros, como los que lucía Don Johnson.
Así le pasaba lo que le pasaba a mi hermano; que siendo rubio, con los ojos azules y tirando de vestuario a lo Miami Vice, se le caían redondas las nenas en los brazos.
A lo que iba. Al día siguiente, el guaperas y yo entrábamos por el portal del caserón y mi hermano le preguntó a la portera de la finca si no sería posible que la chica –o señora–, que vivía en la planta superior a la nuestra, y que se pasaba las noches cosiendo, le arreglase los bajos del pantalón.
–¡Ay! Hijo… ¡qué humor tienes! –rio la señora.
–A ver, que no es ninguna broma. Necesito que me arreglen un traje y la mujer que vive arriba de nuestro apartamento se pasa las noches cosiendo –insistió.
La mujer, durante unos segundos, nos observó incrédula; acto seguido, cogió un manojito de llaves que colgaba de un tablero en su cuarto de trabajo y nos ordenó seguirla hasta el piso superior al que habitábamos.
La portera, muda durante todo el recorrido, abrió primero el candado sujeto con dos cáncamos a la puerta y al marco que la encerraba, después, introdujo y giró otra llave en la cerradura, se santiguó y empujó la puerta…
La visión del piso vacío, y el frío que nos llegó desde su interior, me sentaron como dos puñetazos en el estómago.
–Tenéis suerte de que el propietario me dejase una llave por si había que enseñar el piso para alquilarlo. Este apartamento lleva cerrado cuatro años, que es el tiempo que ha pasado desde que murió la chica que vivía aquí. Una costurera empleada de unos almacenes del centro, que siempre llegaba y se marchaba cargada de bolsas de ropa, porque se traía faena a casa. Si os fijáis, todavía se puede ver en aquella esquina del salón, la señal que dejó sobre las baldosas la máquina de coser en la que trabajaba –dijo la mujer señalando unos puntos herrumbrosos marcados sobre el suelo, justo en la línea imaginaria que descendía sobre nuestro salón.
Dos horas más tarde, este humilde cronista de ustedes ya había encontrado piso.
Llámenme suertudo.
O llámenme gallina.