Cuando la catástrofe se hace bella
Por Andrés Isaac Santana.
La experiencia estética se ocupa de mantener vivo el desarraigo – Fernando Castro
Mierda y catástrofe, síndromes culturales del arte contemporáneo, es el título del nuevo volumen de Fernando Castro Flórez, editado por el sello Fórcola. El libro, de más de trescientas páginas, es un auténtico ensayo de la provocación y de la usurpación de todos los saberes en una especie de ajiaco deliciosamente escrito, deliciosamente metaforizado hasta la subjetivización más fina, exponencialmente congruente y delirante a un tiempo. Una tesis hace la suerte de hilo conductor en medio de esta dramaturgia de ideas y de gestos conceptuales: la interrogación frontal a la práctica sistemática de una política fraudulenta en el arte y en la cultura y, de paso, la advertencia de su enmascaramiento en la cultura del espectáculo.
El texto, insisto, es un loable y rotundo ensayo en toda regla: un despliegue de páginas enfáticas y viscerales que recuperan para sí los dones y la gracia de la escritura, de la buena escritura, de esa que cada vez más se extravía en la impostación y en el ejercicio de la improvisación. Este es, sin duda, un libro bien escrito que puede hacer alarde de su elegancia y pericia en el trato directo que establece con su objeto. Un texto, por tanto, en el que el lector tropieza -a cada paso de la lectura- con la soberbia de metáforas que solo pueden estimular dos sentimientos opuestos en las antípodas de lo humano: la admiración más honesta o la envidia más devastadora.
La seriedad [y densidad] de este ensayo, en modo alguno, incluye o conlleva una restricción estética de la escritura historiográfica y crítica entendida, acaso, como un gesto autónomo de creación en el que, pese a la trabazón categorial de otros ensayos, se experimenta una beligerante emancipación del drama de la escritura. El ensayo no es sino un texto de corte experimental que promueve la libertad de las ideas, lo mismo que el carnaval supone una dispensación exagerada de la máscara. En la escritura ensayística, donde prevalece el estilo por encima del impulso bulímico de la jerga, el placer por el debate de las ideas se vuelve intensamente superior a la profundidad misma que ellas reclaman en otras coordenadas de sentido. La idea, fuerza genésica y seminal de este formato, se revela más poderosa que la demostración u obstinación de probar o refutar cada tesis, cada hallazgo, cada posible verdad. Y es precisamente esta, entra otras, una de las más relevantes virtudes de este libro que he tenido la oportunidad de leer con tal grado de fruición y de entrega, que no deja demasiado espacio a lo racional encorsetado y sí a la pasión confesada, desbordada. El libro es un oasis de reflexiones, de conexiones, de aproximaciones indiscretas y de un altísimo nivel de “asociación especulativa” que provocaría la rabia a cualquier escritor de pacotilla. Su trazado dramatúrgico sustantiva la preocupación analítica que delata un absoluto manejo de las herramientas críticas, avocadas a un ejercicio casi existencialista de control y de verificación que pasa siempre, y antes que nada, por la más dolorosa y rabiosa introspección.
El peligro que acecha hoy a la escritura ensayística en forma de flagelos bajo el signo regido por la vulgarización, la superficialidad, el manierismo, el diletantismo y la ideología de la idiotez, queda aquí desbancado por la excelencia de un verbo y de un saber decir que hace gala de sabiduría y de profundidad humanística. La urgencia de la lógica cede con fuerzas sus dominios hegemónicos a la especulación subjetiva. De ahí que este volumen no ofrezca respuestas ni soluciones, sino que, en cambio, interroga, interpela, demanda la construcción infinita del texto desde otro lugar, desde esa otra subjetividad que se convierte en interlocutora de su letra. La pose y la afectación, figuras tan típicas dentro de esa contestación fraudulenta que este libro delata, se revelan inoperantes a la hora de entender esta ensayística que regala su autor a un amplio número de lectores. En el ensayismo dudoso, la simulación centraliza la ideología del texto; en el auténtico, la pulsión relacional y asociativa desplaza el simulacro a favor de una verdad atravesada por el placer de decirse siempre a sí misma. La refracción propia, el temperamento de la escritura audaz, sustituyen la parodia por el sarcasmo, otorgando un espacio al “yo reflexivo” que habla con todos sus “otros”.
Su libertad de lectura, la del texto [o los textos] que componen este volumen, es otra de sus virtudes que le convierten en un hecho disfrutable en la medida en que la linealidad que otras narrativas proponen, se reemplaza aquí por la opción personal de la fragmentación e ida y vuelta en todas las direcciones del texto. Es entonces que la articulación de una perspectiva crítica se ve asistida por la democracia en el gesto de arbitrar y de administrar –con independencia y autonomía soberanas- el conocimiento dispensado en esta multitud de páginas. Su corpus, robusto y compacto, lo fijan dos grandes partes visiblemente delimitadas: la primera, la zona que se ocupa de los capítulos dispuestos bajo excelentes titulaciones; la segunda, un amplísimo repertorio de notas que trazan la más acuciosa cartografía de las lecturas de las que está hecho este soberbio ensayista. Todo escritor, lo sabemos, es la suma de sus herencias anteriores, de sus pasos perdidos por otros universos escriturales que alimentan la sed del nuevo texto y arrojan luz sobre la estatura de sus metáforas. De tal suerte es que estas notas, al margen de ampliar, apostillar y polemizar con el discurso que rige la lógica del texto, son, también, otra parte sustancial del texto en su totalidad. No actúan como añadidos protésicos ni como interrupciones abruptas de una erótica coital de la conquista. Son, en sí misma, otro libro contenido dentro del libro. Constituyen, como diría el autor, un homenaje a esas voces que le han acompañado [y modelado como pensador]. En palabras suyas, “nada resulta más gratificante que una buena conversación”. Y, precisamente, estas notas no hacen sino advertir de esas compañías y de esos diálogos, de esos buenos diálogos a los que él está acostumbrado; los mismo que el propone cada vez que irrumpe en el espacio del otro.
Cuando la conciencia crítica, tal y como señala Fernando Castro en reiteradas ocasiones a lo largo del volumen, se haya bajo mínimos [en medio de un escenario que viaja de “la política de la ruina” a “la política de la ceniza”], es entonces un privilegio el poder contar con la audacia y la radicalidad de un pensamiento teórico-crítico de tamaña envergadura. Máxime si su floración y permanencia tienen lugar en un contexto en el que la crítica ha sido confundida con el periodismo de turno, del mismo que la excelencia epistemológica se trueca con la retórica del ornamento.
El análisis de las acepciones muchas del términos clave escrito en su subtítulo, nos lleva a entenderá el por qué de la pertinencia de una de ellas. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el vocablo “síndrome” se refiere a: 1. “Conjunto de síntomas característicos de una enfermedad”. 2. “Conjunto de fenómenos que caracterizan una situación determinada”. Entre los diferentes tipos de síndromes, son muchos, hallamos uno en particular que se revela como el de mayor rentabilidad alegórica y discursiva en el entramado de estás páginas y es, claramente, el síndrome de abstinencia: “conjunto de síntomas provocado por la reducción o suspensión brusca de la dosis habitual de una sustancia de la que se tiene dependencia”. Es este, por encima de los otros, el que sospecho estimula la orquestación sinfónica de uno de los nudos o conflictos conceptuales de este libro. Dado que uno de sus imperativos es la interrogación constante a ese tipo de arte que ha abandonado la capacidad de relatar su contexto cultural de referencia en función de una ingesta bulímica de naturaleza retiniana y de superficie. La abstinencia se localiza aquí –justo- en esa falta de inteligencia con la que tropieza la narrativa estética contemporánea cuando lo suyo, su sino, se disloca y se pierde en el paisaje de una frondosidad oscura en el que lo ornamental decreta –por fuerza- la defunción de los conceptos. Cuando lo grotesco o el dolor más auténtico pasan por la idiotización de la pantalla y del espectáculo, sus índices de rentabilidad y de efectismo merman, se convierten, de facto, en burdas caricaturas. El arte tiene entonces que pactar con otras responsabilidades que atisben su capacidad y voluntad socio-semiótica de respuesta. Debe, si quiere convertirse en sismograma del presente, abandonar esa rancia abstinencia y disponer de un repertorio de juicios más lúcidos y arriesgados. En cierto momento del texto Fernando Castro plantea “nadie, salvo que viva ajeno al tratamiento Ludovico que impone la televisión global, puede indignarse con las obras de arte contemporáneo. Son, no exagero, descripciones literales de un mundo que prefiere la tontería antes que enfrentarse críticamente con lo que pasa”. Se trata, por tanto, de estimular esa conciencia crítica que, estando bajo mínimos, ha de superar la dolencia del cataclismo y señalar las zonas del drama y de la catástrofe.
Sin ningún género de dudas, este volumen, una vez leído y advertido en él lo que pudiera entenderse como otro relato sobre el arte, supone una suerte de hallazgo epistemológico que pone en crisis los modos habituales de narrar lo que acontece en el terreno de las practicas artísticas y en el ámbito, siempre polémico, del discurso. Creo, sin duda, que se trata de un aporte sustancial a una historiografía que ha de movilizar sus esquemas y discutir e interrogar sus modelos operacionales frente al objeto arte. El paradigma de una historiografía lineal que se alimenta del fetichismo del dato y de la disposición de estos en un eje horizontal sin mayor complejidad y hondura, debiera refugiarse en otras formas de comprensión del hecho estético, más alejadas de la descripción palmaria y cercana –mucho- el dominio especulativo de las asociaciones tan lúcidas como obscenas. Mierda y catástrofe… está señalando los riesgos de esa toxicidad que asfixia la escritura sobre el arte y la reduce a la simple taxonomía convaleciente. Estas páginas pulsan fuerzas sobre la que podría ser otra narrativa sobre el arte. La audacia de las especulaciones y de las asociaciones inéditas entre obra y contexto, entre el discurso y el umbral de su materialización como hecho estético, resultan, cuanto menos, rabiosamente sugestivas. La seducción del análisis registrado en la concatenación –casi sexual- de esas proximidades, se impone a la racionalidad de un modelo escritural propenso a la demostración y al equilibrio.
Aun cuando resulte paradójico, este libro se mueve entre la utopía redentora y una especia de nihilismo devastados [o al menos en apariencia]. Y es así, o yo lo advierto así, porque, si de una parte se advierte de ese impulso catastrófico como fin de la producción de sentido y estado que alimenta a la misma en un acto casi esquizofrénico; por otra parte, estas páginas recuperan cierta credibilidad en el arte, en su fin social, en su capacidad terapéutica y de exhumación de la memoria. Y esa recuperación viene dada por la necesidad de reforzar una conciencia crítica que ha de saltarse la impotencia de su parálisis y rebasar el dominio de la estupidización y de la ornamentalidad.
Mierda y catástrofe… se me antoja –entonces- como un libro de culturología contemporánea. Un texto que podemos inscribir en esa tendencia de articulación discursiva y de pensamiento. Se trata de una reflexión desde el ámbito de la crítica de estatura y corpus filosófico deliciosamente escrita. Sus páginas interrogan el orden cultural imperante, sus modelos, sus ansiedades y las múltiples estrategias de cierto cinismo persuasivo que paraliza al sujeto en el dominio de la idiotez, “la estupidización” y “el embrutecimiento”. De ahí la reiteración obsesiva del autor acerca de: “el sistema de engaño”, de “el espectador catatónico” y de “la epidemia de la tontería”, en tanto que síntomas que dibujan este panorama errático en el que las barbies se convierten en galeristas y se rinde culto al todo vale.
Creo, por tanto, que una de las tesis fundamentales de este volumen se haya en la página 42, cuando el autor plantea que: “hoy, consumada la amnesia colectiva, hay una vitrina para cada cosa, da igual que sea cursilería, una consigna o una cagarruta. Lo decisivo es que incluso el accidente ha encontrado su museo, ese lugar obsceno que todavía llamamos televisión”. Y, continúa insistiendo el ensayista, “aunque nuestra conciencia crítica esté bajo mínimos, no podemos aceptar que el arte sea una mercancía perfecta o una mera perogrullada. Tal vez tengamos que poner la ironía en cuarentena, e impulsados a la polémica, emplear el sarcasmo, sin por ello caer en la jerga”. Concluye, entonces, con esta afirmación que advierte de un radicalismo necesario en la petición de responsabilidad y de compromiso:
“En una época marcada por demolición, con una compulsión voyeurística que ha propiciado el extraño placer de la catástrofe, la cultura no puede ser meramente el juego de la libertad, sino que, valga el tono dogmático, exigimos que afronte los conflictos y produzca lo necesario. Mientras tanto sigamos empantanados en la rumurología, sufriendo una narcolepsia sin cura aparente, fascinados por el arte de ocultar lo esencial”
Sin embargo, pese a este tono lapidario, y he ahí otras de las delicias de este libro, el autor hace un juego irónico de simulaciones y espejismos haciendo creer de su abominación por el arte, cuando en verdad se debe en cuerpo y alma a su entera comprensión. Por tanto, y en un gesto de emancipación de lo catastrófico, señala que el “arte todavía es capaz de hacer sismograma de lo que pasa”. Así, ladeando el catastrofismo nihilista del que hablábamos, refuerza la dirección utópica del arte y afirma su valor como lenguaje susceptible a la narración oportuna y eficaz de sus circunstancias. De ello se deduce que la práctica estética, lejos de ese lugar que la reduce y circunscribe a un mero ejercicio de formas abstraídas en la nebulosa de la apariencia, ha de comenzar a sustantivar las nociones de “pertinencia” y “eficacia”.
Las características del juego de contrabando y de rápida negociación con la realidad del show mediático, están entre las más impresionantes que afectan la posibilidad de un estado inteligente para la práctica del arte. Quizás por ello, y atendiendo a la paradoja que rige el actual modelo de cultura al uso, Fernando Castro plante que “en última instancia, la estrategia de la obscenidad no solo ha convertido lo banal en monumento, sino que la pulsión fetichista, el mal de archivo, ha llevado, valga la paradoja, a la obesidad y la anorexia estéticas”. Y es que todo aquello que se junta con la exageración y reproducción desmedida en las zonas de lo hiperreal, termina, así, abducido por el dominio de lo decorativo. El impulso bulímico de los vectores de mediación sacrifican la calidad discursiva en función del impacto y la coquetería más ramplona. “Esa es la gran catástrofe: (no tener) nada en qué pensar”, afirma de un plumazo el ensayista recuperando el espíritu crítico que apunta a ese raro estado de insomnio y reclama un despertar de la conciencia.
Carlos Jiménez, en su presentación de esta obra, y aludiendo a la capacidad asociativa de alta densidad lingüística del pensamiento del autor, decía que: “Esta clase de recomposición o deconstrucción de los campos semánticos habituales trastoca igualmente los significados de las palabras que, por definición, son siempre el lugar del entrecruzamiento de distintos campos semánticos. Si estos últimos cambian también cambian las palabras que les conciernen. De allí que en esta obra monstruosa, palabras recurrentes en la misma como “arte”, “mirada”, “ceguera”, “catástrofe”, “apocalipsis”, “banalidad”, “idiotez” o “estupefacción” no tengan un único significado sino que remiten a una agrupación fortuita de significados, en el que caben incluso los que son contradictorios entre sí. En esto consiste la anomalía de este libro y la hospitalidad que simultáneamente ofrece a la unión de la mierda con la catástrofe que, es algo así, como la unión del tocino con la velocidad. ¿Pero qué diablos es este libro? ¿A cuál genero pertenece? ¿Al tratado? Rotundamente no. Y si dijera que es una colección de ensayos que comparten ciertos propósitos me quedaría corto. Yo me arriesgaría a calificarlo, en plan de choque, de glosario. Sólo que recuperando para este término el sentido que le asignaron los latinos. Aclaro: me refiero a los antiguos habitantes del Lacio y no a los cubanos o a los colombianos […]”.
Efectivamente, cuando el lector -entrenado o neófito- se topa con un ensayo como este se interrogará muchas veces sobre su posible ubicación en el paisaje de unas taxonomías literaria y crítica que resulta a veces demasiado conservadora frente a estos nuevos modelos de pensamiento y de escritura. Dónde ubicar este libro, dónde acogerlo sino en los rubros de la crítica, la antropología cultural, la sociología, la filosofía o la teoría estética. O, acaso, la ironía se vuelve mayor si su ubicación, de golpe, se localiza en los dominios de la narrativa. En cualquiera de los primeros rubros pudiera figurar, pero [si por accidente y catástrofe] los lectores o libreros lo colocan en los ámbitos de la narrativa quedaría refrendado, entones, quizás incluso por error, el mayor valor de este libro: el de ser un relato exquisito respecto de ese mundo de afuera que nos mira, a todos, como auténticos locos.
Un ensayo mal pensado o gestionado jamás abrazaría la virtud de una escritura sofisticada que advierta de su elegancia e inteligencia. En el ensayo, lo sabemos, el vigor de las ideas y el vértigo de la pulsión literaria copulan en el epicentro de la palabra escrita. La idea deviene, así, su propio discurso. Mierda y catástrofe… es, precisamente eso, un libro de ideas, un ejercicio de pensamiento que queda, allí, para despertar de la pereza y sepultar la desidia de este tiempo.
Cuando desperté, el libro estaba allí.
Espléndida, generosa, comprometida y entusiasta reseña, querido Andrés. Ahora entiendo que tu ejemplar de “Mierda y catástrofe” estuviese tan anotado y subrayado. Gracias mil. Javier Fórcola