Érase una vez… Lotte Reiniger
Por Ana Gontad.
Si en la primera década del siglo XX vimos nacer el cine de animación de la mano de los pioneros Émile Cohl, Segundo de Chomón y James Stuart Blackton; la segunda década nos trajo una mayor profesionalización de la incipiente técnica por parte del estadounidense Winsor McCay, la tendencia experimental de Hans Richter y Walter Ruttman, y los primeros tanteos de una joven berlinesa que elevaría a la categoría de arte las películas de siluetas, Lotte Reiniger. Por aquel entonces, ni siquiera se conocían Ub Iwerks y Walt Disney, precursores de la futura factoría Disney.
Charlotte (Lotte) Reiniger (1899-1981) nació en el seno de una acomodada familia berlinesa que formaba parte del distinguido ambiente cultural de la Alemania de las vanguardias. El cineasta Paul Weneger se convertiría en su mentor tras conocerse en una de las conferencias que el realizador de El Golem (1920) ofreció sobre las posibilidades de la animación en el cine. Fascinado por sus trabajos, la ayudó a entrar en el Institut für Kulturforschung (Instituto de Innovaciones Culturales), centro dirigido por el profesor Hanslick y constituido por un grupo de jóvenes cineastas (entre los que se encontraba Carl Koch, su futuro marido y compañero) dedicados a realizar documentales pedagógicos sobre geografía, historia, política y antropología.
Lotte Reiniger presentó la primera de sus películas de siluetas en 1919, El ornamento del corazón enamorado. Este corto animado desveló el particular estilo al que Lotte sería fiel toda su vida, así como su presteza en el diseño y elaboración de marionetas bidimensionales, directas herederas del teatro de sombras chinescas y de un perfeccionismo análogo al del detallista Wayang kulit indonesio. Sus elegantes siluetas estaban formadas por piezas móviles de cartulina que unía cuidadosamente con la ayuda de hilo o alambre dotándolas, de esta forma, de una armónica movilidad. Su interés por alcanzar con estas oscuras figuras el límite de su expresividad, la llevó a articular, incluso, piezas aparentemente triviales como labios o mandíbulas. Este gusto orientalista y barroco, casi art decó, contrastaba con el lenguaje expresionista que comenzaba a dominar el panorama cultural (tan solo un año después se estrenaría El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene), sin embargo, Lotte Reiniger encontró un espacio propio donde lo lúdico y maravilloso tenían cabida, alcanzando grandes éxitos de público y moviéndose entre directores de la talla de Fritz Lang o G.W. Pabst.
En 1923, el banquero berlinés Louis Hagen le planteó a Lotte todo un reto, la realización de un largometraje de sombras chinescas producido por él. Para ahorrar costes, Hagen habilitó un estudio sobre el garaje de su propia vivienda en Postdam al que acudieron en 1923 Reiniger y Carl Koch y, más adelante, los demás colaboradores, los animadores Alexander Kardan, Walter Türck, Berthold Bartosch y Walter Ruttmann, (procedente del grupo dadaísta de Zúrich). De esa coexistencia nació Las aventuras del príncipe Achmed, el primer largometraje de animación que se conserva. Basada en Las 1001 noches, la película es un compendio de todos los elementos de la historia que no podrían tener cabida en el cine convencional: animales legendarios, hechiceras y magos, fabulosas metamorfosis y lugares imaginarios. A partir de ahí se configuró el guion. Para superar las limitaciones técnicas del bajo techo del estudio abuhardillado construyeron un artilugio similar a una cama con dosel que permitía poner todos los elementos cerca del suelo para que la cámara se pudiese distanciar lo suficiente. El material utilizado fue prácticamente el mismo que en sus anteriores películas: una mesa de madera y vidrio, cartón negro, láminas de plomo y, en palabras de la propia Lotte, “mucha paciencia”. Para el rodaje se aplicó la técnica del “stop motion” adaptado a objetos planos; las figuras se ponían sobre una placa de cristal translúcido iluminada desde abajo y se grababa con la cámara fija a una prudencial distancia de la placa, avanzando lentamente las siluetas y tomando 24 imágenes individuales por segundo. Una vez montada la película de 35 mm, se bañó el positivo con diferentes colores proporcionándole el aspecto que podemos apreciar en la actualidad.
A pesar de la incuestionable belleza formal de la película, ésta tuvo un éxito desigual de crítica y público, cosa que no impidió a Lotte Reiniger seguir desarrollando su particular estilo sin descanso, El Dr. Dolittle y sus animales (1928), Harlekin (1931), Sissi (1932) o Carmen (1933) son solo algunos ejemplos de esta época. Con el ascenso del régimen nazi, en 1933, Lotte y Carl Koch comenzaron a viajar por toda Europa pasando largas estancias en Francia (donde entablaron una gran amistad con Jean Renoir), Italia o Grecia. Finalmente se asentaron en Londres en 1948 y fundaron su propia productora, Primrose Productions, donde se gestó El sastrecillo valiente (1954), que obtuvo el Delfín de plata en la Bienal de Venecia de 1955.
El estilo de Lotte Reiniger fue criticado en diversas ocasiones por su falta de compromiso con la contemporaneidad, por su predisposición a evadirse de la realidad a través de la fantasía. Sin embargo, a pesar de la predilección de la autora por los cuentos populares, su narratología fue, en cierta medida, innovadora. Por una parte, el primitivismo del arte de las siluetas carece de la empatía que la imagen tridimensional provoca sobre el espectador, ese distanciamiento permitió a Lotte moldear sus películas siguiendo al pie de la letra la historia tradicional (no podemos olvidar que muchos de los cuentos populares han sido dulcificados por obra y gracia de la factoría Disney). Así podemos observar cómo en la versión de 1922 de la Cenicienta de Reiniger, una de las hermanastras de la protagonista rebana parte de sus pies para que quepan en los deseados zapatitos de cristal, tal y como habían contado los hermanos Grimm.
Por otra parte, cabe destacar el tratamiento de los personajes femeninos, más libres y activos que en la tradición popular. Sus princesas no son seres inmóviles dedicados a esperar, simple y sufridamente la llegada del príncipe azul. Su apasionada Carmen (1933), por ejemplo, salta al ruedo y comienza a torear ante la pasmada mirada del público, y en El caballo mágico (1953) es la princesa quien consigue liberar al hermoso caballo volador.
La filmografía de Lotte Reiniger está integrada por una cincuentena de películas, siendo la última de ellas The Rose and the Ring, una producción canadiense de 1979. La autora moriría en su Alemania natal el 19 de junio de 1981 y sus exquisitas siluetas, maravillosas piezas de orfebrería, fueron quedando relegadas por la animación más tecnificada y comercial. Sin embargo, de un tiempo a esta parte ha comenzado a reivindicarse el papel destacado que a Lotte Reiniger le corresponde entre los pioneros de la animación, y su capacidad de transformar pequeñas piezas de cartulina en obras de arte en movimiento que provocan auténtica fascinación.