Joven y bonita (2013), de François Ozon
Por Jordi Campeny.
A raíz de un cierto hartazgo de la pirotecnia y vacua parafernalia de parte del cine que durante mucho tiempo ha venido de Estados Unidos, desde hace ya bastantes años la mirada cinéfila parece tener sus ojos posados en el viejo continente. El panorama cinematográfico europeo actual cuenta entre sus filas con nombres ilustres y definitivos que han dejado su huella y personalidad en la historia del celuloide. Michael Haneke, Alan Resnais, Pedro Almodóvar, Lars von Trier, Theo Angelopoulos, Jean-Luc Godard, Aki Kaurismäki, Werner Herzog, Luc y Jean Dardenne… son sólo algunos de los nombres de directores actuales que capitanean el barco de la autoría cinematográfica europea –se le permitirá a uno constatar, de nuevo, la alarmante e insana ausencia de nombres femeninos en las sempiternas listas de n(h)ombres ilustres–.
Si acotamos terreno y nos ceñimos al cine francés, del pretérito al actual, el listado de n(h)ombres se dispara. El buen cine que se hace ahora no sería el mismo sin la contribución a la ética, estética, teoría y narrativa de nombres como Melville, Truffaut, Godard, Malle, Chabrol, Rohmer, Bresson, Resnais, Buñuel –incluido aquí por su periplo francés–, y un largo etcétera.
El nombre del director que nos ocupa, François Ozon, se está haciendo un notable hueco en el grupo de autores europeos consagrados, aunque aún le quedan algunos peldaños por escalar, y es hijo y deudor de sus compatriotas del segundo, con algunos puntos en común con algunos de ellos. De más está puntualizar que uno no pretende establecer ningún vínculo comparativo entre Ozon y los grandes maestros franceses, resultaría a todas luces excesivo y para algunos incluso obsceno –aun así, hay compromiso social en su obra, como en Godard; hay cierto paralelismo con las puestas en escena de Truffaut; hay profundidad temática, como Resnais; hay atmósferas y temas que remiten a Chabrol e incluso algo de la mirada clásica y bella que ejercía Buñuel sobre temas espinosos y perturbadores–, aunque sí, y con total seguridad, con los grandes nombres propios del cine europeo actual, auténticos referentes internacionales.
Autor estimulante, arriesgado, fresco, heterogéneo, posmoderno y desprejuiciado, François Ozon cuenta con una filmografía que va de lo excesivo a lo sutil, de lo obvio a lo callado, de la comedia al melodrama. El cine del que fue enfant terrible en sus inicios se reconoce por su variedad de tonos y registros, por el frecuente e hipnótico uso de la banda sonora, por la sencillez y elegancia de su puesta en escena, por su mirada liberada de la sexualidad y sus identidades. Ozon, habitual de los festivales, muestra pasión por los personajes femeninos –ha sido emparentado con Fassbinder y Almodóvar– y ahonda en temáticas complejas, transgresoras y ambiguas.
Cuenta con una prolífica filmografía, de la cual destacamos Bajo la arena (2000), primera colaboración con su actriz fetiche, Charlotte Rampling; 8 mujeres (2002), en la que reunió a las grandes divas del cine francés; Swimming pool (2003), hipnótico y subyugante ciclón de misterio; 5×2 (2004), originalísimo y sutil retrato de la muerte del amor; Ricky (2009), incomprendido y maravilloso poema mágico y macabro y, sobre todo, su pieza más redonda y absorbente, En la casa (2012), excelente ejercicio de metaficción, ejecutado con precisión milimétrica. Por dimensiones y por la complejidad de su andamiaje, se erige como su obra cumbre hasta el momento.
Joven y bonita, su último largometraje, no logra las cotas de excelencia de su anterior film pero las constantes de su cine están ahí, intactas. Es puro Ozon. La película narra, a través de cuatro estaciones y cuatro canciones, el despertar sexual de una hermosa joven de 17 años, Isabelle (interpretada por la bellísima Marine Vacth) quien, presa del desconcierto que le provoca su cómoda vida burguesa, se embarca en una peligrosa doble vida: estudiante y prostituta –Samaritan girl (2004), de Kim Ki-Duk, en el recuerdo–.
Su primer tramo, el verano, con la familia, el sol, la casa en la playa, el descubrimiento del sexo, la ternura de la juventud, los cuerpos tersos que buscan otros cuerpos, la inocencia y la vida que estalla, mansa y rebosante de futuro, remite –o, directamente, homenajea– a Éric Rohmer y a su inmarchitable Pauline en la playa (1983). El halo burbujeante y fresco del verano da paso a la melancolía del otoño, donde todo adquiere tonalidades y estados de ánimo más ocres y perniciosos. Y de ahí, a la explosión gélida del invierno del alma, donde todo se tambalea y derrumba. Pero la vida, con sus estaciones, avanza impertérrita hasta llegar a la primavera, con sus –¿falsas?– promesas de nuevos comienzos.
Con su mirada atrevida, sugerente y personal, Ozon nos muestra los diecisiete años de Isabelle/Lea, sin juzgarla en ningún momento, sin ofrecer respuestas ni motivos. Como es habitual en él, de la pantalla emana una especie de sutil fuerza invisible que hipnotiza al espectador, lo interpela directamente –es sujeto activo en la función; debe colocar sus propias piezas– y lo arrastra a un universo complejo, ambiguo y enrarecido. Una vez más, el director lanza dardos a la doble moral burguesa, desenmascarando su hipocresía. Es inevitable no rememorar, por temática y veneno, la subversiva y poderosa Belle de jour (Luis Buñuel, 1967), al lado de la cual, obviamente, Joven y bonita sale perdiendo.
Y uno sale desconcertado de la proyección –sensación reconocible, marca de la casa Ozon–; tiene la sensación de que no ha asistido a la mejor película de su creador, pero aun así se encuentra, de repente, con una mosca detrás de la oreja, fina y levemente perturbado; o con una piedrecita en el zapato. Y todo ello –mosca, perturbación, piedra– nos lo ha encasquetado François Ozon sin apenas darnos cuenta, con elegancia y sobre todo mucha sutileza.