De la justicia abajo, ninguno: el “MÈNG-ZEI”, de Mencio
Por Ignacio González Orozco
Muchos siglos antes de que el jesuita y teólogo español Juan de Mariana defendiera la legitimidad del tiranicidio; de que los filósofos de la escuela escocesa se ocuparan de ese innato sentimiento de “sympathy” (empatía) al cual atribuyeron el origen de los compromisos morales; y de que el ginebrino Jean-Jacques Rousseau contrapusiera la inocencia del humano en estado de naturaleza a la perversión de espíritu achacada a la sociedad, un antiguo filósofo chino, Mencio, anticipó todos estos argumentos, firmemente convencido de la bondad natural del ser humano y su irradiación de provechosos sentimientos, a modo de benéfico sol de la moral.
Mencio es el nombre latinizado del pedagogo chino Mèngzǐ (h. 370-289 a. C.); se lo adjudicaron los misioneros jesuitas que entablaron diálogo filosófico con el confucianismo, allá por los siglos XVI y XVII. Nacido en el reino de Zhou (actual Zoucheng, en la provincia de Handong) en el seno de una familia aristocrática, nuestro personaje trabó temprano contacto con la doctrina de su paisano Confucio (Kǒngzǐ), de la cual fue intérprete y continuador, y con tal aprovechamiento que si el segundo es conocido entre sus seguidores como “Gran Sabio”, a Mencio quisieron distinguirlo como “Segundo Sabio”. Durante la mayor parte de su vida educó en la virtud de la templanza interior y la moderación pública a numerosos jóvenes aristócratas, pero también tuvo breve experiencia política como ministro del reino de Ch’i, uno de los estados en que se dividía China; se sabe que dimitió del cargo porque su soberano no atendía a consejos y gobernaba de modo autocrático, guiado por su interés personal (una de las prácticas que el filósofo más ardientemente criticó). Su pensamiento quedó compendiado en una sola obra, el Mèng-zei (Libro de Mencio).
Con razón se ha dicho que todo humano es hijo de su tiempo… aunque no lo parezca el idealista Mencio, pues vivió en el llamado Período de los Reinos Combatientes, sobradamente servido de violencia e iniquidad como para escorarlo hacia una visión pesimista de la naturaleza humana. Sin embargo, el Segundo Sabio se resistió a tomar como relevante, a efectos antropológicos, el espectáculo de sevicias servido por sus contemporáneos; lejos de parecerle los frutos de espíritus malvados, las atribuyó a la pesadilla de mentes ofuscadas por la ignorancia de sí mismas. Intentemos perseverar en el sentido profundo de esta convicción.
Para Mencio, los humanos somos seres complejos, moldeados a parte iguales de animalidad y espiritualidad –¡vaya obviedad!, pensarán los lectores sin que les falte razón, pero dejemos al filósofo explicarse–. Una parte de nuestra naturaleza se cifra en el instinto, ligado a eso que por su manifestación se califica como apetito o deseo y por su urgencia como necesidad (sobre todo, la alimentación, la sexualidad y la búsqueda de la comodidad y la seguridad). Parece lógico, sostiene Mencio, que estas pulsiones, incorporadas a nuestro acerbo por la madre naturaleza (¡y con qué pujanza!), deben ser respetadas en una conducta cabal; sin embargo, la experiencia prueba que nos abocan con frecuencia a la brutalidad. Llegados a este punto, el filósofo asigna la singularidad de la humana condición a la posesión de otra tendencia ingénita, administradora de las anteriores: la voluntad de razonar y amar que nos diferencia del resto de los animales. La inclinación hacia la bondad, en suma: “Todos tienen un corazón que no puede sufrir los padecimientos ajenos.” Así pues, por nacer el hombre –la mujer también– con sus facultades racionales y volitivas dispuestas para la acción, se trata de un ser esencialmente bueno… Cuando menos, en potencia.
Nuestra primigenia bondad se desglosa, según Mencio, en cuatro sentimientos y sus correspondientes virtudes. A saber:
*la compasión, origen de la benevolencia;
*la vergüenza, de la que obtenemos la rectitud;
* la modestia, punto de partida de la urbanidad;
*y la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, simiente de la sabiduría.
Leemos en el Libro: “Quien tiene estos cuatro principios y dice, sin embargo, que no puede desarrollarlos, se arruina a sí mismo.”
Tal como prescribía la doctrina confuciana, no hace falta ser un sabio para comprender esta gran verdad que todos albergamos en nuestro interior, basta tan solo con seguir el dictado de un corazón sereno. Siempre será un patrimonio universal aunque de tanto en tanto, para que no caiga en el olvido, conviene su recordatorio en boca de las mentes más lúcidas, como ocurrió en el siglo anterior a Mencio con el llamado a conocerse a uno mismo (“γνῶθι σεαυτόν”) del inquieto Sócrates. El filósofo chino estaba empeñado no ya en la depreciación del mal, sino en desustanciarlo; su pensamiento vendría a coincidir con la apreciación de Boecio, formulada nueve siglos después: el mal es la ausencia de bien, incluso cuando no se pretende incurrir en ello. La cita se aviene perfectamente con el pensamiento del Segundo Sabio: en su caso, el mal es la ignorancia o el descuido de nuestros sentimientos.
La práctica de la bondad, prosigue, repercute sobre nuestro espíritu como un bálsamo de alegría. Su pérdida, aunque pueda deparar satisfacciones transitorias en forma de deleites sensoriales (por ejemplo, la concupiscencia), anímicos (el entusiasmo) o materiales (el poder, las riquezas), finalmente nos aboca a la tristeza, como resultado del hastío de los placeres o la tensión que exige mantenernos en nuestro privilegiado estatuto mundano. Y es precisamente la innoble propaganda –por así llamarla– de tales gozos, generalizada en los usos y costumbres, la principal causa de ese olvido de sí mismo en que cae nuestro espíritu.
Como se ha visto y siempre según Mencio, la verdadera sabiduría estriba en un conocimiento más intuitivo que conceptual y reglado. La buena inclinación de nuestro corazón nos hace contraer un deber de observancia con una inclinación basal, la empatía. Este compromiso, sostuvo nuestro filósofo, es más valioso que la propia vida (otra semejanza con Sócrates, que prefirió una muerte digna a una existencia ruin); lo cual no implica, y así se verá a continuación, que debamos sacrificarnos ante el imperio del mal, en aras de una mención encomiástica en los libros de historia.
Lógico correlato de lo anterior, nuestro filósofo sostuvo que las leyes solo son respetables si han sido dictadas con ánimo compasivo y generoso, siguiendo los dictados de la sabiduría innata del corazón; en caso contrario, nada más esconden la soberbia de quien impone sus apetitos egoístas sobre el principio de benevolencia universal.
Objetará el lector que el sentido de la justicia, como el de la moralidad, se cifra en una aspiración universal, sí, pero puramente formal, independiente de los contenidos positivos que articulan las acciones de los sujetos (los códigos legales y morales concretos, escritos u orales, explícitos o latentes en los hábitos y costumbres); estos preceptos son diversos e incluso antagónicos entre sí . Pues bien, Mencio buscó la objetivación política de la conducta justa de un modo muy materialista, al relacionarla con el cumplimiento de los apetitos/necesidades de todos los individuos. Como puede leerse en el Mèng-zei, la rebelión está plenamente justificada si los gobernantes no organizan “la producción de sus súbditos de forma que puedan sostener a su padre y a su madre, a sus hijos y esposas, que en los años buenos puedan comer a su gusto, y en los malos no morir de hambre”, porque “Lo más importante es el pueblo; el Estado lo es menos; y el soberano, menos aún”.
Parafraseando al dramaturgo español Francisco de Rojas Zorrilla: de la justicia abajo, ninguno. Tome nota quien deba.