Diario de una estudiante en Paris: El (periférico) Salon du Livre
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Al sur-oeste de Paris, a pocos metros del fronterizo Périphérique, cuyo recorrido circular concede y deniega el privilegiado estatus de “parisino”, el Boulevard Lefebve es la antesala ante la definitiva salida de la capital. Cruzado el boulevard, parte integrante de los también circulares Boulevards des Maréchaux, basta recorrer la avenida Renan para traspasar la ya definitiva frontera y así perderse definitivamente en el banlieu, la zona suburbial que rodea la capital.
Cada vez más extensos y con creciente influencia electoral, los distintos ayuntamientos que conforman el banlieu, se han convertido, en los últimos años, en el destino para muchos parisinos que deciden alejarse de la capital, perdiendo así el privilegio del título y afincarse en estas zonas. Unos días atrás, un reconocido periodista comentaba que, desde hace ya diversos años, el banlieu ha dejado de ser el refugio de las clases más humildes o de los sectores más problemáticos de la sociedad; los elevadísimos alquileres de París y la bajada de los salarios ha obligado a la clase media, así como a muchos jóvenes al inicio de sus carreras, a instalarse en estas nuevas zonas, que, si bien en un inicio fueron el hogar de la clase obrera, tras el traslado de las grandes fábricas, se convirtieron en el refugio de la clase inmigrante. El baileau y sus habitantes viven a las espaldas de una ciudad que parece ignorarlos: “a una cierta hora de la noche, los taxis se niegan a cruzar el límite del périphérique”, me comenta Neus, una joven que llegó a Paris hace cuatros años para proseguir su carrera universitaria y que a lo largo del último año ha residido en Montreuil. Ahora, en su mirada se percibe la satisfacción de haber podido regresar a la ciudad, “ahora vivo cerca de Clichy”, me explica con entusiasmo, “¡he regresado a la zona uno!”, exclama, aunque no tarda en matizar: “pero no sé hasta cuándo, pues no es fácil encontrar aquí alquileres accesibles para un mileurista”. En su ensayo París en tensión, Eric Hazan escribía: “La población actual del antiguo cinturón rojo de París (desde Ivry y Vitry al sur hasta Saint-Denis y Aubervilliers al norte) se compone mayoritariamente de negros y árabes, los mismos (o sus hermanos) que fueron perseguidos por la renovación y por las subidas de los alquileres”; era el 2001 cuando Hazan describía este escenario, hoy, en el 2014, al cinturón rojo se han trasladado aquellos parisinos que, a penas años antes, proyectaban sus vidas en el centro de la capital.
Hoy, y durante todo el fin de semana, aparentemente la lógica ciudadana se invierte: las sucesivas y difuminadas barreras que se dibujan a lo largo de los quilómetros que separan el centro del Périphérique, se borran, poniendo sobre el mapa al Boulevard Lefebvre, donde el Pavillon Porte de Versailles acoge el Salon du Livre. En las últimas semanas, los anuncios de la próxima apertura del Salón han inundado una ciudad, donde los carteles electorales –el domingo se celebra la primera ronda de las votaciones municipales- permanecen siempre en minoría ante los innumerables anuncios de las diversas actividades culturales. En París no son necesarios los suplementos culturales, basta pasearse por sus calles para descubrir las infinitas posibilidades –de la pintura a la fotografía, de la literatura a la música, pasando indudablemente por el cine- para un ocio que parece no aceptar la banalidad. Hoy el mundo editorial parisino se desplazará hasta Porte de Versailles, allí sus representantes se reunirán con los editores provenientes de Argentina, país invitado, y con algunos autores que, junto a sus editoriales, han cruzado el Atlántico para ser portavoces de la literatura del país de Julio Cortázar, cuyo recuerdo– en el centenario de su nacimiento- está particularmente presente en la capital francesa. Entorno a los más de cien stands que ocupan el Pavillon, los editores serán los protagonistas de un acontecimiento que más tiene de editorial que de literario; tan sólo algunas conferencias y la presencia de algunos escritores teñirán de literatura unos días de lectores ausentes. Los anuncios, desde los primeros a finales de año, parecen no haber seducido a un público lector acostumbrado a vivir en una ciudad donde los libros forman parte del tejido urbano. El elevado precio de las entradas al recinto hace del Salón un lugar exclusivo donde las invitaciones son, extra-oficialmente, los verdaderos pases, a la vez que la localización periférica del recinto aleja aún más al lector “parisino”, que prefiere recorrer el barrio latino o acudir a la Compagnie, sin duda la librería más surtida de la capital, en busca de la novedad editorial. Los precios reducidos tampoco han seducido a los estudiantes, acostumbrados a las pequeñas librerías que circundan las distintas sedes de la Sorbonne y en las que se pueden conseguir, a precios irrisorios –cinco euros ya se considera una cifra elevada- las grandes obras de la literatura universal, así como ensayos y la siempre presente colección “Que sais-je?”.
Recorría hace un par de días Rue des écoles: en mi mano llevaba un de díptico informativo del Salon du Livre que había cogido a la salida de la biblioteca de la Sorbonne Nouvelle. Como cada vez que me dirijo a la biblioteca de Rue Censier, hago el mismo recorrido; a paso veloz, sin detenerme, recorro Rue Monge, paso en frente a la solitaria parada de metro Cardinal Lemoine y en pocos minutos llego al cruce con Rue des écoles; allí el ritmo se detiene repentinamente. En el lado derecho de la calle, me espera la Compagnie, una librería de viejo bastante grande, una tienda que vende viejos vinilos, otra que ofrece a precios increíbles DVD de segunda mano y, al final, justo antes de llegar al Boulevard Saint-Michel, la pensativa estatua de Montaigne. En el lado izquierdo, a los pies de la colina de Sainte Geneviève, tres pequeñas y familiares librerías de libros viejos, de primeras ediciones así como de libros de bolsillo de segunda mano, la pequeña librería Presence Africaine, el caduco cine Desperado y la placa conmemorativa a Michel Foucault. Como muchos estudiantes, me detengo frente a los carritos metálicos de las librerías donde se reúnen los clásicos franceses, de Voltaire a Racine, pasando por Montesquieu y Rabelais, con el teatro y la poesía de Shakespeare, con las novelas de Dickens y alguna obra teatral de Lope. Nunca ausentes, Zola y Balzac, imprescindibles en las bibliotecas que los jóvenes allí reunidos tratan de hacerse en sus recorridos diarios, mientras que Flaubert y Baudelaire son los primeros en abandonar los carritos metálicos. Entre un laberinto bibliográfico, el otro día cayó en mis manos los poemas de Anne Sexton, junto a ella Quartier Perdu de Patrick Modiano, a través de cuyas obras se ha reescrito la geografía urbana parisina. Se hace difícil alcanzar Boulevard Saint-Michel sin llevar consigo uno nuevo compañero para la propia biblioteca; son pocos quienes, con actitud estoica, consiguen pasar de largo estos bazares de la literatura, que el transeúnte vuelve a encontrarse pocos metros más adelante, una vez alcanzada la Place de la Sorbonne. Quienes dirigirán su itinerario hacia el Sena, se encontrarán, además, las históricas paradas de libros que acompañan, a través de los distintos Quai de la rîve gauche, el transcurrir del río. Los libros conforman el relato de la París más céntrica: del Quartier Latin a Montmatre, del Marais a Bastilla, pasando por los Quais que costean el Sena a su paso por Les Halles.
“No hace falta trasladarse hasta la Porte de Versailles” me comenta un estudiante a la salida de la biblioteca, “¿Para qué ir hasta allá si aquí en el centro, a pocas paradas de metro de mi casa, puedo encontrar las grandes obras de hoy y de ayer a precios mucho más accesibles?” y, no sin poco desdeño, añade, “el Salon du Livre es cómodo para quienes viven por aquella zona, por Balard o Corentin Celton, incluso en Malakoff, pero no para quienes vivimos en Paris” y, en un intento falaz de rectificar, concluye, “quiero decir, en el centro de París”. Consciente de la irrealidad de sus palabras, pues los vecinos de Malakoff o Issy el Molineaux no acudirán al Salon du Livre, el estudiante se marcha impidiendo toda posible réplica. Si bien el sur de París es una de las zonas más nuevas – sus infraestructuras reformadas y modernizadas son claro ejemplo de ello- y que ha crecido más en los últimos años, si bien toda comparación con la zona norte, en especial aquella que rodea los campus universitarios de Saint-Dennis de donde, me comentó una de las profesoras nada más llegar, “nunca salgas más tarde de las ocho y si sales, ve siempre en metro, pues allí siempre hay gente y lo peor que te puede pasar es que te roben”, o de Nanterre, donde los carteles avisan de las agresiones que, una vez terminadas las clases, ha sufrido los estudiantes que allí residen, alejarse del centro es siempre adentrarse en la segunda o la tercera división de la escala social: no sólo hay una diferencia económica, sino también cultural. Los colegios de aquí viven una realidad claramente más conflictiva que aquellos que tienen sus sedes en los principales distritos de la ciudad; “aquí los problemas sociales que reinan en las aulas obliga al profesor a adaptar su programa” me explica una compañera de la Residencia que está haciendo prácticas en un colegio cerca de la Porte de Versalles; “es como en España, dependiendo del barrio, las problemáticas son distintas y, por tanto el nivel educativo también. Los buenos estudiantes son acogidos en los Liceos con más renombre, desde allí el salto a la universidad es sencillo, los demás nunca llegan a la universidad.”
Sobre esta desigualdad se inscribe un mapa urbano en el que el Salon du Livre parece no haber encontrado su lugar. Para los vecinos de las zonas cercanas, es una isla elitista económica y culturalmente, para los céntricos parisinos, un punto alejado que poco ofrece de nuevo y para los jóvenes estudiantes que rebuscan entre los libros de segunda mano, una opción que ni siquiera toman en consideración. Hoy abre sus puertas el Salon du Livre, pero sin lectores y, sobre todo, sin aquellos potenciales lectores que, condenados a la desigualdad, observan como la cultura libresca se convierte en un privilegio de unos pocos. Hoy se congregarán en el Pavillo Porte de Versailles las principales editoriales del país, olvidando, sin embargo, aquella máxima de María Zambrano: “un libro mientras no se lee es solamente un ser en potencia, como una bomba que no ha estallado
Diario de una estudiante en París: la prensa en una geografía urbana dispar