Era una broma, Gabriel Josipovici

Cubierta Era una broma_baixa

1

Cuando el barón, como se hace llamar, tiene ganas de hablar, se sienta siempre delante. Felix, al volante, sabe muy bien que no debe iniciar una conversación. Se limita a conducir la berli­na grande y silenciosa por las atestadas calles de Henley.

No es hasta cuando se acercan a la autopista que el barón empieza a hablar.

—Miss Jenkin estaba en un estado de forma excepcional, como de costumbre —dice.

—Me alegra oírlo, señor —dice Felix, como siempre que el barón le transmite este dato tras su visita semanal.

—Sus recuerdos de las trastadas que yo hacía cuando niño eran incluso más nítidos de lo habitual —dice el barón—. A veces pienso que se inventa todas esas historias sólo para hacerme sufrir.

Felix sonríe sin apartar la vista de la calzada.

—Cualquiera que la oyera —dice el barón—, creería que me he pasado toda la juventud tratando de hacer la vida imposible a aquellos en cuya compañía estaba obligado a permanecer. Después de esto, el barón permanece tanto tiempo en si­lencio que Felix, la vista puesta en la calzada y en el retrovisor, tendría motivos para creer que se ha dormido.

—Y sin embargo parece que no me guarda ningún rencor —prosigue finalmente el barón, como si no se hubiera deteni­do lo más mínimo—. Más bien al contrario. En su memoria, mis travesuras y bromas han devenido los signos de un entu­siasmo adorable, una encantadora independencia de espíritu.

El barón se sume de nuevo en el silencio.

—Al menos —prosigue al cabo de un rato—, ésa es la imagen que quiere darme de cómo recuerda mi yo juvenil. Al mismo tiempo, da la impresión de que con su actitud sugiere que ésa es la opinión de una señora mayor, demasiado indul­gente y un poco senil, y de que una interpretación completa­mente distinta de mi conducta no sólo es posible sino bastante probable.

»Lo que me sigue intrigando —dice el barón— es si ella es consciente o no de ello, si quiere que lo deduzca de su acti­tud y comentarios, o si es mi mala consciencia la que me hace creer tal cosa.

Felix, el rostro impasible, va adelantando al resto de co­ches por el carril de la derecha sin hacer ruido.

—Felix, hay algo que querría preguntarte.

—Dígame, señor —dice Felix.

—Felix —dice el barón—, ¿no sabrás de alguien, dentro de tu amplio círculo de conocidos, que pueda ayudarme?

Sin apartar la vista de la calzada, Felix espera a que siga.

—Un amigo mío —dice el barón— busca a alguien, a al­guien de fiar, que siga los pasos a cierta persona. ¿No conoce­rás a alguien que pueda hacerlo?

Felix no da muestras de haberlo oído. El barón, sin embar­go, espera pacientemente.

Al final Felix dice:

—Creo que sí, señor.

—¿ Un hombre de fiar?

—Tiene sus propios métodos —dice Felix—. Hay que de­jar que siga sus propios métodos, no sé si me entiende.

—Estoy convencido de que a mi amigo jamás se le ocurri­ría decir cómo tiene que hacerlo —dice el barón—. Si eres tan amable, Felix, de darme su nombre y su número de teléfono cuando lleguemos a casa…

—Con mucho gusto, señor —dice Felix al volante de la berlina, mientras sale de la autopista y se dirige a Highgate.

El barón suspira y mira el reloj.

—Las cinco en punto —dice—. Las noticias de deportes.

Felix se inclina hacia delante y enciende la radio.

2

—La persona en cuestión, Mr. Alphonse,es mi esposa —dice el barón.

—Llámeme Alphonse, a secas —dice el hombre.

Están sentados en un banco con vistas al río, entre West­minster y Lambeth Bridge, un día frío de primavera.

—Todo el mundo me llama Alphonse —dice el hombre.

El barón se da por enterado con una ligera sonrisa.

—¿La señora vive con usted? —pregunta Alphonse.

—Es una manera de decirlo —dice el barón—. Sí, podría decirse que sí.

Saca una foto de la cartera y se la alcanza a Alphonse, que la examina en silencio.

—¿Qué más necesita saber? —pregunta el barón.

—Me iría bien disponer de un horario con los movimien­tos de la señora —dice Alphonse.

—¿Un horario?

—Sólo a título indicativo, ya me entiende.

—Si es eso lo que necesita, cuente con ello —dice el barón.

Alphonse continúa escrutando la foto. Un helicóptero pasa por encima y sigue el curso del río hacia el sur.

—Engaña un poco —dice el barón—. Es muy fotogénica. Siempre lo ha sido. En la vida real se le nota la edad que tiene.

—¿Cuántos tiene? —pregunta Alphonse, la mirada toda­vía clavada en la foto.

—Cincuenta y cuatro —dice el barón—. O por ahí.

—Ya —dice Alphonse—. Una mujer guapa —opina, y se vuelve hacia el barón, que sigue con la mirada fija en el río—. ¿Puedo? —pregunta finalmente levantando la foto.

—Faltaría más —dice el barón—. Para eso se la he traído.

Alphonse se la guarda cuidadosamente en la cartera. Un sobre aparece en las manos del barón.

—Como supongo que se hará cargo —dice—, usted y yo debemos tener el mínimo contacto. Dentro encontrará, ade­más del adelanto que acordamos, mi número de móvil y el número de teléfono de casa. Le ruego que los destruya no bien los haya memorizado. Deberá usarlos solamente en caso de emergencia. Mi esposa es sumamente desconfiada. No debe tener la más ligera sospecha de que algo pasa. Le iré lla­mando para que me ponga al día de sus avances, pero usted sólo me llamará en caso de emergencia. ¿Me ha entendido?

Alphonse se guarda el sobre sin abrir en el bolsillo de la chaqueta.

—Estas cosas requieren tiempo, como comprenderá —dice—. Lo primero es…

—Por favor, ahórrese los detalles —dice el barón cogién­dolo del brazo.

—Como usted quiera —dice Alphonse con un deje de desilusión en la voz.

—No tengo prisa —dice el barón—. Lo que necesito es una prueba concluyente.Alphonse se ajusta el abrigo oscuro.

—Siempre ha sido un pelín excéntrica —dice el barón—. Un pelín… ¿cómo decirlo? Es como si no fuera consciente de las normas no escritas que regulan la conducta en sociedad. En los últimos meses, sin embargo, he tenido la sensación de que empezaba a perder el control. Y ahora tengo motivos para creer que se está viendo con otro hombre.

Ahora es Alphonse quien mira fijamente el río.

—Debo admitir que me sorprendió —dice el barón—. Ja­más dio pruebas de que le interesaran los hombres o el sexo. Sólo el dinero.

—Quizá el hombre tenga dinero —aventura Alphonse.

—Dudo que tenga tanto como yo —dice el barón—. Me he tomado la libertad —prosigue— de echar un vista­zo a su diario. Da la impresión de que está tramando, o de que se imagina que está tramando, matar a alguien con este hombre. Si resulta que es verdad, me gustaría evitar que se hi­ciera daño. Si se supone que la víctima soy yo, evidentemente querría evitar que me hicieran daño a mí. Hay que averiguar todo eso. ¿Quién es el hombre? ¿Es su amante, su cómplice o ambas cosas? ¿A quién pretenden asesinar, si realmente quie­ren asesinar a alguien? Etcétera. ¿Me entiende?

—Por supuesto —dice Alphonse.

—Por eso, cuando digo que no tengo prisa, no quiero de­cir que dispongamos de todo el tiempo del mundo. En caso de que tengamos que evitar que se haga daño. O que otros se lo hagan.

—Le entiendo perfectamente —dice Alphonse.

—Creo que eso es todo —dice el barón—. ¿Dónde quiere que le mande el horario?

—Podría anotármelo ahora —dice Alphonse—. Nos aho­rraríamos un montón de problemas. En serio.

El barón saca del bolsillo interior un pequeño cuaderno con las esquinas doradas y una pluma con la punta de oro. Cruza las piernas, remangándose los pantalones para que no se arrugue la raya, y abre el cuaderno sobre la rodilla. Al­phonse saca un paquete arrugado de cigarrillos, coge uno, lo enciende y se traga el humo con deleite.

—Preferiría que no fumara en mi presencia —dice el ba­rón sin levantar la vista.

Alphonse se saca el cigarrillo de la boca, lo examina y lo tira al río de un capirotazo. Saca el sobre que acaba de darle el barón, lo abre, cuenta el dinero y vuelve a guardárselo en el bolsillo de la chaqueta.

—Aquí tiene —dice el barón arrancando una hoja del cua­derno y alcanzándosela. Alphonse le echa un vistazo.

—Lo miraré con tranquilidad —dice mientras se guarda la hoja en la cartera, junto a la fotografía.

—¿Hay algo más que necesite saber? —pregunta el barón.

—No —dice Alphonse—. Creo que con eso basta para po­nerme en marcha.

—Muy bien —dice el barón, que se levanta—. Me pondré en contacto con usted dentro de una semana.

—Esta clase de asuntos requieren una buena dosis de pa­ciencia por parte de todos los implicados —dice Alphonse.

—En efecto —dice el barón—. Que pase usted un buen día.

Se marcha en dirección a Lambeth Bridge. Por encima de él, chillan y revolotean las gaviotas.

Alphonse vuelve a sacar el paquete de cigarrillos, coge uno, se lo lleva a la boca, lo enciende, se reclina en el banco y cierra los ojos al tiempo que exhala el humo lentamente.

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Gabriel Josipovici, nació en Niza en 1940. Vivió en Egipto de 1945 a 1956, año en que llegó a Gran Bretaña. Se graduó en Lengua inglesa y fue profesor en la Universidad de Sussex hasta 1998. Es uno de los más prestigiosos escritores ingleses contemporáneos, Por su primera colección de relatos, Mobius the Stripper, fue galardonado con el Somerset Maugham Award, premio que finalmente no recibió al no ser británico de nacimiento. Ha sido también finalista del Booker Prize. Actualmente es colaborador del Times Literary Supplement.

Rayo Verde editorial, se crea en el año 2011 y apuesta por dar más espacio a obras inquisitivas, comprometidas, audaces, incorformistas y exigentes, tanto en las librerías como en las bibliotecas. 

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