Pelo malo (2013), de Mariana Rondón + Una vida en tres días (2013), de Jason Reitman
Por Jordi Campeny.
“Hice esta película por la angustia y sufrimiento que me provocaba ver tanta intolerancia. Gracias, San Sebastián, por premiar la diferencia”. Una emocionada y quebrada Mariana Rondón utilizó estas palabras para agradecer su flamante Concha de Oro en el pasado festival de cine de Donosti. El director Todd Haynes, presidente del jurado, argumentó la decisión de otorgar tan preciado galardón a la venezolana Pelo malo, remitiéndose a la muy lograda y compleja relación maternofilial que preside la película; la relación de Junior, un niño de nueve años que tiene el pelo rizado y que quiere alisárselo para parecerse a sus ídolos pop, y su joven madre, quien lo rechaza frontalmente al ver que el niño, simplemente, es diferente a los demás. A su alrededor, una Caracas bulliciosa y ruidosa aplaca, ensordece y empequeñece esta historia ya de por sí pequeña.
Pelo malo bien habría podido titularse también algo así como Pequeñas violencias sin importancia. La violencia de la intolerancia, de los pequeños gestos y las pequeñas miradas, de la incomprensión, de la soledad de los niños que crecen sabiéndose diferentes, de sus progenitores que se ven resueltos a cortarles las alas cuando éstas están empezando a aparecer. También la pequeña violencia de la ausencia del padre, del carácter esquivo de una madre que no logra rozar ni la felicidad ni la piel de su hijo. La pequeña violencia de un lento y paulatino abandono, de las miradas llenas de rechazo y cerrazón, de empezar a descubrirse y asustarse por lo que ves, de sentirse –y saberse– menos querido que el hermano menor; de la incipiente pobreza, de la falta de trabajo, de las humillaciones por recuperarlo, de la vida que se sitúa un peldaño por debajo de su nombre. Y todas estas violencias enmarcadas en el contexto de una violencia mayúscula y superior: la de las calles de Venezuela. La violencia en Latinoamérica.
Con elementos mínimos, la directora consigue un drama íntimo, triste, profundo y complejo. De sus múltiples virtudes, cabe destacar la mirada sincera y valiente de Rondón, el manejo de su cámara –tanto en los interiores, cercana pero respetuosa con los dramas íntimos de sus personajes, como en los exteriores, con sus planos más abiertos, generales y contrapicados que muestran los barrios deprimidos de Caracas donde se mueven sus personajes y los asfixiantes enjambres de viviendas clónicas donde se desarrollan sus vidas– y el excelente trabajo de sus protagonistas. Niño, madre y abuela.
Pelo malo, este pequeño lienzo de inconfundible sabor neorrealista, atrapa la atención y corazón del espectador y, con sutileza, sin hacer mucho ruido –éste viene a cargo de la calle–, termina provocándole un leve impacto emocional; roza nuestra sensibilidad e invita a la reflexión. Uno acaba herido y enamorado con los avatares mínimos de Junior, con sus pequeñas violencias sin importancia, y encuentra un refrescante contrapunto en las notas anticuadas y pegadizas de “Mi limón, mi limonero…”.
Y así, con este excelente regusto en el paladar, uno se adentra de nuevo en las salas de cine para culminar una sesión doble; esta vez, con una propuesta de los “vecinos ricos” de Pelo malo. Uno entra temeroso, puesto que considera a su director uno de los más audaces vendedores de gato por liebre del cine norteamericano reciente. Su nombre, Jason Reitman. En sus últimas películas, célebres, de aroma indie, un punto sarcásticas y pretendidamente modernas y transgresoras todas ellas, uno percibió en el fondo cierto tufillo conservador que lo echó para atrás. En la aplaudidísima Juno (2007), uno creyó percibir un velado alegato antiabortista; en Up in the air (2009), un sutil discurso a favor de la familia tradicional –con padre, madre, hijo(s) y perro–, y en Young adult (2011), una burda criminalización del peterpanismo.
Su último film, el que nos ocupa, Una vida en tres días, es otra cosa. Y mucho peor. Reitman abandona el ritmo, atmósfera e ironía de sus predecesoras para entregarse a un melodrama puro, absurdo, inverosímil de cabo a rabo y visto con anterioridad mil veces –y siempre mejor–. En sus mejores momentos, la película es mala y remite a cualquier film de sobremesa. En los peores –algunas subtramas y flashbacks– resulta, directamente, infame. Ni la gran Kate Winslet es suficiente para sacar a flote este producto arrítmico, previsible, cursi y a todas luces decepcionante. Y uno, con el semblante torcido, se formula varias preguntas tras la proyección: “Kate, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”, “¿Qué pinta ahí Tobey Maguire?”, “¿A qué responden las lacrimógenas aportaciones sobre el pasado de la protagonista?”, “¿Qué nos aporta esta película?”. La respuesta es siempre la misma: nada.
Tras la sesión doble, pues, uno lo tiene muy claro. Pero que cada uno decida por sí mismo. Uno constata, una vez más –¡qué hartazgo!–, que la calidad muchas veces no va ligada a la cantidad; que se nos puede decir mucho con muy poco y nada con más, y que en este aleatorio, absurdo e innecesario combate de talentos entre los vecinos ricos del norte y los pobres del sur gana Pelo malo por goleada; los vecinos pobres de Venezuela.