Más allá de la vida
Por Alejandro Sotodosos
Si hay algo que sentimos todos los que hemos escrito algo alguna vez, es la sensación de que nuestro relato, cuento, poema o novela es inmortal. Que una vez la sacamos de dentro, quedará guardada en alguna estantería o algún disco duro. Que es como un hijo, que sentimos como nuestro, pero que una vez surca la mente del primer lector, ya es un poquito menos “de nuestra propiedad”.
Es inevitable, ya que desde el momento en que dibujamos con palabras historias, sabemos que la mayoría de ellos escaparán de nosotros, como es su destino inequívoco y natural. Tan natural debería ser darles vida como ver cómo se marchan, a pesar de que siempre sabremos que llevan dentro una parte de nosotros.
Y es esa sensación la que a mí, en particular, me hace sentir un ser muy pequeño dentro de un molino gigante que da vueltas sin descansar. Que un día soplé y vi girar sus aspas, tozudas y temblorosas, por primera vez. Que me quedé mirando su fuerza, pensando en cómo aquel suspiro de ilusión terminaría por hacerme sentir diminuto.
Sin embargo, ahora me gusta esa sensación. Me gusta soplar cuando no viene el viento favorable y ver mi molino girar por mí. Contar todo aquello que quise expresar y que ahora viaja por cualquier lugar del planeta, provocando aquellos sentimientos que yo quise crear y que ahora, con el paso del tiempo, parece que no me pertenecen.
Por eso, ya no temo a la muerte. Sé que puedo seguir plantando molinos y seguir insuflando historias a un aire recargado pero insaciable. Sé que si algún día yo no estoy, si algún día desaparezco, rumbo al cielo, al infierno o a la nada más absoluta… mis molinos quedarán aquí, como reflejo humilde de un ego que se desvanecerá en la eternidad.
Digo esto hoy porque tenía pensado hablar de cómo hacer una presentación original, pero la noticia de una muerte anunciada ha llegado a mis oídos hoy. Un varapalo inesperado, que me ha hecho ser consciente de que cualquier día me puede llegar a mí la cuenta atrás.
Si ese momento llega, no sé si dejaré todo y me iré de viaje, o escribiré mis memorias, o simplemente me tiraré en la cama a ver a la muerte llegar. Me acomodaré frente a ella, bolígrafo en mano, y le diré que no tengo miedo. No temo a la muerte, porque de todo lo que he hecho en la vida, hay dos cosas que no me podrá arrebatar: todo lo que he escrito y todos los sentimientos sensaciones que dejo en todas las vidas con las que me he cruzado por el camino. Y, sobre todo, en aquellas vidas que dejé cruzadas.
Y esa es una recompensa más que suficiente. Quizá la muerte se arrepienta, como hace siempre, de llevarse a los genios, a los artistas y a los grandes personajes. Porque en lugar de apagar la llama de su vida, la enciende en todas las personas que ha rozado con la antorcha de su obra.
Dedicado a mi abuela Elena, que ha llenado tantas vidas con su ternura y que la muerte se ha empeñado en darle cuerda por última vez a un reloj de arena que le va a costar la vida vaciar.
Por esto, y porque la vida es infinitamente maravillosa… nunca dejes de soñar.