Flores autobiográficas
Por Juan Bautista Durán
En una entrevista para la revista Ínsula, en enero de 1972, Francisco Ayala decía que en arte todo es autobiográfico, y nada, autobiografía. Esta afirmación le viene como anillo al dedo a la narrativa actual, a lo que se viene escribiendo en el último cuarto de siglo, al menos, donde el narrador se confunde fácilmente con el autor. Los casos más señeros en la literatura española, por el peso de su obra, son Javier Marías y Enrique Vila-Matas, así como Jean Echenoz, en Francia, y tantos otros, cada vez más, epígonos en mayor o menor medida de Kafka o Borges, ejes principales de esta corriente.
Uno de los textos que mejor refleja esta dicotomía tan bien expresada por Ayala, entre lo autobiográfico y la autobiografía, es el cuento de Borges El otro, donde el propio autor se encuentra consigo mismo con cincuenta años de diferencia, sentados los dos en un banco, a la ribera de un río. ‹‹Sentí de golpe la impresión de haber vivido ya aquel momento››, dice el narrador, antes de reparar en el otro, que habrá de sentarse en el extremo opuesto del banco. El otro empezará a silbar, y eso que ‹‹yo nunca fui muy entonado››, dice el narrador, sentado frente al río Charles, en Cambridge, al norte de Boston. El otro está en Ginebra, en cambio, frente al Ródano. Se reconocen a través de la dirección de Ginebra, además del nombre, llamados ambos Jorge Luis Borges. El narrador aprecia en la voz del joven ‹‹su propia voz un poco lejana››, pero eso no es suficiente, y por mucho que diga, tiene que recurrir a la memoria familiar y a los objetos de la casa con tal de convencer al otro de que son la misma persona.
‹‹En casa hay un mate de plata con pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. (…) En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros››, añade, entre los cuales figura uno en rústica sobre ‹‹las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos››. Al otro no le basta con esto, sin embargo. Cree que se trata de un sueño, y si es un sueño, argumenta, es natural que el Borges mayor sepa lo mismo que él. Sigue a esto un breve repaso al porvenir que le espera, es decir, la biografía de Borges, quien agradece que el otro no le pregunte por el fracaso o éxito de sus libros. Dice que sus poemas le darán ‹‹un agrado no compartido››. Habrá de llegar otra gran guerra, y de su país, Argentina, dice que ‹‹cada día está más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos››.
El otro traía un libro de Dostoievsky, y Borges, que no tuvo hijos, siente un afecto paternal hacia ese yo del pasado. ‹‹El hombre de ayer no es el hombre de hoy››, dice. ¿Son ellos la prueba? ‹‹Si usted ha sido yo —dice el otro—, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que también era Borges?›› El propio cuento es la respuesta a esta pregunta, a través de lo autobiográfico, así como a la medida en que lo autobiográfico incurre en la literatura. Un poema de Whitman sobre una noche frente al mar les sirve de ejemplo. ‹‹Si Whitman la ha cantado —dice Borges— es porque la deseaba y no sucedió.›› El otro no está de acuerdo, sin embargo. ‹‹Usted no lo conoce —dice—. Whitman es incapaz de mentir.››
De un lado a otro del banco, frente al río, que son todos los ríos y ninguno es, se teje la autobiografía de Jorge Luis Borges, menos patente en la realidad que a través de la literatura. ‹‹Oí —le pregunta al otro—, ¿tenés algún dinero?›› Nada, unos escudos de plata y unas piezas menores. Él saca un billete americano, donde debe haber la fecha de emisión que confirme el salto temporal, los cincuenta años que los distancian. Y así es: 1974. ‹‹Todo esto es un milagro››, dice el otro. Luego el narrador sabrá que aquello no pudo ser, que en esa época los billetes americanos no llevaban fecha, y por tanto era imposible, adiós al milagro, al artificio creado a la ribera del río de Heráclito. Pero esa fecha imaginaria, al mismo tiempo, contiene la respuesta.
Para armar este cuento, Borges usa argumentos tan convincentes como la justificación de su tardanza en hablar del encuentro, nada más empezar, ‹‹porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón››. Todos los datos son autobiográficos, fáciles de reconocer por un lector avisado, y los que no lo son, como el tomo en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos, tal es su intrascendencia, que enfatizan el carácter real del encuentro. ‹‹Ahora pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.›› Las referencias usadas, con Whitman a la cabeza, son ideales para mostrar los elementos con que un autor de ficción trabaja, desde la fecha en los billetes a la posibilidad de un sueño. Los escritores apenas tienen autobiografía, sólo datos puntuales, con los que crearán su autobiografía, sobre el papel.
En una fantasía de Coleridge, dice Borges, alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. ‹‹Al despertarse, ahí está la flor.›› Esa flor es la historia que resulta.