Jimmy P. (2013), de Arnaud Desplechin
Por Miguel Martín Maestro.
Jimmy P. como Frances Ha son personajes con nombres incompletos, tan incompletos como el propio mundo en el que quieren participar, a uno completar su nombre la va a conllevar un doloroso proceso de enfrentamiento con sus miedos del pasado, a otra una simple renuncia y posibilismo, acomodarse a lo alcanzable antes que amargarse por lo inasible. De todas formas, qué envidia ver en cartelera, sucesivamente estrenadas, Jeune et jolie, Les salauds, Jimmy P., L,inconnu du lac, y la semana que viene, en el festival Atlántida, La batalla de Solferino y la última de la Donzelli… y si se compara con la oferta en cartelera comercial del cine español…
Jimmy Picard es un extraño de sí mismo, y al mismo tiempo un extraño en su país, su origen indio también incorpora una pesadumbre vital, la del diferente, la de quien es tratado por los médicos como “jefe” en vez de Jimmy Picard, la del que en el bar es aconsejado que diga que es mejicano antes que indio si aparece la policía militar. Ya he comentado por aquí que cualquier película que empieza con la leyenda “basada en una historia real” me produce el mismo rechazo personal que enfrentarme a una rueda de prensa de plasma o a una declaración política en diferido pero en forma de simulación, aunque en este caso la forma de contar la historia por parte de Desplechin me hace olvidar el aviso inicial muy pronto, y me sumerjo en sus demonios interiores y en los de los personajes. Hay mucho de convencional en esta película, pero no deja de interesarme la historia psicoanalítica que muestra.
La película presenta el clásico tour de force entre dos personajes, el Picard que encarna Benicio del Toro y el Devereux que encarna Amalric (interesante ver la película en versión original para apreciar el acento forzado, medio francés medio centroeuropeo, que Amalric ofrece a su falso psicoanalista) y la vital, triste y desprendida presencia de Gina McKee (una de las estupendas hermanas de la no menos fabulosa Wonderland de Winterbottom).
Lo que parecen ser unas secuelas de guerra, una neurosis provocada por la experiencia en la segunda guerra mundial por el soldado Picard, víctima de un accidente nada bélico durante su estancia en Francia, y que le provoca cegueras temporales, pérdidas de audición, pesadillas, ahogos, jaquecas imposibles, deviene en un inteligente juego psicoanalítico por parte del ¿antropólogo? Devereux, citando de manera expresa al sanatorio para atender, de manera exclusiva al indio “pie negro” Picard.
Las conversaciones entre Picard y Deveraux van desentrañando el problema de fondo de Picard, cómo el accidente no es causa ni está en el origen de la enfermedad mental, cómo todo se encuentra, origen y respuesta, en el interior del propio soldado desmovilizado, cómo ha de enfrentarse a sus problemas con las mujeres, a su incapacidad para enfrentarse a ellas y a las frustraciones que le producen, ya sean madres, hermanas, novias, hijas, enfermeras, de tal manera que, evitando ahogar la rabia que producen las divergencias, no se vea enviado al dolor físico como respuesta.
Picard consigue contar su vida intrigado por el papel del falso doctor, Deveraux no es médico, no es doctor, no es psiquiatra, no es antropólogo, pero al final es un poco de todo porque de todo ha estudiado y de todo ha ejercido. Gana la confianza del enfermo mostrando su interés por la cultura y costumbres de los indios, por su lengua, hablando de las mujeres con corazón de hombre. Se adivina un turbio pasado del terapeuta en Francia, algo que le ha hecho irse del país, ya huyendo de un intrusismo, de alguna mala praxis, de alguna mujer que le ha herido, de la cicatriz del nazismo y su persecución… No es Devereux ni es francés, él mismo necesita psicoanalizarse, él mismo es un simulador, atenazado y aterrado por la perspectiva real de quedarse ciego, no la ceguera psicosomática de Picard, sino la de la degeneración física irreversible. En su aparente jovialidad, en su sobreexposición, anida un nihilismo radical hacia las relaciones humanas, es un perdedor convencido ayudando a otros perdedores que sí pueden encauzarse. No es irrelevante la llegada de Madeleine, la británica afincada en Francia, casada con un conocido de Devereux y amante y amor de éste, en una relación medio abierta medio cerrada en la que la mujer fluctúa entre la seguridad del marido, con el riesgo de aburrimiento, y la alegría nostálgica que le proporciona compartir unas semanas con Devereux como si fueran una pareja asentada.
Devereux es un simulador, y lo sabe, pero aparenta fortaleza y profesionalidad como única posibilidad de mantenerse a flote, en lo especial de su habilidad para llegar a la profundidad de la psique humana consigue presentar un don al que no llegan los especialistas diplomados sin necesidad de tener un título oficial que le habilite para ejercer la profesión médica, algo que, aun colocándole en un punto de inferioridad profesional no le coloca en una inferioridad real porque los demás le reconocen una habilidad especial para llegar donde no llega nadie más. Devereux no deja de ser un paciente más del mismo sanatorio, el sanatorio actúa como casa de reposo para él mismo mientras atiende a Picard, y ambos se retroalimentan necesitándose, uno para llegar a conocerse y otro para curarse, o mantenerse cuerdo, mientras ayuda y es ayudado.
Es verdad que no estamos ante la hondura y profundidad de Un cuento de navidad, o ante el reflejo humano de Reyes y reina, pero esta película francesa rodada en inglés no deja de ser interesante en aquello que excede de lo que se ve, en contar una historia de psicoanálisis sin entrar en el tópico de la locura, pero al mismo tiempo hablar del pasado de un país que aniquiló a sus habitantes originarios para convertirlos en especímenes antropológicos de museo, o de cómo muchos europeos tuvieron que reinventar sus vidas cambiando no sólo de nombre, tras huir de la barbarie del siglo XX en el viejo continente.
Acción para la reacción, nada mejora sin voluntad, ni nada permanece sin esfuerzo, al final el soldado Picard queda en posición de salida con clara ventaja sobre nuestro falso psicoanalista, uno sale del sanatorio y el otro se tumba en el diván. Es difícil mantener una vida en completa paz personal sin ayuda, y nos parece más frágil el médico que el enfermo.