Un diamante con taras: “Pan”, de Knut Hamsun
Por Ignacio González Orozco
Pan (1894), novela del gran escritor noruego Knut Hamsun, no debe su título a la harina de cereal amasada y horneada, sino al homónimo semidiós griego, señor de bosques y rebaños. Por extensión, deidad también del teniente Glahn, protagonista del relato.
Dada su caracterización, Glahn evoca desde la lejanía a uno de los personajes más célebres de Baltasar Gracián: Andrenio, el hombre natural de la novela filosófica El Criticón. Desde luego, no nació el teniente en una cueva ni fue criado por un animal salvaje, como Andrenio; no se trata de un ser llegado a trasmano a la sociedad, sino de un sujeto inadaptado –digámoslo así– que solo encuentra sosiego en la muda elocuencia de la naturaleza… La cual atesora una gran ventaja con respecto a la humana cháchara: el diálogo lo pone el interesado. Sin embargo, y al igual que le ocurrió al ingenuo Andrenio, su paz se verá turbada por la presencia de una mujer, personificación arquetípica –en esta novela– de algunos males de nuestra sociedad, como son el egoísmo y la doblez.
Habita el teniente una modesta cabaña en pleno bosque, sin necesidad de comodidades y alimentándose de lo que caza y pesca. Su espíritu está plenamente asimilado a la grandiosa naturaleza que lo envuelve: la costa y la taiga noruegas (transcurre la novela durante el estío boreal), ante cuya contemplación experimenta el sentimiento de lo sublime. Afirma que sus “únicos amigos eran el bosque y la gran soledad”, en cuyo contacto “me lleno de una extraña gratitud, todo entra en comunión conmigo, amo todo”. Y en otro pasaje de la novela escribe lo que bien podría ser su epitafio, de morir en tan beatífico estado: “Mi bosque querido, mi hogar, la paz de Dios”. Mas he ahí que la bucólica Arcadia de Glahn se ve sacudida por la inquietud que provoca en el militar el trato con Edvarda, la hija del señor Mack, un comerciante del cercano pueblo de Sirilund; una adolescente que oculta sus dudas e inseguridades bajo un manto de arrogancia y cuyo principal miedo estriba en el temor a ser poseída, al cual se sobrepone con una inquebrantable ansia de dominio. Tanta altivez le funciona a la perfección para ganarse el favor del cuasieremita Glahn.
Al trabar contacto con la joven, el teniente percibirá una ligera zozobra, sin identificación nítida, que arraigará en su conciencia para extender paulatinamente un ramaje de obsesión a todos sus pensamientos. Y no se trata de una atracción sexual, sino de una dependencia sentimental, porque el teniente, hombre muy atractivo para las mujeres, con frecuencia recibe visitas de jóvenes del lugar que vienen a satisfacer sus instintos de motu proprio, cautivadas por su “mirada de animal”, en un ambiente de liberalidad que asombra en la época en fue escrita y se sitúa la novela.
La historia se complica con la aparición de Eva, la hija del herrero local, una muchacha tan humilde por su extracción social como sencilla de mentalidad: encarnará la sensualidad más primitiva frente a la sutileza de Edvarda, la mujer real frente a la diosa idealizada. Por más que sacie Glahn sus instintos en el cuerpo de Eva, menos se olvidará del encanto esquivo de Edvarda, simplemente por tratarse de necesidades diferentes, del mismo modo que la sed se sacia bebiendo y el hambre, comiendo. Además, todo lo que poseemos acaba vulgarizado, caso de quien “le dio todo y él ni siquiera le dio las gracias” (Eva), mientras que lo inalcanzable se antoja con frecuencia superior, excelso. Por eso Edvarda “nada le dio y sin embargo él le dio las gracias. Ella dijo: ¡Dame tu sosiego y tu razón! Y él se lamentó de que ella no le hubiera pedido la vida.”
Aunque el propio Glahn refiera en primera persona los sucesos que vertebran la trama, no se trata de una narración de tono reflexivo, dada a la disquisición psicologista, sino de cariz lírico, cargada de referencias a las impresiones de los sentidos y las emociones. Las conductas se convierten en pistas acerca de los pensamientos que no son explícitamente enunciados ni analizados. En este sentido, Hamsun huye de cualquier atisbo de narrador omniscio; su intención no es explicar y mucho menos convencer, solo pretende conmover, y para ello adquiere la redacción un tono cándido, muy púdico, que evita mediante la elipsis cualquier detalle turbio cuando toca referirse a las relaciones sexuales de Glahn.
La prosa de Hamsun es ligera por la brevedad de sus párrafos y la concisión del vocabulario; impresionista, por enumerar la sucesión de visiones y demás estímulos suscitados en el protagonista. Hay fragmentos de tamaña sencillez sintáctica que parecen propios de un cuento de niños, sin demérito de la capacidad expresiva del texto, que ilustra magistralmente los devaneos de Glahn. Pero el verdadero rasgo distintivo de la novela consiste en su lirismo, que insufla y engrandece toda la redacción como se ensanchan los pulmones al contacto con el aire del mar o se conmueve el ánimo del joven en compañía de quien corresponde a su enamoramiento.
Hasta aquí, la parte grata de Pan. O desvirtuando el sentido de su título: la miga blanda y sabrosa. Porque la novela también tiene una corteza requemada de prosaica grosería, de sabor aciago para el lector que ha vibrado con los trágicos amores –lo son, a la postre– del trío protagónico.
En primer lugar, la narración concluye con un Glahn transmutado en su dimensión de hombre civilizado, perdidos no se sabe dónde los atributos de eso que hemos llamado hombre natural; un ser vanidoso, borracho, seductor sin principios y de instintos violentos. Un truhán, en suma, que encuentra la muerte apropiada a su indignidad. Llegados a este final, nos tienta la conjetura de que todo el relato sea una gran falsedad. Sin embargo, las dos caras antagónicas del mismo personaje podrían engarzarse como sendas fases de un alma que buscó su redención moral en el apartamiento del mundo. Quien no se consuela es porque no quiere.
De otro lado, la novela no puede desligarse del lastre biográfico del propio autor. Knut Hamsun (1859-1952) desempeñó los más variados oficios menestrales tanto en su país natal, Noruega, como en Estados Unidos, donde vivió parte de su vida, y de todo lo aprendido extrajo una aversión feroz hacia el materialismo de la sociedad industrial. Distinguido en 1920 con el premio Nobel de Literatura, recibió los aplausos de literatos de la talla de Maxim Gorki y Thomas Mann. Lástima que esa épica del hombre rebelde ante las directrices del maquinismo y el capital se abocara hacia el nazismo. Hamsun defendió la ideología nacionalsocialista en numerosos artículos, aplaudió el inicio de las hostilidades en Europa, colaboró con las autoridades títere de la Noruega ocupada y llegó a regalar la medalla del Nobel al doctor Goebbels, cerebro de la propaganda nazi. Concluida la guerra fue juzgado por traidor y considerado un enfermo mental. Su nombre quedó borrado de todas las plazas, calles e instituciones que un día lo lucieron con orgullo. Como Pound o Céline, Hamsun figura hoy en la historia universal de la infamia.
¿Influye o debe influir el estigma del nazismo en una toma de posición acerca de las bondades literarias de Pan o cualquiera otra de las obras del escritor noruego (Hambre, Victoria, La bendición de la tierra…)? No será este simple comentarista quien pretenda decantar el ánimo del lector. Solo cabe decir que la novela es deliciosa, excelente; un verdadero diamante literario, pero con las impurezas recién citadas. También el Sol tiene manchas, aunque no deje de admirarnos su magnificencia.
He llegado aquí por haber leído el primer capítulo de PAN. Inmediatamente me he sentido cautivado por la concisión, la claridad, la capacidad de impulsar una novela en cuatro páginas. Voy a seguir.