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20 años de la muerte de Bukowski

Por José M. Gala

It wasn’t my day. My week. My month. My year. My life. God damn it”

(“Pulp”, Charles Bukowski, 1994)

                A menudo y con injusticia se racanea la obra de Bukowski con la breve y recurrida etiqueta del “escritor maldito”. Un par de días después de su muerte, un 9 de marzo de 1994, la prensa española informaba del deceso respetando todas las reglas no escritas del periodismo de necrológicas, patrimonio universal de malos literatos metidos a articulistas de obituarios. Aquel mismo viernes, ABC le calificaba de “maestro literario de la degradación”, El País de “apologista del alcohol y el sexo sucio” y El Mundo de “orfebre de las letrinas”. El capitán se muere en San Diego y los marineros se quedaron en San Blas, y ahí siguen, con sus trámites.

                Tras un largo proceso de auto-demolición, más viejo pero sin duda mucho menos indecente, con una novia joven llamada Linda Lee, chalet con piscina y un BMW en el garaje, Bukowski, el sueño americano pero al revés, el hombre que se deshizo a sí mismo, ya ni siquiera iba a los caballos. Leucemia, neumonía, tuberculosis y más de medio siglo de excesos, no impidieron a Hank terminar su última novela, “Pulp”. Ahora, veinte años después, le recordamos de la peor forma que se puede recordar a nadie, festejando una defunción; y es que Bukowski respetó escrupulosamente el viejo axioma de que en marzo siempre se van los mejores: unos días antes se marchó Bill Hicks y unos pocos días después se iría Kurt Cobain, otro chico de hábitos poco saludables.   

                Muchos dirán que es una novelita lumpen, pero la realidad es que en “Pulp” hay más literatura que en toda la producción escrita de Lucía Echeberría o Lucía Echabarría, o como se llame exactamente esa señora. Ligera, de lectura fácil, “Pulp” previene de intenciones desde su dedicatoria inicial: “a la mala literatura”. A saber: Los Ángeles, un detective privado llamado Nick Belane, absolutamente chandleriano –o hammetiano-, una mujer fatal y el fantasma del Señor Destouches. Eso es “Pulp”, casi doscientas páginas, un homenaje a la literatura de bolsillo o literatura bis, con guiños a Fante, Hemingway o Faulkner, ídolos literarios de Hank (aunque ninguno como Fante, todo sea dicho). Siendo la más novela de todas las novelas que escribieron Bukowski y Chinaski, “Pulp” sigue teniendo mucho de autobiográfico, de búsqueda –diría que vilamatiana, aunque ahora todo es vilamatiano, hasta la lectura del Mundo Deportivo-, investigación privada que persigue al siempre resbaladizo Céline, otro maldito.

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                Hace poco leí por ahí que la literatura de Bukowski genera angustia y desasosiego. No puedo estar más en desacuerdo: incluso en los escritos más menores de Bukowski –ensayos, relatos o diarios, más allá de sus novelas o libros de poesía, más de treinta títulos en total- encontramos el tipo de frases que te acompañan durante días, frases que explotan y brillan, estallidos de sinceridad que me reconcilian con una forma de escribir y una forma de leer muerta y enterrada, anterior a la dramática burbuja de Internet en la que torpemente sobrevivimos. Leer un libro en silencio, Brahms, Bach y una cerveza. Literatura fea y literatura real, una literatura de lo ordinario la de Bukowski –del latín ordo, lo normal, lo ordenado- que, como el correo, andará siempre bastante lejos de títulos, diplomas y certificaciones.

                Gracias a Anagrama, los libros de Bukowski disfrutaron y disfrutan de gran fortuna en España y Latinoamérica. No es difícil encontrarse a un lector cómplice en el metro, leyendo y poseyendo “Mujeres”, “La senda del perdedor” o “Factotum”. Su éxito se prorrogaría a  comienzos de los noventa, cuando ya adaptado a los nuevos tiempos y adaptándose a rutinas más saludables, Hank había jubilado su vieja máquina de escribir Underwood por un ordenador, y enviaba sus poesías por fax a su editor. Muchos han escrito después de él –Murakami, Auster, Franzen, DeLillo, Coetzee, Ford, Houellebecq, Foster Wallace-, pero ninguno con la honestidad brutal de Hank. Porque a Bukowski se vuelve siempre y siempre se encuentra algo nuevo. A menudo con una sencillez feroz, aparece la frase que justifica nuestra búsqueda, y es entonces cuando recordamos aquel momento de lucidez de Calamaro; la honestidad, sobre todo en literatura, no es una virtud: es una obligación.

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