«La edad de la ira» en palabras de Fernando J. López
«—Entonces, algo de fe tienes en el sistema.
—No, en el sistema no creo nada. La única fe que tengo es en ellos. En mis alumnos.»
Fernando J. López (Barcelona, 1977) es novelista, dramaturgo y profesor de literatura en un instituto madrileño. Muy joven publicó su primera novela, In(h)armónicos, y desde entonces ha compaginado la narrativa con la escritura teatral. Como dramaturgo, ha publicado y estrenado obras como Tour de force, El sexo que sucede, Darwin dice o Cuando fuimos dos. Como novelista, ha continuado su andadura con La inmortalidad del cangrejo, finalista por partida doble al Premio Río Manzanares y al Ciudad de Badajoz, El reino de las tres lunas y Las vidas que inventamos. La edad de la ira, que acaba de ser traducida al francés, fue finalista del Premio Nadal 2010.
La edad de la ira. Fernando J. López. Booket Espasa, 2014. 320 páginas.
Marcos, un adolescente de clase media, asesina a su padre y deja malherido a uno de sus cuatro hermanos. Amigos, familiares, profesores: nadie se explica lo sucedido. Nadie pudo preverlo. Las imágenes del crimen acaparan los medios. La violencia adolescente se adueña, de nuevo, de la actualidad. Pero el crimen de Marcos no es un suceso aislado. Demasiados casos en los últimos años de menores envueltos en situaciones de extrema violencia… Bullying, acoso cibernético, ataques racistas, trapicheos con drogas, vídeos en youtube con humillaciones a profesores, docentes deprimidos, fracaso escolar… ¿La culpa es de los adolescentes? ¿De sus profesores? ¿De sus padres? ¿Hay en verdad culpables o somos todos víctimas? Un periodista, impulsado por estos interrogantes, decide adentrarse en el entorno del asesino. Un mundo en el que sólo parece regir una única ley y una única edad: la edad de la ira.
P.- Como profesor, seguro que te has encontrado con alumnos problemáticos cada dos por tres. ¿Dónde crees que puede hallarse el origen de esa actitud personal tan conflictiva?
La edad en sí es difícil, pero tampoco creo que hagamos el suficiente esfuerzo por comprenderlos. En los años que llevo en las aulas siempre me he llevado mejor con mis alumnos que con algunos de mis compañeros… Nos hemos olvidado –padres, profesores, medios de comunicación…- de que también tuvimos su edad y de cuánto nos influye lo que nos rodea. Es una etapa en la que están dibujándose y en el clima actual –de crisis e involución social- les estamos privando de armas esenciales para ello.
P.- El adolescente tiene problemas para ubicarse personal y socialmente, y el adulto quizá no termina de comprenderlo ni de ponerse a su altura… ¿evitable?
La desubicación es natural e incluso supongo que es necesaria: las crisis son sinónimo de crecimiento. Pero, como ocurre en La edad de la ira, falta escucha para que ese sentimiento se traduzca en búsqueda y no en sufrimiento inútil. No creo que se pueda barrer la noción de conflicto generacional, es más, puede que sea sana esa confrontación en tanto que nos permite progresar como sociedad, pero sí que se pueden tender puentes y nexos. Falla la comunicación, a todos los niveles: vivimos en una sociedad donde hemos multiplicado los medios para comunicarnos y, sin embargo, estamos más solos y aislados que nunca. En cierto modo, todos nos hemos convertido en el eco de un eterno y egocéntrico selfie.
P.- ¿Cuánto hay de Fernando J. López y su propia experiencia de vida en esta novela y sus personajes?
Hay mucho, pero no más que en otros de mis textos. Tanto en mis novelas adultas –La inmortalidad del cangrejo-, como en mis novelas juveniles –El reino de las Tres Lunas– o en mi teatro –Cuando fuimos dos, Tour de force…- siempre escribo desde la honestidad. Es un proceso doloroso, pues me obliga a ajustar cuentas con mi presente, con mi pasado y, por supuesto, con mis expectativas de futuro, pero también responde al tipo de literatura que busco como autor y como lector. Una literatura que nos interrogue y que nos interpele, sin respuestas, porque no creo en los moralismos, de ahí que en La edad de la ira se opte por una estructura polifónica, pero con capacidad para remover la conciencia y las emociones del lector.
P.- Novela de gran conciencia social, ¿crees en la literatura como el adecuado vehículo para la crítica y la denuncia?
Creo que la creación, en general, es un motor de cambio y de revolución. Y no se trata de renegar de la literatura fantástica, al revés, autores como K. Dick, Orwell o Huxley son mucho más reivindicativos que algunos novelistas supuestamente sociales. En mi caso, en la novela juvenil El reino de las Tres Lunas y en la que ando terminando ahora para Alfaguara, el tema de la magia está muy presente y, sin embargo, todo funciona –en realidad- como una alegoría que admite dos niveles de lectura y donde el presente está mucho más cerca de lo que parece.
Personalmente, creo que cada texto nos ofrece una visión del mundo y, en ese sentido, sí tenemos una responsabilidad. Es necesario dar voz a quien no la tiene y encontrar cauces para la reflexión. En el caso de La edad de la ira, por ejemplo, tuve muy presente a todos esos adolescentes que comienzan a sentirse gays, lesbianas o transexuales y que no encuentran referentes donde se hable con naturalidad de su realidad. Textos donde se describa su particular crisis y con los que puedan sentirse reflejados. En mi caso, recuerdo cuánto me costaba –a su edad- encontrar historias donde viese esa parte de mí y siento que, en su momento, me habría sido muy útil dar con ellas.
P.- Violencia, bullying, acoso, falta de empatía, de amor… A la hora de enfrentar estos temas uno debe ir con el corazón en la mano.
Esa, en realidad, es la clave de la novela. Tenía claro que necesitaba una estructura coral y un personaje colectivo, pero para que funcionara debía meterme en la piel de cada personaje y, en cierto modo, sentir desde ellos. No fue sencillo, porque tuve que destapar fantasmas propios y ajenos –hay historias de amigos, de compañeros, de alumnos…- y el mosaico era tan real que a veces dolía seguir tecleando… Pero el resultado lo ha compensado todo, porque desde que salió ha sido lectura obligatoria y recomendada en muchos institutos, donde acudo a dar charlas a los alumnos y, a veces, a encuentros con ellos, con sus padres y con sus profesores. Esos debates son lo más gratificante que me ha ocurrido con esta novela, porque me confiesan que ha servido para que se aproximen en sus familias con la excusa de hablar sobre su contenido. Si no hubiera honestidad y emoción en ella, esa empatía jamás habría tenido lugar.
P.- Con el formato de un thriller sumerges al lector en una reflexión sobre la violencia, la ira y sus posibles causas, ¿en qué momento crees que la razón deja de ser lógica?
En cuanto se convierte en violencia. Es algo que rechazo de pleno, en todas sus formas. Soy muy beligerante con mis ideas y con mis principios, pero siempre he encontrado fuerza en la palabra, en la visibilidad y en la coherencia. En cuanto todo eso se convierte en intolerancia, odio y fuerza bruta pierde su sentido. Lamentablemente, el ritmo que llevamos –y la cantidad de ruido, en el sentido literal y metafórico, que soportamos- parece que nos conduce a ese estado ilógico e irascible de forma casi permanente. En cierto modo, es un tema que abordo en otra de mis novelas, La inmortalidad del cangrejo, solo que aquí la frustración tiene que ver con la veintena y la imposibilidad de encontrar un lugar en el mundo. A su modo, Alfredo podría ser la versión, unos años mayor, del Marcos de La edad de la ira.
P.- ¿Cómo se puede un profesor comunicar con un estudiante gobernado por la ira en todos sus planteamientos?
En realidad, no lo están: ahí reside uno de los trucos de la novela. Parece que “la edad de la ira” del título alude a la adolescencia, pero –en realidad- es una reflexión mucho más amplia: no es su edad, es nuestro tiempo. Por eso en todos los capítulos los personajes adultos callan o confiesan –según los casos- un acto violento. Todos pierden los nervios y la razón… Y todos tienen sus motivos para ello. Recortes abusivos contra la escuela pública que dificultan el trabajo diario, incomprensión padres e hijos, problemas conyugales… Cuando hablamos de educación nos olvidamos de que hablamos vidas y familias, de modo que cada clase –como se afirma en La edad de la ira– no es una suma de estudiantes, sino un habitado –y cambiante- microcosmos.
P.- ¿Cómo consigue uno ponerse en el papel de la víctima? ¿Todo debe perdonarse? ¿Cómo superar un episodio de acoso y violencia?
No soy yo quién para hablar de qué debe o no perdonarse. Solo tengo claro que la omisión y la indiferencia de quienes no actúan son tan culpables como el propio acosador. En un aula se escuchan muchas voces y a menudo su raíz no es homófoba, ni racista, ni misógina, simplemente es un calco de algo que han oído fuera o un intento de hacer gracia a sus compañeros. Si eso se pasa por alto sí se acaba convirtiendo en auténtica e interiorizada discriminación. Si se trabaja, se puede frenar. Por supuesto, se necesita la colaboración de la familia y, más aún, de la sociedad, de las instituciones… Ahora mismo, el papel insignificante de las tutorías –que fue una de las causas por las que se peleó en la Marea Verde- o la supresión de Educación para la Ciudadanía y de contenidos como el matrimonio igualitario favorecen que las situaciones de violencia y de acoso sean más frecuentes. Una buena labor tutorial es imprescindible para la convivencia en las aulas y, lamentablemente, hay quien cree que solo se necesitan más horas de Lengua o de Matemáticas.
P.- El escenario en que se desenvuelve tu novela podría dar para otras historias, ¿te lo has planteado quizá?
Sí y lo cierto es que tengo ya un texto teatral que transcurre en esas aulas y en esos pasillos… De momento, en la nueva novela juvenil en que ando trabajando, hay una parte de la historia que también sucede en un instituto, pero como autor odio las reiteraciones, así que no será –o al menos eso intento- ni una segunda parte ni una precuela, por muy de moda que estén. Me gusta investigar y probar nuevas vías.
P.- Se me hace inevitable: ¿cómo ves la actual política de educación del gobierno?
Su desconocimiento de la realidad de las aulas es realmente peligroso: nos someten a una nueva reforma educativa en la que se desoye la voz de los alumnos, de los padres y de los profesores. Con semejante planteamiento y nula inversión, está abocada al fracaso. Y lo peor es que se apuesta por un modelo no inclusivo, donde quienes tengan más dificultades serán segregados de un sistema en el que volverán a partir con ventaja los que puedan pagar esas ayudas que otros, menos favorecidos, no tendrán. La LOMCE es una reforma antidemocrática y retrógrada.
P.- No paras: novela, teatro… Cuéntame de tus nuevos proyectos narrativos.
Como comentaba antes, ahora ando trabajando en una nueva novela juvenil que me gustaría que viera la luz a finales de 2014 con Alfaguara, la misma editorial que apostó por El reino de las Tres Lunas, y donde he encontrado un espacio de absoluta libertad y afinidad creativa. Y también estoy trabajando en una nueva novela adulta –de la que aún prefiero no decir nada- y en un relato para una antología en la que me apetece mucho colaborar, pero todavía es pronto para hablar de ello… Espero que todo siga su buen curso y podamos comentarlo cuando esos nuevos títulos lleguen a las librerías.
Por Benito Garrido.